Bombero incendiario
Los gestos y pronunciamientos de Donald Trump agravaron el estallido social detonado por el crimen racista de Minneapolis.
El espíritu del Jocker paseó por las ardientes barricadas de Minneapolis. Muchos recordaron la película de Todd Phillips porque retrata la rebelión de los humillados contra el desprecio de los poderosos. Bajo la rodilla criminal que aplastaba su cabeza, George Floyd tuvo el rostro pintado de Arthur Fleck, el personaje trágico que encarnó Joaquin Phoenix.
Las calles ardieron cuando quedó claro que, una vez más, el sistema judicial se disponía a dejar impune un crimen racial. El asesino recién fue detenido cuando las protestas se extendieron por todo el país. A las manifestaciones pacíficas se sumaban saqueos, violencia brutal y activismo anarquista.
Estados Unidos volvía a mostrar el magma de violencia que bulle en los pliegues de su sociedad. Son capas sedimentarias de un racismo que fue mutando a través de la historia.
La primera mutación fue del esclavismo al segregacionismo. Y aquí está la razón profunda, aunque desapercibida, del paralelo con el film de Todd Phillips. En "Jocker", el rostro de payaso era la máscara del humillado, mientras que en la historia real las leyes que segregaban y humillaban a la población negra eran llamadas por el nombre de un payaso: Jim Crow.
En el siglo XIX, tras la Guerra de Secesión, llenaba teatros el personaje de vodevil creado por un actor blanco, Daddy Rice, que escenificaba un negro con discapacidades físicas. El payaso se llamaba Jim Crow. Era bullyng racial. En el siglo XIX, la burla a los negros era popular entre los blancos, por eso el nombre de Jim Crow denominó a las leyes de segregación establecidas tras la abolición de la esclavitud y, con el lema “iguales pero separados”, rigieron hasta la segunda mitad del siglo XX.
Una de las primeras rebeliones fue la de Rosa Parks, la mujer negra que en 1955 se negó a ceder su asiento al hombre blanco que se lo reclamaba en un colectivo de Montgomery, Alabama.
Rosa
Parks fue detenida por la policía y condenada por la Justicia a días de prisión y el pago de una multa. Eso imponían las leyes Jim Crow.
A esa jurisprudencia se aferró el gobernador de Misisipi Ross Barnett, cuando en 1962 intentó impedir el ingreso a la universidad del primer estudiante negro. Un año más tarde, gritando “segregación ahora, segregación siempre”, George Wallace, el gobernador de Alabama, se paró en la puerta de la universidad para impedir que la flanquearan Vivian Malone y John Hood, los primeros estudiantes negros en ese Estado.
La lucha por los Derechos Civiles de Luther King y el reformismo de Kennedy terminaron con el segregacionismo. Pero el racismo residual se atrincheró en la policía y el sistema judicial.
La lista de víctimas es larga. Figuran los cinco adolescentes de Harlem encarcelados en 1989 por una violación en el Central Park que no habían cometido. Durante el proceso, los prejuicios raciales fueron más evidentes
que las pruebas.
La oscura sociedad racista entre policías y funcionarios judiciales suele quedar a la vista a menudo, provocando estallidos sociales.
En 1991, el linchamiento de Rodney King en Los Ángeles generó protestas y disturbios cuando quedó claro que no habían imputado a los policías que golpearon salvajemente al taxista negro.
El magma de violencia que bulle en el subsuelo de la sociedad norteamericana tiene sus recurrentes erupciones en superficie. Dos de las patologías que dan muestras de no extinguirse son los crímenes racistas de la policía y las masacres perpetradas por lunáticos que disparan a mansalva provocando masacres en lugares públicos.
A esas dos patologías se sumaron otros factores que explican la ola de violencia que convulsionó tantas ciudades. Uno de esos factores es el discurso racista del presidente. Desde la campaña electoral, Trump se ensaña con los mexicanos y los latinoamericanos, generando violencia como la Patrick Crusius, el supremacista blanco que masacró a 22 personas en la ciudad fronteriza de El Paso y confesó que su intención era matar mexicanos porque “el presidente dice que los mexicanos están invadiendo Estados Unidos”. Y al arder las barricadas por el crimen de George Floyd, el presidente tuiteó: “Cuando empiezan los saqueos, empiezan los disparos”, la consigna que en los años 70 lanzó un comisario de Florida anunciando represión con balas.
El
crimen de Minneapolis imponía un discurso presidencial, medular y profundo, sobre el carácter abyecto del racismo. Pero Trump no está en condiciones intelectuales ni morales de dar ese discurso imprescindible. El suyo ha sido siempre un discurso incendiario y racista. No apaga incendios; los enciende.
Si tuviera cabal comprensión de lo que ocurre, habría hecho ante los periodistas de la Casa Blanca lo que están haciendo muchos policías frente a manifestantes que protestan de manera pacífica: hincarse. Simbólico gesto que inició la estrella del fútbol americano Collin Kaepernick, precisamente, contra las actitudes racistas de Trump.
Los agentes que se arrodillan denuncian el racismo. En lugar de hacer gestos como ese, Trump quiere declarar terroristas a Antifa, activismo anarquista cuyo nombre viene de Acción Antifascista, fuerza de choque del Partido Comunista alemán que enfrentaban al nazismo naciente durante la República de Weimar. En las últimas décadas, la nominación fue reflotada por anarquistas ante la irrupción del neo-nazismo en Alemania y en países nórdicos, irradiándose también a Norteamérica.
Lo que dificulta considerar terrorista a Antifa es que tal consideración se aplica a grupos externos. ¿Por qué? Probablemente para justificar que nunca se haya declarado terrorista al Ku Klux Klan y a las milicias del supremacismo blanco. Las organizaciones que engendraron terroristas como Timothy McVeigh (autor de la masacre de 1995 en Oklahoma) fomentan el odio racial y acusan a la ONU de manejar el gobierno federal, poniéndolo al servicio “del marxismo y el judaísmo internacional”.
Trump no llamó terroristas sino “buena gente” a los supremacistas blancos que con sus fusiles de asalto ocuparon el Capitolio de Michigan para protestar contra la cuarentena. Y durante los violentos sucesos de 2017 en Charlottesville, Virginia, puso a los activistas del Ku Klux Klan en pie de igualdad moral con los manifestantes antirracistas.
Eso también explica las barricadas ardientes de estos días de furia.
Con medio país en toque de queda el presidente pidió que las manifestaciones sean pacíficas, pero hizo reprimir una protesta pacífica frente a la Casa Blanca para montar una escena patética: atravesar caminando el Parque Lafayette para fotografiarse frente a la iglesia Saint John levantando una Biblia.