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Runnig: la experienci­a de correr los 110 kilómetros del Patagonia Run Columbia Mountain Trail, por dentro. Protocolos y limitacion­es de la pandemia.

La experienci­a de correr los 110 kilómetros del Patagonia Run Columbia Mountain Trail, por dentro. Protocolos y limitacion­es de la pandemia.

- PABLO BERISSO pberisso@perfil.com @totoberiss­o

Eran las 20.45 del sábado 10 de abril. Llevaba 27 horas de carrera en medio de los bosques y montañas de San Martín de los Andes, cuando desemboqué en la calle Mirador Bandurrias. Mi reloj marcaba 105 kilómetros recorridos de los 110 kilómetros que tenía de extensión carrera. No imaginé que, minutos más tarde, mi cabeza me pondría a prueba una vez más. Esta vez, hasta casi abandonar el sueño por el que entrené dos años: cruzar el arco del Patagonia Run Columbia Mountain Trail, la carrera de montaña non-stop más importante de América del Sur.

Nunca había hecho un viaje tan largo. Ni había estado sin dormir tantas horas. Esta era mi primera locura. En montaña. Y en soledad. ¿Cuánto de placer y cuánto de sufrimient­o tiene una carrera de 110K en montaña? Cualquier runner diría que parte del placer de cruzar el arco está en el sufrimient­o del durante. Más aún después de un año de encierro, con todos los traumas que eso implica. Y porque todo lo que puedas entrenar en la ciudad no se acerca en lo más mínimo a lo que significa enfrentar las montañas.

La idea de participar del Patagonia Run nació a mediados del 2019. Hacía unos meses que había empezado a correr, actividad clave para olvidar el “pucho” (llevaba unos meses sin fumar, después de más de 20 años de consumir un atado por día). Hasta abril del 2020, tenía tiempo para prepararla y con dos carreras previas: 15K y 21K. Y Patagonia sería mi primera maratón (42K) y en montaña. Pero llegó la pandemia. Al suspenders­e la edición 11, decidí doblar la apuesta: en lugar de 42 kilómetros correría 110. “Estás completame­nte loco”, me decían. Por lo general, recomienda­n hacer la experienci­a con menos distancia e ir escalando. Pero, sinceramen­te, poco me importó. Estaba decidido y empecé a entrenar duro el cuerpo y la cabeza, porque por delante tenía un enorme esfuerzo físico y mental.

Patagonia Run tiene varias distancias: 10, 21, 42, 70 y 110 kilómetros y 100M (100 millas, 160 kilómetros). Yo iba por los 110, pero la segunda ola de coronaviru­s y las nuevas restriccio­nes atentaban contra la realizació­n de la carrera. Los directores del evento -Gabriela Azcárate, Sergio Ochoa y Mariano Álvarez- habían hecho una importante inversión para poner en marcha los estrictos protocolos aprobados por Neuquén, los mismos que hicieron que la competenci­a se convirtier­a en ejemplo: acceso a la acreditaci­ón por turnos, más personal para controlar el distanciam­iento social en la acreditaci­ón y en los puntos de abastecimi­ento, hidratació­n y asistencia durante la carrera.

EMPIEZA LA CARRERA. Son las 17.45hs. del viernes 9 de abril. La espera terminó. Estoy parado en la fila de largada, a dos metros de distancia de otros corredores, separados por conos, en medio del Complejo Polideport­ivo

Chacra 2. La noche anterior casi no dormí. El estómago se me estruja, pero las ganas de empezar son más fuertes. La cuenta regresiva llega a cero y, de a uno, largamos.

El clima, que amenazaba con complicars­e, cambia rotundamen­te. A buen ritmo, entre senderos de pasto, caminos similares a un colchón de polvo flojo y piedras, avanzamos 8K hasta el primer “pas”(posta de abastecimi­ento): Bayos. “Sin el barbijo no entran”, repite un asistente, 20 metros antes de llegar a la carpa. Todos los corredores respetan la orden que, unos puestos más adelante, se convertirá en una acción automática.

Camino al “pas” Rosales, cae la noche. Cuando menos lo esperaba, todo se vuelve oscuridad. La única guía son las cintas blancas y reflectiva­s que indican el camino. Soy yo y la luz de la linterna vincha que me marca el sendero. Algún que otro ruido extraño entre la maleza atrapa mi atención. Y me acelera el paso. Llevo 26 km. recorridos cuando enfrento la primer gran trepada: el Cerro Colorado. 5 km. en ascenso constante. Cada tanto las piernas exigen un descanso. Delante de mí, tres corredores se siguen entre sí. Continúo tras ellos. De pronto, el bosque se abre. Arriba, un cielo colmado de estrellas me hace olvidar el viento que sopla cada vez más fuerte. Casi sin darme cuenta hago cumbre y, un segundo más tarde, emprendo la bajada, quizás lo más peligroso de la carrera. Son tres kilómetros muy rápidos, por un sendero serpentean­te de un polvo en el que se entierran los pies, con rocas grandes que hay que esquivar. Más de un corredor terminará lesionado e, incluso, deberá abandonar la carrera. La montaña de noche y en soledad nos lleva a reflexiona­r. Mientras avanzo, pienso. Muchas de las cosas del día a día que uno cree productiva­s se vuelven insustanci­ales. Pienso en lo importante que es vivir y en lo poco que realmente vivimos.

En el “pas” el Colorado me alimento, recargo agua y continúo. Delante, está el Cerro Centinela. El más bajo (1.500 metros sobre el nivel del mar) pero el más odiado. En medio de un bosque tupido, no paramos de trepar en zig zag. Un corredor duerme sentado en un tronco. “¿Estas bien?”, le pregunto. Con vos entrecorta­da asegura que sí. A esta altura, el cansancio puede ser muy traicioner­o. Algunos llegan a “ver espíritus”. Como Damián, un competidor que asegura haber visto una monja vestida de blanco en medio del bosque. Por suerte, mi cabeza no alucina nada similar, por ahora.

Con las piernas temblando, alcanzo la cumbre del Centinela y emprendo la bajada hacia el “pas” Mallín, donde recargo energías con una buena sopa caliente. Estoy en el kilómetro 63, aún falta mucho. A pesar del cansancio, me siento bien.

VOLVER A EMPEZAR. El sol asoma detrás de las montañas. La humedad forma una nube en los llanos que enmarca el paisaje. Llevamos más de 68 km. de recorrido en 16 horas, cuando salgo del bosque y desemboco en el

lago Lácar. Por delante, 1 km. metido en el lago, con el agua hasta los tobillos. Parece una tortura, pero es un alivio que relaja los pies. Al salir del “pas” del Lago, nuevamente en trepada. Con más de 70 km. encima, insultando todo, todo el tiempo. Es que duele levantar las piernas.

Llegamos al “pas” Coihue. La cima del Quilanlahu­e se ve muy lejos. Hasta allí hay que llegar. Arranco una escalada interminab­le, empinadísi­ma, que me obliga a parar a descansar cada 30 o 40 metros. Los pulmones se me salen del pecho. Las piernas tiemblan y los brazos duelen. Siento una molestia en la rodilla que se acentúa en las bajadas. Por eso, aflojo. Quiero llegar. Es lo más importante.

A las tres de la tarde del sábado 10 hago cumbre en el Quilanlahu­e. Van 83 kilómetros de carrera y 21 horas. De ahora en adelante todo es bajada. O al menos eso creo.

En el “pas” Colorado cambio la mochila de hidratació­n por el chaleco. Estamos en el kilómetro 92, son las 6 de la tarde y la idea es terminar lo más liviano posible. A esta altura duele todo menos el orgullo y las piernas se mueven por inercia. Queda ´poco para llegar a la meta.

LLEGAR AL LÍMITE. El reloj marca 101K de carrera. El sol empieza a esconderse nuevamente. Para entonces, el cuerpo y la mente están agotados. No hay gel energético que le devuelva la fuerza a los músculos.

Los bastones son dos extremidad­es más, necesarias para seguir adelante. Llego a la calle Bandurrias. “Suben la calle hasta la tranquera, bajan y ya están en el arco”, nos han explicado. Abajo, a mi izquierda, está la ciudad. La música de la llegada se escucha cada vez más fuerte. Pero la tranquera no aparece. Todo empieza a oscurecers­e. “No soporto más, hasta acá llegué”, pienso. El reloj marca 108K. “Si llegaste a esta altura, vas a cruzar el arco aunque tengas que gatear”, me ordeno.

Diez minutos después encuentro la tranquera. La cruzo y comienzo el descenso hasta el lago Lácar. Estamos a 6 cuadras del arco. No sé de dónde saco fuerzas, pero las últimas 5 cuadras las hago al trote, entre los gritos de aliento de la gente. Me río y lloro lágrimas de desahogo y satisfacci­ón.

La carrera duró 28 horas y cuarenta minutos. Y cruzar el arco fue mucho más que haber cumplido el objetivo. Los dolores musculares pasan a segundo plano. Cuarenta y ocho horas y varios miorrelaja­ntes después, empiezo a pensar en volver a la montaña, la misma que me enseñó que el hombre es capaz de sortear las mayores adversidad­es.

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