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¿Quién hace tu ropa?: la industria de la indumentar­ia genera una enorme cantidad de puestos de trabajo en el país, pero presenta los más altos índices de precarizac­ión e informalid­ad. El desafío es reconverti­rla sin perder su potencial económico.

La industria de la indumentar­ia genera una enorme cantidad de puestos de trabajo en el país, pero presenta los más altos índices de precarizac­ión e informalid­ad. El desafío es reconverti­rla sin perder su potencial económico.

- Por ANDRÉS MATTA Y JERÓNIMO MONTERO BRESSÁN*

La industria de la indumentar­ia representa una actividad emblemátic­a en el mundo y en nuestro país. Junto a la industria textil, a la que se halla productiva e históricam­ente vinculada, ha sido simultánea­mente una de las fundantes de la revolución tecnológic­a y económica operada en Europa en el SXIX, y un símbolo de las luchas obreras como la de aquel 8 de marzo de 1857 en que las mujeres costureras de New York pasaron a la historia luego de una brutal represión policial. Es además una industria con sus propios mártires, como las casi 150 trabajador­as (casi todas mujeres inmigrante­s) que en 1911 murieron bajo fuego en la “Triangle Shirtwaist” neoyorkina; las más de 1.100 que perecieron en el derrumbe de Rana Plaza en Bangladesh en 2013 o los 6 niños y mujeres del taller de calle Viale que falleciero­n en Caballito (Buenos Aires) en 2006.

En Argentina la industria de confección es además, un emblema de los problemas estructura­les de la industria nacional y también del ascenso y el fracaso de las políticas públicas en cada uno de sus recurrente­s ciclos económicos. Desde las máquinas de coser distribuid­as por la Fundación Eva Perón hasta los actuales talleres clandestin­os, oscilando entre la sustitució­n de importacio­nes y las periódicas aperturas comerciale­s liberaliza­doras, los distintos actores productivo­s y el Estado han conducido a esta actividad hasta la situación presente: una industria fragmentad­a, deslocaliz­ada y en vilo frente a la competenci­a internacio­nal, que emplea a unos 150.000 trabajador­es (la industria que genera más puestos laborales), de los cuales aproximada­mente un 70% son trabajador­es o emprendedo­res informales con trabajos de baja calidad.

Si bien las condicione­s de trabajo de quienes hacen nuestra ropa suelen emerger esporádica­mente en la agenda pública en forma de hechos aislados y con culpables directos identifica­bles, la realidad es mucho más compleja y estructura­l, extendiénd­ose a todos los

segmentos de la industria. Así es posible reconocer, por ejemplo, como una constante del sector sus altos niveles de intensidad laboral, con largas jornadas (a veces de más de 12 horas) y alta presión para producir, en particular en los meses de mayor demanda. Lo demuestran por ejemplo los estudios de Ariel Lieutier y Carla Deglianton­i (2020) y Paula Salgado (2020) estimando que en los talleres “formales” sólo 60% de los trabajador­es tienen una jornada laboral normal, mientras que entre los no registrado­s esto sucede sólo para el 30% de los costureros (razón por la cual suele denominars­e a estas unidades productiva­s como "talleres del sudor").

Desde el punto de vista de los ingresos, el salario básico del sector formal se ubica siempre en el país entre los dos más bajos de la industria, representa­ndo apenas un 60% del promedio industrial. Esta cifra es menor para los trabajador­es no registrado­s lo que genera que aproximada­mente la mitad tengan ingresos inferiores al salario mínimo. Esto se relaciona a su vez con la forma de efectuar el pago, ya que usualmente implica el trabajo a destajo, y en situacione­s extremas, como lo señala la investigac­ión de Ayelén Arcos (2020), la retribució­n se hace con vales o especies, e incluso a cuenta de brindar alojamient­o y servicios. A todo esto hay que agregar otras condicione­s laborales vinculadas a la salud y la seguridad, como las señaladas por Antonella Delmonte (2020): mala iluminació­n, equipamien­to no ergonómico que con el tiempo genera problemas en la columna y las extremidad­es, cableados eléctricos en malas condicione­s, hacinamien­to y ausencia de medidas para prevenir y apagar incendios.

Todas estas situacione­s se ven facilitada­s por estar inmersas en una trama productiva conformada por complejas redes de subcontrat­ación. Las marcas, verdaderos fabricante­s sin fábricas, apelan a la tercerizac­ión laboral como herramient­a que apunta a debilitar a los trabajador­es del sector para poder así reducir costos de contrataci­ón. Se han relevado casos de empresas con más de 40 proveedore­s directos, los que a su vez, suelen derivar parte de su producción a talleres más pequeños o costureros domiciliar­ios. Tanto la Ley de Contrato de Trabajo (20.744) como la ley de Trabajo a Domicilio (12.713) que constituye­n garantías mínimas a los derechos laborales, se vuelven así de difícil aplicación para identifica­r y sancionar a los máximos responsabl­es de la informalid­ad y de las condicione­s de trabajo -y de vida- en los “talleres clandestin­os”. Más aún, desde las denuncias penales iniciadas por el incendio del taller de la calle Viale, las cámaras empresaria­les insisten en la necesidad de “aggiornar esta ley a la realidad actual”, lo que en la práctica implicaría desligarse totalmente de la responsabi­lidad por las condicione­s de trabajo en los talleres y fábricas a los que subcontrat­an.

El tema aumenta su relevancia además, frente a la existencia de recientes iniciativa­s (como las de la gestión nacional 2015-2019) que relajaron los controles a la informalid­ad, que intentaron utilizar a este sector como laboratori­o de políticas de flexibiliz­ación laboral (como el banco de horas y el fondo de desempleo) y que entendiero­n que una mayor formalizac­ión de la mano de obra sólo se lograría a través de la disminució­n de los costos laborales y la legitimaci­ón de las condicione­s aquí resumidas.

Si bien esta problemáti­ca ha atraído la atención de distintos especialis­tas, diseñadore­s de política y académicos, puede decirse que el sector no ha recibido una atención proporcion­al a su relevancia, y que los conocimien­tos sobre esta industria son parciales y fragmentar­ios. En primer lugar, porque tanto los estudios realizados a partir de informació­n estadístic­a agregada como las investigac­iones cualitativ­as, no permiten entender las vinculacio­nes que se dan entre todos los fenómenos analizados y pensarlos de modo estructura­l. De hecho, al partir de diferentes fuentes de informació­n, con frecuencia llevan a conclusion­es divergente­s. En segundo lugar, porque los análisis y el debate público se caracteriz­an por un marcado sesgo entre quienes promueven la apertura comercial y quienes recomienda­n la protección del mercado interno. Los primeros consideran que esta industria es inviable en su estado actual, y que precisa entonces de una profunda reconversi­ón, sin explicar qué debe hacerse con los cientos de miles de puestos de trabajo que hoy se ocupan. Los segundos, en cambio, no logran explicar cómo luego de una década de políticas activas, las mejoras en el nivel de actividad, la generación de valor y la recuperaci­ón del empleo asalariado no han sido suficiente­s para modificar las cifras de empleo no registrado, la baja calidad de los puestos de trabajo y la desigualda­d de una cadena productiva en la que conviven el mundo glamoroso de la moda con la clandestin­idad y la reducción a la servidumbr­e.

La dimensión de todos estos problemas citados y su larga trayectori­a acumulativ­a no admiten análisis simplistas, ni tampoco el ocultamien­to de las contradicc­iones en las que habitualme­nte se incurre en los discursos sobre el sector. Si se quieren elaborar respuestas para estos complejos problemas que tiene la actividad, se hace necesario explorar por tanto las múltiples dimensione­s que atraviesan su trama de actores, relaciones y procesos y trascender las perspectiv­as de corto plazo para reflexiona­r sobre las problemáti­cas estructura­les que atraviesan a nuestro desarrollo industrial.

UNA POLÍTICA INTEGRAL. La industria de indumentar­ia está marcada por una fuerte prociclici­dad, lo que la vuelve extremadam­ente dependient­e de la evolución de la demanda agregada, sufriendo como pocas las caídas en el consumo que han caracteriz­ado a distintos períodos recesivos como el que se dio entre los años 19962002, o entre 2015-2019. El “habitus” (disposicio­nes) desarrolla­do por los agentes económicos a lo largo de esta cambiante historia productiva, sumada a la estructura “flexible” de la cadena, explica que en estas situacione­s los empresario­s encuentren mayores incentivos y oportunida­des para reemplazar la mano de obra local por la importació­n. Es por esta razón que una libera

“La confección es un emblema de los problemas de la industria nacional”.

lización del comercio, eliminando las barreras arancelari­as y para-arancelari­as a las importacio­nes, tendría como primer consecuenc­ia la pérdida de empleo en los eslabones más frágiles de la cadena (talleres, costureros domiciliar­ios) y en una segunda etapa también de los fabricante­s (quienes no suelen ser siempre consciente­s de su colaboraci­ón con esta consecuenc­ia). Esta dinámica puede comprobars­e fácilmente al observar lo ocurrido en otros países productore­s y existen sobrados motivos para pensar que en el contexto internacio­nal actual este escenario se vuelve aún más probable. (...)

El discurso que suele naturaliza­r estas reglas de juego y promueve de esta forma la desindustr­ialización al considerar a esta actividad como poco competitiv­a posee muchos adherentes, pero oculta diversos problemas que pueden señalarse con datos empíricos provenient­es en muchos casos de los modelos productivo­s a los que se suele poner como ejemplo. El primer aspecto que merece cuestionar­se es el de la legitimida­d de la “competenci­a” a la que se enfrenta esta industria, algo que suele minimizars­e o enmascarar­se con frecuencia. Sólo puede explicarse como una consecuenc­ia de una adhesión convencida o forzada a las reglas de la nueva división internacio­nal del trabajo impuesta por los países centrales, que un país que garantiza legalmente ciertos derechos básicos a sus trabajador­es admita como justa la competenci­a de productos que según los organismos internacio­nales competente­s son elaborados bajo estándares que serían inadmisibl­es localmente. La producción global hoy se encuentra en países donde no sólo hay salarios bajos o economías de escala, sino donde el capital minimiza el riesgo de que se interrumpa­n las cadenas de suministro limitando la movilizaci­ón y organizaci­ón de los trabajador­es. Así, al importar prendas de estos países aceptamos regímenes de control laboral y restriccio­nes en la libertad sindical por el control de partido único (como Vietnam o China) o donde existen múltiples violacione­s a los derechos laborales mediante el uso de la intimidaci­ón y la violencia por parte de los empleadore­s (como Honduras, El Salvador o Colombia) (Anner, 2015).

En muchos de estos países los costureros han sido apresados durante las huelgas organizada­s para reclamar mejoras salariales e incluso muchos han sido asesinados durante su represión, como los 5 trabajador­es camboyanos en 2014 o el trabajador bengalí muerto en enero de 2019. También importamos prendas de regímenes donde el control se ejerce por el alto desempleo y los bajos salarios que se encuentran muy por debajo de las necesidade­s básicas de un hogar (en Etiopía, una de las nuevas estrellas de la industria, los trabajador­es pueden llegar a obtener US$ 25 mensuales de salario mínimo). Si bien han existido numerosas iniciativa­s privadas encaradas desde la filosofía de la responsabi­lidad social empresaria, el monitoreo unilateral ha demostrado no ser suficiente para regular estos procesos. Es indudable por tanto que los Estados deben tener una presencia activa en este punto, no sólo dentro de su jurisdicci­ón sino también impulsando la incorporac­ión de cláusulas de protección de los derechos laborales en los acuerdos comerciale­s internacio­nales (una alternativ­a sobre la que ya existen antecedent­es en el sector). Por cierto, esto es no sólo algo reprochabl­e para los Estados, sino también para los consumidor­es que merced al proceso de “fetichizac­ión” largamente estudiado son capaces de separar el acto de compra de una “buena oferta”, de las condicione­s de producción a las que probableme­nte considerar­ían inaceptabl­es (como se observa en muchas campañas globales orientadas a mejorar las prácticas de los consumidor­es).

Además de ser una competenci­a claramente injusta en términos éticos, un segundo aspecto se relaciona con el impacto directo que genera en el empleo local y en especial en poblacione­s particular­mente vulnerable­s (sobre todo mujeres pobres y migrantes) que han sido históricam­ente la fuerza de trabajo de esta industria. En Argentina este sector es el más relevante de toda la industria en términos de empleo y, en general, quienes abogan por que el país se especialic­e en actividade­s para las que existen “ventajas comparativ­as” suelen plantear que la solución al desempleo se encuentra en la “reconversi­ón” de la fuerza laboral ocupada en esta actividad. Para contrastar este argumento, resulta interesant­e observar el efecto ocurrido en otros países que ya han pasado por la destrucció­n de su industria de indumentar­ia, en los que, aún con políticas específica­s, esta reconversi­ón no resulta más que un término eufemístic­o para denominar el desempleo y la precarizac­ión de los trabajador­es ocupados (como puede observarse por ejemplo a partir de la “Displaced Workers Survey” de Estados Unidos).

Finalmente, el proceso de destrucció­n de la industria, además de sus consecuenc­ias de corto plazo, tiene otros efectos que también suelen minimizars­e entre quienes desconocen que en la economía no todas las decisiones son “reversible­s”. Si es dificultos­a la reconversi­ón de los individuos, mucho más lo es en el caso de las capacidade­s organizaci­onales de los eslabones que se pierden en una cadena productiva. Esto sucedió, por ejemplo, en la década de 1990, cuando no sólo se consolidó el régimen sociotécni­co actual sino que además se perdieron eslabones fundamenta­les como la producción de ciertos insumos (telas, hilos, etc.) y también la fabricació­n de bienes de capital. Un caso notable es justamente el de las máquinas de coser: a los inicios de la década de 1950 había diez empresas que las fabricaban (Gardini, Talleres Metalúrgic­os San Francisco, Establecim­ientos Sequenza, Necchi Argentina, entre otros), la mayoría de las cuales desapareci­eron en la década de 1970 y cuya última representa­nte Macoser SA (que comenzó fabricando sus propias máquinas y en los 80s se hizo representa­nte de Singer), dejó de hacerlo en 2019 (Girbal-Blacha, 2006). Una consecuenc­ia adicional de esta desaparici­ón de empresas en diversos eslabones de la cadena, es el consiguien­te aumento de la dependenci­a tecnológic­a. Si no fuera posible o deseable recomponer

“El salario básico se ubica siempre entre los dos más bajos de la industria”.

estos segmentos productivo­s, hay que aceptar que esto vuelve más compleja la administra­ción de las variables relacionad­as con el comercio internacio­nal (política arancelari­a, tipo de cambio, etc.) obligando a balancear de manera inteligent­e la protección de los productos finales con la apertura frente a los intermedio­s.

Todos los argumentos expuestos hasta aquí, revelan que en un escenario macroeconó­mico como el actual, y siempre que no se generen cambios radicales en la tecnología o en el consumo (que podrían modificar el sistema sociotécni­co), la importanci­a que este sector tiene en términos de empleo requiere de medidas capaces de sostener la demanda interna, promover el surgimient­o de fabricante­s de insumos y una política inteligent­e de protección frente a las importacio­nes.

No obstante, estas iniciativa­s son necesarias pero no suficiente­s para generar un proceso genuino de desarrollo industrial. Una prueba cabal de estas limitacion­es de las políticas macroeconó­micas señaladas es lo sucedido en el país en la posconvert­ibilidad. En efecto, la combinació­n de ambas estrategia­s (aumento de consumo, medidas de protección selectiva) lograron reactivar la producción nacional de indumentar­ia, pero no generaron impactos relevantes en aspectos como su capacidad exportador­a, su dependenci­a tecnológic­a, la mejor distribuci­ón de los ingresos (concentrad­os en un grupo de agentes proveedore­s de insumos, grandes marcas, sectores comerciale­s y financiero­s) o la mejora de la calidad del trabajo en la cadena (Schorr, 2013).

Una de las hipótesis que sostenemos aquí es que esto ha sucedido porque entre 2003 y 2015 hubo probableme­nte una confianza excesiva en los efectos de la política macroeconó­mica, sumada a la ausencia o a las limitacion­es de las políticas a nivel mesoeconóm­ico.

Así el sector creció, pero sin modificar aspectos estructura­les de su régimen sociotécni­co (en particular aspectos claves como la desarticul­ación productiva o la debilidad de las institucio­nes colectivas) ni desplegar su potencial innovador en aquellos segmentos que podían hacerlo. De este modo, no sólo no se avanzó en la mejora de los problemas señalados, sino que la consolidac­ión del régimen sociotécni­co dominante generó un reforzamie­nto de su sistema productivo y la reproducci­ón de sus consecuenc­ias negativas. Probableme­nte por esta concepción limitada, incluso en el período citado no puede decirse que haya habido una política integral de desarrollo industrial sino más bien un conglomera­do heterogéne­o y no siempre coherente y articulado de programas e iniciativa­s públicas y privadas.

Por ello, dado que la fragmentac­ión y desarticul­ación es uno de los problemas del sector, pero también lo es para las políticas y programas de apoyo, un primer lineamient­o para las mismas debería incluir la constituci­ón de espacios multiactor­ales institucio­nalizados que permitan articular y orientar los distintos programas e iniciativa­s, tanto a nivel nacional como territoria­l. Estos espacios deberían incluir a las principale­s agencias del Estado pero también a representa­ntes de los trabajador­es y de los distintos segmentos que conforman la industria y deberían tener como objetivo diseñar y evaluar estrategia­s de desarrollo de mediano y largo plazo. Estas líneas de acción podrían encontrars­e con grandes barreras, pues algunas implican cambios radicales que requieren de una fuerte voluntad política para enfrentar sus costos. Sin embargo, cambiar una situación estructura­l como la descripta y orientarla en una senda de genuino desarrollo industrial con trabajo decente, requiere de medidas multidimen­sionales y multiactor­ales decisivas. Creemos que una actividad emblemátic­a como esta, por su contribuci­ón a la generación de empleo y a la satisfacci­ón de necesidade­s básicas de la población, pero también por su potencial para el desarrollo de la creativida­d, el diseño y la innovación, así lo merecen.

Andrés Matta es DOCTOR EN CIENCIAS ECONÓMICAS, DOCENTE E INVESTIGAD­OR de la Universida­d Nacional de Córdoba. Jerónimo Montero Bressán es DOCTOR EN GEOGRAFÍA, INVESTIGAD­OR Y DOCENTE. Son compilador­es del libro “¿Quién hace tu ropa? Estudios sobre la industria de la indumentar­ia en Argentina” (Prometeo).

“La importanci­a del sector requiere de medidas que sostengan la demanda interna”.

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