Por qué leer a Spinoza:
El filósofo holandés, uno de los grandes pensadores del siglo XVII, tuvo la virtud de derribar todas las verdades heredadas. Enfrentó a la sociedad de su tiempo, apostó por la libertad y no aceptó condicionamientos a su racionalidad.
el filósofo holandés, uno de los grandes pensadores del siglo XVII, tuvo la virtud de derribar todas las verdades heredadas. Enfrentó a la sociedad de su tiempo, apostó por la libertad y no aceptó condicionamientos a su racionalidad. Por Marilena Chaui.
Alguien escribió una vez que no hubo ningún otro filósofo tan odiado como Spinoza, pero tampoco ninguno que haya sido y aún sea tan amado como él. ¿Qué hay en su pensamiento que hace que a nadie le resulte indiferente leerlo? Mi encuentro con Spinoza sucedió hacia el final del curso de formación en filosofía, cuando tenía 19 años. Tuve una educación religiosa muy severa y, por eso, evidentemente marcada por la culpa frente a un Dios juzgador, distante y oculto. En la materia Historia de la Filosofía Moderna leímos la Ética, y recuerdo que al terminar la lectura exclamé frente al profesor y dos compañeros: “¡Este es el Dios que busqué toda mi vida! ¡Y lo encontré!”. Descubrir la inmanencia divina y que nosotros, una parte del ser absolutamente infinito, cuando somos libres participamos de su actividad infinita, fue un momento de felicidad inolvidable. “Libre de la metáfora y del mito / Labra un arduo cristal: el infinito / Mapa de Aquel que es todas Sus estrellas”.
Sin embargo, no fue solo el descubrimiento de la inmanencia divina lo que me atrajo de Spinoza. También me acercaron a él su coraje al enfrentar el saber y el poder establecidos, creando eso que llamé un “contradiscurso”, un discurso que no se opone externamente a lo instituido, sino que lo deshace desde su interior, para que sea posible pensar y actuar con libertad. Descubrí que Spinoza es innovador, porque subvierte lo instituido al exponer sus ideas en un doble registro simultáneo: el de un discurso que dice lo nuevo, al mismo tiempo que va demoliendo lo heredado, aquello que nos impide pensar y actuar. Su obra hace que se desmoronen los pilares que sostienen la superstición religiosa, la tiranía política y la servidumbre ética. Y al hacerlo, cuestiona las imágenes tradicionales de Dios y de la Naturaleza, de lo humano y de la política, que sirven de fundamento a la religión, a la teología, a la metafísica y a los valores ético-políticos de la cultura occidental.
Creo que es la radicalidad de la razón libre y la alegría de pensar sin someterse a ningún poder constituido, ya sea religioso, político, moral o teórico, junto con la decisión de alejar todo lo que causa miedo y tristeza, lo que hizo de Spinoza alguien tan odiado y también tan amado. Fue su fuerza para enfrentar el saber y el poder instituidos lo que me hizo leer a Spinoza como aquel que,
Para Spinoza es libre quien nunca actúa por mala fe, venganza, miedo o lástima.
descifrando la materialidad de la vida social y política, abre caminos para comprender la difícil y por momentos terrible historia de nuestros países latinoamericanos. Más que nunca, él nos acerca maneras de entender la génesis de las formas de violencia visibles e invisibles, de la superstición y del miedo que nos paralizan, pero también modos de combatirlos, para no claudicar ante la tiranía y la servidumbre, como si fueran nuestra salvación. Filósofo de la alegría del cuerpo y de la mente, pensador de la democracia, geómetra de lo verdadero como “luz que se manifiesta a sí misma”, Spinoza nos recuerda que solamente quienes son libres se unen a los demás por lazos de amistad, sin jamás adeudar o recibir favores del poder. (...)
Quien lee hoy a Spinoza no puede evitar la impresión de que se encuentra frente a un universo conceptual irremediablemente perdido, algo sobrepasado para siempre, porque sus raíces están enterradas en aquel instante del pensamiento que Merleau-Ponty designó como Gran Racionalismo, que, “pensando inocentemente a partir del infinito positivo”, juzgó haber descifrado los enigmas de la relación entre el ser y el pensar.
La lectura de la obra puede volverse casi nostálgica, si se lamenta la pérdida de una referencia segura que garantizaba en el pasado la plena inteligibilidad del pensamiento y de lo real. O entonces, para no dejar escapar la alteridad profunda que separa al lector del presente del escritor del pasado, se la puede leer con precauciones arqueológicas, capaces de conservar la especificidad y la diferencia temporal de los textos, sin perder de vista la imposibilidad tanto de anular como de recuperar el pasado de la obra en un presente que le es totalmente extraño, pero que sería, paradójicamente, más comprensivo en tanto puede expresarla mejor de lo que ella misma lo hizo.
Sin embargo, si la diferencia temporal es percibida como mera diferencia de los tiempos, puede suscitar el impulso de anularla, como sucede en la perspectiva de la “philosophia perennis”: se considera que hay ciertos temas, problemas y cuestiones propiamente filosóficos que, desde Parménides hasta Husserl o Wittgenstein, serían siempre los mismos, solo variando el estilo y la forma de la argumentación. Esa perspectiva corre el riesgo de reconducirnos al universo escolástico de las “quaestiones disputatae” y de las “quaestiones quodlibetales”, el cual, si bien parece salvar profesionalmente a los filósofos y a sus intérpretes, los envuelve en la faena infinita de los que, más allá de Borges, están convencidos de que “la biblioteca es el mundo”. A la pregunta: ¿por qué leer hoy a un autor de ayer?, se responderá: porque no hay otrora ni ahora, situándose el intérprete en aquel no-tiempo y no-lugar que san Agustín, más piadoso, reservara a Dios. Nostalgia, arqueología y philosophia perennis parecen incapaces de responder a una cuestión que siempre vuelve a plantearse cada vez que nos encontramos con un clásico: ¿por qué aún hoy alguien se daría el trabajo de leer a Spinoza y escribir sobre él? Sin embargo, si consideramos que un clásico es aquel que, al pensar, nos da que pensar, tal vez podamos enfrentar el peligro de la cuestión.
En ciertas ocasiones, el trabajo del lector puede nacer de un primer encuentro con la obra, de una relación muy inmediata e ingenua con ella, pero que lo inquieta y le provoca interrogaciones. Es posible entonces que, en la tentativa de contestarlas, un lento trabajo de reflexión lo haga sentirse casi instalado en el interior del discurso del otro que, aun situado a la distancia, algo tiene para decirle.
Poco a poco, sin embargo, ese estado de fascinación va dejando lugar a la precaución: el poder separador de la historia abre otra vez su vía, y las preguntas
y respuestas del filósofo ya no se confunden con las de quien lo lee. Aun así, es justamente cuando se reabre la distancia que el discurso leído gana una fuerza inesperada, volviéndose capaz de suscitar de manera nueva cuestiones que son nuestras. Nos sentimos aludidos por la obra del pasado. Es cierto que una obra de pensamiento no se deja reducir a una representación completamente determinada, existente en sí, externa al movimiento de lectura que ella misma engendra. También es cierto que la obra de pensamiento no se reduce a un mensaje que nos aguardaría desde el fondo del pasado como pregoneros de su verdad. La lectura no consiste en la inspección intelectual de una idea o de un hecho, ni es una epifanía. Es, como dijo Merleau-Ponty, “reflexión en otro”. A su vez, la escritura comienza en el momento en que el discurso del otro escritor nombra aquello que es objeto de las interrogaciones de su lector y que, siendo nombrado por otro, abre una vía para la reflexión de quien lo lee, permitiéndole también escribir: su propia reflexión puede expresarse gracias a la escritura ajena que le dio para pensar y le permitió decir lo que sin ella no podría ni pensar ni decir.
Cuando nos acercamos a la obra de Spinoza, tenemos la impresión de que se trata de un pensamiento que no retrocede ni hace concesiones, sino que, por el contrario, se enfrenta al saber constituido, revelándolo como un no-saber necesario cuyos cimientos arraigan en las prácticas interhumanas. Tenemos la impresión de encontrarnos frente a un discurso privilegiado, pues es el discurso del excluido que interroga el sentido de la exclusión en lugar de negarla, evidenciando cómo y por qué los poderes establecidos la requieren; y, al hacerlo, subvierte repentinamente nuestra suposición de que tales poderes serían inconmovibles, pues revela la fragilidad real que los determina, y la nuestra, si somos conniventes con ellos.
Empezamos a comprender que el “more geometrico” (modo geométrico) y la crítica histórico-filológica son máquinas de guerra cuya eficacia no pasa por la posesión de armas más numerosas o mejores que las de los adversarios, sino por lograr alcanzarlos allí donde los engranajes de sus máquinas se atascan, y acaban por estallar, permitiendo que algo nuevo se exprese. Así, nos sentimos testigos de un discurso cuya fuerza, finalmen
Spinoza revela la tiranía que se ejerce a través del discurso, sobre las mentes.
te, no se mide apenas por la extraordinaria eficacia de sus argumentos, sino sobre todo por la fecundidad que lo anima y lo alienta. El coraje de Spinoza no se asocia solo con los hechos que marcaron su vida, sino también con aquello que le permitió vivirla y lo llevó a escribir: la convicción de que el odio y el remordimiento son los “mayores enemigos del género humano” y de que es libre quien nunca actúa por mala fe, venganza, miedo, resentimiento o lástima, pues la libertad hace que “nadie pueda desear vivir bien, actuar bien y ser feliz sin desear vivir, actuar y ser, esto es, existir en acto”. La imagen del “eremita de Rijnsburg”, del sabio solitario que disfruta de la exclusión, no le hace justicia a la obra de Spinoza. El excluido no es el que se encuentra afuera del mundo social, político y cultural, sino el que fue puesto fuera de un mundo que no puede soportar el riesgo de su presencia. Es aquel que, en virtud de comprender el significado de la exclusión, detenta la posibilidad extraordinaria de hacerse plenamente presente, pues percibe la real naturaleza de esos poderes que, incapaces de soportar contradicciones y diferencias, fabrican las falsas armonías e identidades que son indispensables para toda tiranía.
Cuando Spinoza escribe que un Estado que considera que la libertad de pensamiento y de expresión es peligrosa para la seguridad es un Estado que prepara su propia ruina, no habla desde el mismo lugar que los detentadores del poder, quienes, alegando tolerancia y en la incansable búsqueda del consenso como unanimidad, fingen acoger la libertad y se proclaman sus promotores en nombre de un supuesto bien común a todos. Hablando desde donde habla, Spinoza hace que esa palabra del Estado suene como falsificación de la libertad, pues la Ciudad es libre solo cuando es capaz de soportar la tensión extrema que la constituye y la transforma, sin precisar ni excluidos ni héroes.
El discurso spinoziano revela los procesos que conducen a los hombres a imaginar, en la turbulencia de sus conflictos, una instancia superior y trascendente a ellos que los reconciliaría en una comunidad imaginaria, siempre lista para disolverse cada vez que un acontecimiento inédito la viene a colocar frente a la imagen del peligro. Peligro que, finalmente, está siempre encarnado en los gestos, las acciones y las palabras de aquellos que denuncian el carácter ficticio de la comunidad así forjada. Los textos de Spinoza, en un despliegue de palabras conocidas en apariencia pero dislocadas de su sentido habitual, revelan la secreta articulación entre no-saber y poder, la tiranía que se ejerce no solo por el hierro y el fuego, contra los cuerpos, sino también a través del discurso, sobre las mentes.
Sin embargo, ese despliegue va iluminando un paisaje insólito en el cual una verdad más oscura empieza a llegar a nuestros ojos incautos, como si estos recibieran el auxilio de lentes laboriosamente pulidas para hacer ver y dejar ver. A través de ellas, se delinea el nítido contorno de un perfil: la presencia secreta de una “cupiditas” (deseo) servil, de un deseo supersticioso e insaciable de servir y obedecer que los hombres imaginan como fuente de fortaleza cuando es más bien signo de su destrucción individual y colectiva. Contra esa impotencia imaginada como fuerza, el pensamiento spinoziano se expresa en un contradiscurso que desmantela todos nuestros gestos, acciones y palabras, lanzándose de un modo vertiginoso hacia el puerto inseguro de una playa inexistente. Una guerra contra el delirante juego de sombras proyectadas por nuestra imaginación cuando engendra la imagen de un otro sobre el cual recaen las glorias de nuestra salvación —Dios, el Príncipe, la tradición— y los dolores de nuestra perdición —el Diablo, Adán, la plebe—. ¿Cómo podríamos pensar que somos agentes de nuestra libertad y de nuestra felicidad si no conseguimos alejar las imágenes del Padre Celestial misericordioso, del buen gobernante y del buen pasado? ¿Cómo podríamos pensar las causas de nuestra infelicidad y de nuestra servidumbre si no somos capaces de abandonar el espectro del Gran Tentador, ni la imagen del Padre Terrenal, que nos hizo sus iguales en el pecado y en el sufrimiento, ni la figura de la plebe terrible y amenazadora? ¿Cómo serían capaces de asumir los hombres —prisioneros de la construcción imaginaria de un Otro fantástico— el esfuerzo gigantesco de no proyectar en las imágenes las dificultades para enfrentar las contradicciones, los enigmas y los desgarramientos de la experiencia individual y colectiva? ¿Cómo podríamos pensar que sin la mortificación de la carne, esa estofa de la que estaría hecho nuestro cuerpo, y sin la ascesis del espíritu, ese diáfano elemento del que estaría hecha nuestra alma, nos sería posible aguardar sin miedo la eternidad prometida a nuestra parte inmortal? ¿Cómo podríamos soportar las palabras spinozianas que nos dicen que somos nosotros quienes hacemos nuestra propia vida y es hacia ella que debemos volver la mirada, si recurrimos permanentemente a esas imágenes que nos ocultan de nosotros mismos y de los otros, con la ayuda providencial de esas figuras que suponemos responsables de la felicidad y el dolor, de la libertad y la servidumbre? ¿Cómo olvidar el lamento del profeta Isaías: “Extenuados están mis ojos, vueltos hacia las alturas”? ¿Cómo tolerar un discurso que nos invita a enfrentar las construcciones imaginarias en las que nos refugiamos, siendo que gracias a ellas creemos estar protegidos de nosotros mismos y de los otros? ¿Cómo soportar el impacto de un pensamiento que afirma que solo los hombres libres son entre sí agradecidos, si el trabajo de la imaginación engendra un circuito de prácticas y de relaciones en el cual la libertad aparece como el imperio de una voluntad omnipotente y dominadora? ¿Cómo tolerar la extrañeza de ese discurso que atraviesa el núcleo de la experiencia individual y colectiva procurando no despreciar, no odiar, sino comprender? Y comprender no es pactar con la servidumbre, sino excavar hasta sus orígenes, abriendo el arduo camino para un mundo en el cual podamos existir en acto, porque “la sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”.
Es en lo que tiene de más terrible, allí donde su discurso ilumina de una manera casi insoportable, donde reside la fuerza del pensamiento de Spinoza. Y es su fuerza la que exige la nuestra para leerlo. Al cabo de la travesía, buscamos articular nuestras palabras, aproximándolas y distanciándolas del texto leído, en otro texto, que recibió del primero un campo de palabras y de pensamiento. Acerquémonos por un momento a esa Holanda del siglo XVII, en la cual Spinoza se inserta de manera peculiar: ni judío ni cristiano, un poco judío, un poco cristiano o, para usar una expresión acuñada en ese siglo, “ni por mal judío buen cristiano”.
Esa Holanda se ofrece al historiador bajo la contradicción de dos perspectivas inseparables y aparentemente irreconciliables: una que la ve a través del prisma del Siglo de Oro, momento de esplendor cultural, glorias militares, abundancia económica, tolerancia religiosa y libertad republicana —una Holanda celebrada por su pintura que, según las elocuentes palabras de un historiador, “conmemora un radiante y eterno domingo”—; y otra que capta una sociedad en formación, incapaz de elevar su propia experiencia al concepto. En lo que atañe a la política, se comprueba la ausencia de teorías que suministren alguna orientación para que el presente logre superar tanto la ideología de la Revuelta como las formulaciones teocráticas calvinistas, donde Atenas, Roma o Venecia (para la primera) e Israel y Esparta (para las segundas) constituyen paradigmas míticos que ocultan la particularidad holandesa, obstaculizando su conocimiento.
En la religión, las divisiones de partidos y sectas se orientan hacia una Segunda Reforma, en la cual el humanismo erasmiano, el nuevo racionalismo y el misticismo entusiasta se cruzan de las formas más variadas e inesperadas, engendrando renovadas y mortales disputas en lugar de la soñada “pax christiana”, sin que se logre definir una religiosidad que no sea confesional y congregacional, y sin que puedan marcar los contornos del “jus circa sacra” que permita el desmantelamiento de las concepciones teocráticas. En la filosofía, la mezcla de un aristotelismo renovado, de un estoicismo actualizado y de un neoplatonismo renacentista enfrenta a la nueva filosofía natural de Galileo y Hobbes con el racionalismo cartesiano, sin que sea posible escapar ni del inevitable eclecticismo ni de las querellas especulativas, que siempre serán, al fin y al cabo, teológico-políticas.
En la sociedad, la división social de clases separa con claridad a los ricos y a los pobres (comerciantes y señores de tierras, por un lado, y pescadores, trabajadoresportuarios, marineros, artesanos, campesinos expulsados de tierras empobrecidas, por el otro), o en el lenguaje romanizado de la época, al patriciado y a la plebe. Sin que se dé, entretanto, una definición nítida del contorno de la plebe, sometida al clero ortodoxo y fascinada con las glorias militares orangistas, pero tampoco del patriciado, vacilante entre el ennoblecimiento de los burgueses (gracias a las alianzas matrimoniales con la antigua nobleza) y el aburguesamiento de los nobles (por los contratos económicos con las dos Compañías de las Indias). (…)
Con Spinoza no nos encontramos en un territorio conocido, del cual tengamos la cartografía que nos permita diferenciar las diversas filosofías según el trayecto que realizan sobre el mismo mapa. Si la ausencia de mapa nos desorienta a casi todos, es justamente porque no buscamos el mapa spinoziano, sino otro mapa que nos permita situar la obra y comprobar la corrección o incorrección del camino recorrido por el filósofo. Aceptar el riesgo de acompañar el pensamiento spinoziano es acercarse a su modo de hacerse en el contacto con la experiencia de su tiempo, procurando el sentido que los protagonistas del pasado y del presente no consiguieron ver en ella. Y es también aceptar el verso del poeta Antonio Machado: “Caminante, no hay camino / se hace camino al andar”.
* FILÓSOFA. Profesora de Filosofía Moderna en la Universidad de San Pablo. Autora de “La nervadura de lo real. Imaginación y razón en Spinoza”. FCE. (Traducción de Mariana Gainza).
¿Cómo tolerar la extrañeza de ese discurso que procura no odiar, sino comprender?