El Presidente va a la guerra
Alberto se ha reinventado a fin de adaptarse a las circunstancias que le han tocado, asumiendo posturas distintas frente a los problemas del país. Por James Neilson.
Como a Walt Whitman, a Alberto le encantan las contradicciones. “¿Que yo me contradigo? Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué? (Yo soy inmenso, contengo multitudes)”, dijo el vate norteamericano. En efecto, a través de los años, Alberto se ha reinventado una y otra vez a fin de adaptarse a las circunstancias que le han tocado, asumiendo posturas radicalmente distintas frente a los problemas del país y los personajes que por un rato dominan el escenario político nacional. Tanta plasticidad no le preocupa ya que, nos aseguró al iniciar la larguísima perorata con la que abrió el 139° período de sesiones ordinarias del Congreso, a pesar de todas las mutaciones que ha experimentado aún mantiene “intactas” sus convicciones. Las del lunes pasado, claro.
La trayectoria serpentina trazada por Alberto y tantos otros de carácter y mentalidad similares responde no sólo al oportunismo que les es típico sino también a lo difícil que es orientarse en un universo político tan neblinoso y tan cambiadizo como el argentino. No cuentan con mapas porque no hay partidos bien estructurados en que una persona ambiciosa puede emprender un cursus honorum. Un camino que por un rato parece el indicado puede desembocar en un pantano. Y cuando creen estar aproximándose a un lugar atractivo, descubren que no era nada más que un espejismo.
Menos de dos años atrás, Alberto vio un atajo que, a pesar del precio que tendría que pagar para usarlo, le resultó irresistible. Acaso haya fantaseado por un momento con aprovecharlo como había hecho su padrino Néstor Kirchner cuando Eduardo Duhalde le ofreció las llaves de la Casa Rosada, pero pronto entendió que intentarlo le costaría demasiado, de suerte que le convendría más conformarse con ser un vasallo fiel de su benefactora.
De acuerdo común, la edición más reciente de Alberto es un militante del kirchnerismo más duro que se siente obligado a defender la libertad ambulatoria de Cristina Fernández de Kirchner cueste lo que costare, de ahí la ofensiva frontal que está librando contra la Justicia. Si bien muchas de las críticas que ha formulado contra el sistema judicial local son legítimas, ya que ni siquiera los más tradicionalistas ignoran que es penosamente anticuado, que opera con lentitud exasperante y está excesivamente politizado, las reformas que quisiera llevar a cabo Alberto no ayudarían a mejorarlo. Lo que quiere es que “el pueblo” -Cristina diría “la historia”- juzgue a los acusados de corrupción; a los dos no se les ocurrió que, en tiempos de gran crisis como los que corren, las actitudes populares pueden cambiar de un día para otro, lo que plantearía el riesgo de que Cristina y compañía se vieran ante tribunales populares sedientos de venganza.
En tal caso, la justicia “liberal” que tanto desprecian se vería sucedida por una basada en la ley de Lynch, De todos modos, puesto que a Alberto le parece terrible que aquí, lo mismo que en Estados Unidos, virtualmente todo se judicialice, ha optado por judicializar la relación del país con su viejo socio, el Fondo Monetario Internacional, con la esperanza de que impulsar una querella criminal contra integrantes del equipo de Mauricio Macri por pedir un crédito gigantesco el organismo lo ayude a recuperar un poco del mucho terreno que ha perdido a partir de fines del año 2019. Es poco probable que lo logre; se han ido los días de luna de miel en que el prestigio del gobierno dependía más de las presuntas deficiencias ajenas que de los eventuales méritos propios. En un país con motivos de sobra para temer por el futuro, carece de sentido insistir en reavivar conflictos pasados.
Para más señas, tratar la relación con el FMI como si fuera una especie de pacto entre estafadores no puede sino hacer más difícil el trabajo de Martín Guzmán. El encargado de la raquítica economía nacional sabe que no le convendría en absoluto enemistarse con una institución que representa el pensamiento de las elites gobernantes de los países más ricos. Aun cuando Kristalina Georgieva desistiera de tomar medidas concretas, de difundirse la impresión de que, por enésima vez, la Argentina se limitará a aplicar las recetas tradicionales que la han llevado a su lamentable situación actual, sería más que suficiente como para brindar a los inversores en potencia, tanto nacionales como extranjeros, buenos motivos para aguardar algunos años más antes de arriesgarse.
Alberto quiere convencer a los decepcionados por su propio desempeño de que Macri sigue siendo el responsable principal de todos los males del país. Cree que la querella criminal que ha prometido servirá para que Cristina y sus subordinados no sean los únicos que tengan que desfilar por tribunales en los meses próximos. Hacer pensar que todos los políticos son iguales y que por lo tanto es terriblemente injusto concentrarse en la corrupción ostentosa de algunos, sobre todo si pertenecen al “campo popular”, siempre ha sido un objetivo estratégico de un gobierno que debe su existencia a la voluntad de su creadora a reemplazar el sistema judicial “burgués” por otro que dejaría de molestarla.
Hasta ahora, a los kirchneristas les ha producido resultados satisfactorios el planteo según el cual los errores políticos ajenos, como a juicio de Alberto fue la decisión de suplicarle al FMI la friolera de 55 mil millones de dólares para, entre otras cosas, salvar al país de una catástrofe económica aún peor que la de 2002, son tan perversos como los delitos atribuidos a la vicepresidenta, su marido y sus subordinados, de los que el más notorio es Lázaro Báez. Es eficaz porque brinda a los militantes un pretexto para minimizar la gravedad de los cargos que enfrenta la cacica de su tribu particular.
Se preguntan: ¿es peor ser un tanto desprolija cuando es cuestión del manejo del dinero público de lo que es ser un “neoliberal” y por lo tanto amigo de los especuladores de la patria financiera? Todos saben la respuesta. Así pues, desde el punto de vista de kirchneristas que encuentran verosímil la evidencia que es de dominio público, aun cuando sea posible que Cristina sí haya violado algunas leyes anti-populares, sería ridículo comparar el daño así ocasionado con el provocado por los macristas. Por ser la Argentina un país en que no sólo muchos intelectuales sino también otros se oponen instintivamente al “capitalismo”, al “liberalismo” y en consecuencia a lo que podría calificarse de “modernidad”, un sector social bastante amplio ve en el kirchnerismo el mal menor en comparación con el macrismo y otras agrupaciones que quisieran que el gobierno tomara un rumbo parecido al elegido por aquellos
de Europa y Asia Oriental que lograron dejar atrás la pobreza ancestral. Para quienes piensan así, el desarrollo económico es reaccionario.
De más está decir que hay otras razones por las que Alberto ha optado por reanudar la campaña contra la gente de Macri. Además de estar dispuesto a ir a virtualmente cualquier extremo para congraciarse con Cristina, entiende que le sería mucho más difícil defender lo hecho por el gobierno que formalmente encabeza de lo que sería continuar ensañándose con quien lo antecedió en la Casa Rosada, como si aún estuviéramos en el país pre-pandémico de hace un año y medio. Parecería que muchos indecisos que en aquel entonces terminaron votando por la coalición peronista por creer que sus dirigentes debieron de haber aprendido algo de sus propios fracasos y que, de todas maneras, serían menos torpes que los macristas, han llegado a la conclusión de que pecaron de optimismo.
Aunque sería prematuro dar por des contado que el gobierno no podrá recuperarse de los golpes que le han asestado los vacuna torios VI P, las desventuras judiciales de prohombres como Báez y la sensación de caos incipiente provocada por los conflictos internos, las contradicciones seriales de Alberto y los intentos de los militantes de La Cámpora de colonizar todo el espacio político peronista, es innegable que las perspectivas frente al gobierno distan de ser brillantes.
Así las cosas, la coalición opositora principal estará en condiciones de anotar se muchos triunfos en las elecciones parlamentarias programadas para octubre con tal que consiga mantenerse unida y, loquees igualmente importante, logre persuadir a la mayoría de que sería capaz de formar un gobierno fuerte que tome en cuenta las necesidades de la mitad de la población que ya vive por debajo de la línea de pobreza, además de los muchos que temen compartir el mismo destino en los meses próximos.
Como es natural, los dirigentes de Juntos por el Cambio se dividen entre halcones, que quieren aprovechar todos los casi cotidianos deslices oficiales, y palomas lideradas por el jefe del gobierno porteño Horacio Rodríguez Larreta que prefieren llamar la atención a su propia moderación y apego al sentido común. Si bien el desenlace de la interna así supuesta se verá decidida por el electorado, las dos modalidades son compatibles; a los duros les corresponderá demoler las pretensiones gubernamentales, para que los más blandos, que hablan de lo bueno que sería dejar atrás “la grieta” y están más interesados en seducir a peronistas que en castigarlos por su aporte a la debacle nacional, se encarguen de ofrecerle al electorado una alternativa auténtica al populismo cleptocrático que se ha aglutinado en torno a Cristina.