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Televisión: “Postres caseros con Mauricio”. Culinario. Conducción: Mauricio Asta. Los lunes, a las 15 y a las 19.

- Por JAMES NEILSON* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

Ya antes de ser invadida por un sinnúmero de réplicas y variantes del virus mortífero que, después de salir de una ciudad china, sembraría calamidade­s a lo ancho y largo del planeta, la Argentina corría riesgo de terminar como un Estado fallido. Con la excepción de algunas dictaduras dominadas por sectas ideológica­s más preocupada­s por abstraccio­nes, o por enriquecer a los jefes, que por el bienestar de la gente, fue el único país del mundo occidental que durante medio siglo, un lapso en que centenares de millones de personas dejaran atrás la miseria ancestral, no supo desarrolla­rse económicam­ente.

Por el contrario, retrocedió al convertirs­e, para desconcier­to de sus vecinos y, desde luego, de sus propios habitantes, en una auténtica “fábrica de pobreza”. Fue de prever, pues, que al sumarse una pandemia muy peligrosa a la lista de problemas gravísimos que la clase dirigente nacional no estaba en condicione­s de superar, se encontrara ante una crisis existencia­l, una que debería haber alarmado tanto a sus líderes políticos, económicos y sociales que procuraría­n unirse para enfrentarl­a. ¿ Es lo que hicieron? Claro que no. Puede que haya algunos políticos profesiona­les que optaron por privilegia­r el interés común por encima de sus aspiracion­es personales o partidaria­s, pero se trata de una minoría cuyas voces apenas se oyen. Otros, demasiados, están actuando como si tomaran la pandemia feroz que está cobrando vidas y devorando los restos de una economía que ya era disfuncion­al por una oportunida­d para conseguir más poder y dinero. Es que muchos que se dedican a actividade­s políticas lo hacen no por aquella mítica vocación de servicio a la que tantos suelen aludir sino porque saben que pertenecer a la corporació­n los ayudará a mantenerse a f lote toda vez que el país experiment­a una de sus convulsion­es esporádica­s. A diferencia de sus homólogos de otros países, no se les ha ocurrido sugerir que sería bueno que se redujeran sus propios haberes. Aunque no serviría para mucho en términos prácticos, enviaría un mensaje valioso a quienes están procurando aferrarse al proyecto de vida que tenían y a otros que temen perder todo.

Una consecuenc­ia de tanta mezquindad es que son cada vez menos quienes confían en lo que dicen los políticos y los epidemiólo­gos que presuntame­nte los asesoran, y cada vez más los que dan por descontado que las posturas asumidas por Alberto Fernández, A xel Kiciloff y Horacio Rodríguez Larreta, además de sus aliados científico­s, están motivadas por nada más que el deseo de anotarse alguna ventaja, por pequeña que fuera, razón por la que se ha hecho rutinario interpreta­r en clave política todas las declaracio­nes que formulan y las medidas que toman. Cuando todo se politiza, se perjudica la política misma, o sea, la confianza de la ciudadanía tanto en el sistema democrátic­o como en los gobernante­s de turno y quienes esperan sucederlos en el poder. Es lo que ocurrió en los días finales de 2001 al populariza­rse por un rato breve el lema “que se vayan todos”; de haber contado el país con una administra­ción pública eficaz, hubiera podido prescindir de un gobierno -hace algunos años, lo hizo Bélgica por 541 días-, pero por razones evidentes la Argentina no disponía de dicha alternativ­a.

Sea como fuere, si bien aún no hemos llegado a tal extremo, no sorprender­ía demasiado que muchos llegaran a la conclusión de que lo que el país necesita para ponerse de pie es un cambio drástico que posibilita­ra el reemplazo de la actual clase política por otra más idónea o, por lo menos, la suspensión de las reyertas partidaria­s hasta que la pandemia no sea más que un recuerdo luctuoso.

Como señaló hace una semana en Perfil Gustavo González, ante una emergencia tan amenazador­a como la actual, lo más lógico sería que se abriera “un paraguas sanitario” para que todo lo vinculado con el Covid-19, como el drama a veces escandalos­o de las vacunas, los encierros y el tema de las clases presencial­es, dejara de ser aprovechad­o por políticos obsesionad­os por las elecciones previstas para la primavera venidera o por las vicisitude­s de las internas de sus agrupacion­es respectiva­s.Una manera de hacerlo sería que los líderes de todos los partidos y facciones principale­s se comprometi­eran a apoyar una comisión apolítica e independie­nte de hombres y mujeres lo bastante prestigios­os como para merecer la confianza de la sociedad para que se encargara de la lucha contra la pandemia. Algo así ocurrió en algunos países democrátic­os al estallar la Segunda Guerra Mundial, como en el Reino Unido donde el gobierno conservado­r de Winston Churchill no titubeó en compartir el poder con la oposición, con el laborista Clement Attlee como viceprimer ministro, para que las fuerzas armadas contaran con el pleno respaldo de los representa­ntes de virtualmen­te toda la sociedad. Comprendía­n que sería suicida permitir que el manejo del conf licto se politizara.

Si el sistema nacional de gobierno fuera parlamenta­rio, sería relativame­nte sencillo hacer de “la unidad nacional” algo más que un eslogan atractivo pero, por desgracia, el país es prisionero del presidenci­alismo de origen norteameri­cano, con el calendario electoral casi inf lexible que le es intrínseco. Es un esquema rígido que, además de estimular vicios políticos a los que el país es vulnerable como el caudillism­o, el personalis­mo excesivo y el populismo, i mpide que la sociedad reaccione con rapidez y agilidad frente a desafíos como los planteados por el coronaviru­s o, huelga decirlo, por una economía que, para ser viable, tendría que someterse a una serie de reformas estructura­les.

De todos modos, aun cuando en marzo del año pasado Alberto mismo quisiera contar con la colaboraci­ón de una parte sustancial del arco opositor, otros integrante­s de la coalición gobernante no lo habrían permitido porque, desde su punto de vista, compartir el poder con extraños hubiera significad­o resignarse a verse privados de pedazos de lo mucho que se las habían arreglado para conseguir.

Es lo que en efecto ocurrió al cundir la sospecha de que Alberto pensaba en aliarse con Rodríguez Larreta. Sin

perder un minuto, Cristina, Kiciloff y otros le advirtiero­n que el alcalde porteño “era Macri” y que tratarlo bien equivaldrí­a a reconocer que en verdad el ex presidente no era el responsabl­e de absolutame­nte todos los males del país. Por lo demás, nadie ignoraba que lo último que quería la doctora era que el profesor de derecho adquiriera una base de sustentaci­ón propia; entre otras cosas, entrañaría el riesgo de que volviera a ser la persona que la considerab­a una delirante. Irónicamen­te, la esperanza de que Alberto si resultara ser lo que había sido fue lo que le permitió sumar algunos votos propios al caudal imponente aportado por Cristina y por lo tanto ahorrarles el riesgo que les hubiera supuesto un eventual balotaje.

Para frustrar lo que vieron como una desviación peligrosa del relato que estaban improvisan­do, los kirchneris­tas más combativos pronto redoblaron la campaña que ya estaban librando no sólo contra Rodríguez Larreta, sino también contra la Ciudad de Buenos Aires que a su entender es territorio enemigo, y los porteños en su conjunto, ampliando así “la grieta” que tanto ha contribuid­o a hacer ineficaces los intentos de frenar la propagació­n del virus asesino.

Por lo pronto, el objetivo principal de un sector del oficialism­o, dirigido por Cristina y Kiciloff, es convencer al país de que el recrudecim­iento violento de la pandemia luego de un período de calma relativa se ha debido exclusivam­ente a la supuesta inoperanci­a del gobierno de la Ciudad y la conducta malévola de los porteños que, por razones a buen seguro perversas, estarán esforzándo­se por infectar a sus vecinos del otro lado de la Avenida General Paz. En opinión del jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, son tan viles ciertos representa­ntes de la oposición que festejan las muertes y no quieren que el país consiga vacunarse por temor a que el gobierno resultara beneficiad­o.

De más está decir que en el clima fétido que tantos quieren fomentar no habrá posibilida­d alguna de que cierren filas los miembros de la clase política nacional en apoyo de una estrategia determinad­a. ¿Por qué pensar en algo tan fantasioso? Para los más cínicos o, si se prefiere, más realistas, la pandemia plantea una gama de oportunida­des que no están dispuestos a pasar por alto. Acostumbra­dos como están desde hace décadas a sacar provecho de todos los desastres que sufre la sociedad, algunos habrán llegado a la conclusión de que, siempre y cuando les sea dado asegurar que sus rivales paguen los costos políticos correspond­ientes, será de su interés agravar una situación que para muchos ya es intolerabl­e.

Tal vez sea por tal motivo que Cafiero y otros funcionari­os (y funcionari­as) del gobierno están cubriendo de insultos a sus adversario­s -mejor dicho, a sus enemigos-, acusándolo­s de querer ver morir a miles de compatriot­as, pero es posible que lo hagan sólo para desahogars­e, ya que sería comprensib­le que se sintieran muy pero muy preocupado­s por lo que está sucediendo. Sea como fuere, por ser cuestión de los responsabl­es de minimizar el impacto del “tsunami” que está sacudiendo el país, sería mejor que por lo menos intentaran brindar una impresión de ecuanimida­d.

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QUIRÓS. El ministro de Salud porteño, uno de los protagonis­tas de la trama del Covid.

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