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La grieta en Argentina alcanzó estas semanas niveles insospechados. En la construcción de la crispación generalizada, irradiada principalmente desde la Quinta de Olivos y desde Uspallata, también influyeron varios actores. Los sindicatos docentes fueron intransigentes en su postura contra las clases. Es llamativo, porque en eso coincidieron aún los más cercanos al oficialismo, el mismo Gobierno que sostenía -hasta la inesperada decisión de Alberto Fernández- que la escuela no era un foco de contagio, y mostraba estadísticas que sostenían que las infecciones en las aulas estaban abajo del 1
por ciento.
El sindicato docente más importante del país es la Ctera, dirigido por Sonia Alesso. Ese gremio tiene una seccional en Buenos Aires que lleva el nombre de Suteba, y lo comanda Roberto Baradel, y en la Ciudad es UTE, donde pisa fuerte Eduardo López. En la Provincia también son importantes Udocba, de Miguel Díaz, y la FEB, de Mirta Petrocini, más cercanos al radicalismo. El resto, salvo Ademys (lo dirige Marisabel Grau), más cercano a la izquierda, reportaron siempre a las filas del peronismo. Todos, aunque con matices como el caso de la FEB, estuvieron siempre contra las clases presenciales.
Cuando Larreta comunicó que iba a acatar el fallo de la Cámara porteña que sentenciaba que las escuelas iban a abrir, los grandes gremios porteños del área de la educación pararon. Fue una decisión espinosa: en el paro anterior, la ORT había decidido echar a dos docentes que se habían adherido a la huelga. En plena pandemia, la relación entre los sindicatos y los que abogan, como la Jefatura de la Ciudad, por no frenar las clases, está muy tirante.