En busca del verdadero Joe Biden
Un líder auténtico que, lejos de ser un centrista nato, se conformó con acompañar el consenso de turno.
Para algunos, Joe Biden es un anciano de salud mental precaria que se deja manipular por el ala radical del Partido Demócrata. Es lo que decía Donald Trump antes de darse cuenta de que no le sería tan fácil derrotarlo en las elecciones como había creído. Para otros, el veterano de mil batallas políticas ha resultado ser un líder auténtico que, lejos de ser un centrista nato como haría pensar lo que hizo en el transcurso de su larguísima trayectoria legislativa en que se conformó con acompañar el consenso de turno, comparte plenamente los objetivos de los que quieren dotar a su país de instituciones de bienestar social parecidas a las de Europa y, mientras tanto, cambiar drásticamente la cultura política nacional. Desde el punto de vista de sus admiradores, que incluyen a los responsables de los medios periodísticos más influyentes, es una reencarnación de Franklin Delano Roosevelt que, como él, asumió el poder cuando Estados Unidos estaba sumido en una crisis traumática.
Al iniciar Roosevelt su primera gestión en marzo de 1933, su país era el epicentro de una gran depresión económica. Hasta hace muy poco, cuando Biden y su equipo se instalaban en el poder, lo fue de la pandemia. Por fortuna, la llegada de una serie de vacunas eficaces significará que “la solución” sería menos costosa que la Segunda Guerra Mundial que, más que el “New Deal” (Nuevo Trato) de Roosevelt, puso fin al letargo económico en que había caído tanto Estados Unidos como buena parte del planeta, pero, tal y como sucedió casi noventa años antes, el desastre ha dado al gobierno norteamericano un pretexto nada arbitrario para querer cumplir un papel protagónico en la recuperación. Trump intentó hacerlo al estimular el desarrollo ultrarrápido de las vacunas y repartir mucha plata entre las víctimas económicas del coronavirus, pero, mal que le pese al magnate pugnaz, le ha correspondido a Biden encargarse del programa de vacunación bastante exitoso que su antecesor despreciado hizo posible.
De
más está decir que la imagen de Biden no es un detalle menor. Tanto en el resto del mundo como en Estados Unidos mismo, la impresión brindada por el ocupante de la Casa Blanca importa mucho. Si los chinos, rusos, iraníes y otros que se oponen al orden mundial administrado hasta cierto punto por la superpotencia reinante lo toman por un personaje vacilante, no titubearán en aprovechar lo que para ellos sería una oportunidad irresistible para conseguir ventajas estratégicas, lo que obligaría a Washington a optar entre ceder frente a sus pretensiones y asumir una postura más agresiva.
En las semanas últimas, Xi Jinping, Vladimir Putin y los ayatolás han procurado intimidar a sus vecinos con el propósito evidente de ver cómo Biden reaccionaría. Aún no saben si la retirada de las tropas norteamericanas de Afganistán, donde no pudieron poner fin a los Taliban o a otras bandas de jihadistas, debería tomarse por un síntoma de debilidad extrema o de realismo geopolítico despiadado.
En el plano interno, los republicanos quisieran saber si Biden está realmente a cargo del gobierno o si es una especie de títere en manos de un cabal radical encabezado por la vicepresidente Kamala Harris, una señora a la que atribuyen aspiraciones revolucionarias. Asimismo, la voluntad declarada de Biden de aumentar el papel del Estado ha alarmado a los muchos que no confían en la capacidad de burócratas politizados de manejar una economía tan gigantesca y dinámica como la norteamericana. También los hay que temen que los programas sociales impulsados por Biden terminen perjudicando a los presuntamente beneficiados al transformarlos en dependientes del Estado, cuando no de un partido político determinado; recuerdan que una de las consecuencias no previstas de las reformas similares de hace medio siglo que emprendió el presidente Lyndon Johnson fue la destrucción de la familia negra; en la actualidad, más del 70 por ciento de los chicos crecen sin su padre en el hogar.
Aunque
es de suponer que Biden espera que el enorme paquete de ayuda social que ha enviado al Congreso sirva para que los demócratas recuperen el apoyo de aquellos trabajadores mayormente blancos que votaron por Donald Trump en las elecciones del año pasado, no hay ninguna garantía de que sea suficiente como para modificar la actitud de quienes se sienten amenazados por la militancia ya oficialista a favor de las presuntas víctimas del “racismo sistemático” que, según muchos dirigentes demócratas, sigue siendo característico de Estados Unidos. ¿Están en lo cierto? Si bien hay buenos motivos para creer que, con la excepción de algunos sujetos tenaces que se aferran a sus prejuicios, los norteamericanos han dejado de preocuparse por las diferencias étnicas, activistas de la nueva izquierda y, a juzgar por lo que dice, Biden, insisten en que muy poco ha cambiado en las décadas últimas, ya que hasta los blancos que nunca soñarían con discriminar en contra de nadie por el color de su piel son, sin darse cuenta, congénitamente culpables de pensar mal de todas las personas de piel oscura.
El resultado un tanto paradójico de la voluntad interesada de continuar la lucha de quienes han hecho del “antirracismo” su razón de ser, es asegurar que las identidades étnicas sean consideradas prioritarias. No les interesa el “sueño” de Martín Luther King de que un día “mis hijos vivan en un país en que no sean juzgados por el color de su piel sino por su carácter.” Puede que el tradicional racismo blanco estuviera a punto de desaparecer, pero los militantes del movimiento “Las vidas negras importan”, de origen declaradamente marxista, se las han arreglado para reavivarlo.
Huelga decir que el éxito de la campaña violenta que están librando podría tener consecuencias nada buenas: si la hipotética identidad racial de cada uno es tan significante como dicen, sería natural que muchos blancos optaran por defenderse contra los intentos de privarlos de sus supuestos “privilegios”. También lo sería que muchos “hispanos” decidieran hacer valer lo suyo, lo que perjudicaría a los militantes negros; los norteamericanos de procedencia “latina” ya conforman la primera minoría de su país.
De
todos modos, además de acusar a los policías de ser los enemigos principales de la “comunidad negra”, los demócratas más radicales quieren que las instituciones educativas convenzan a los jóvenes que Estados Unidos sigue siendo un país de mentalidad esclavista que tiene que hacer frente a un pasado criminal. Para satisfacción de los escépticos, sus esfuerzos por “descolonizar” las materias académicas, purgándolas de lo heredado de pensadores estigmatizados como eurocéntricos, han llevado a algunas conclusiones sorprendentes.
Parecería que para los progresistas más entusiastas la matemática misma es defectuosa por basarse en conceptos “blancos” como la noción que dos y dos siempre son cuatro, que hay
verdades objetivas que es necesario respetar y la convicción de que en ocasiones las teorías de científicos blancos muertos valen más que la sabiduría popular de pueblos calificados de primitivos o, si se prefiere, pre-modernos. Así pues, presionados por los militantes del nuevo racismo los encargados del muy prestigioso Museo Smithsonian de Washington, que se jacta de ser el “complejo educativo y de investigación más grande del mundo”, informaron a los norteamericanos que la racionalidad, lo mismo que suponer que es bueno trabajar bien, ser cortés y sentirse responsable por lo que uno hace, son conceptos típicamente “blancos” y por lo tanto racistas.
Por razones comprensibles, el que la facción actualmente más influyente del Partido Demócrata, con la aprobación de Biden, haya querido subordinar virtualmente todo lo demás a un programa de ingeniería social preocupa no sólo a quienes temen por el lugar que ocupen sus propios hijos en el mundo feliz que les aguarda sino también a los convencidos de que el futuro de Estados Unidos dependerá del nivel educativo alcanzado por sus habitantes más talentosos. Si bien el régimen chino finge ser aún más izquierdista que el gobierno de Biden, cuando de la educación se trata difícilmente podría ser más derechista. Como ha sido el caso desde hace mucho más de mil años, en China la educación es brutalmente competitiva. Asimismo, los jerarcas nominalmente comunistas han aprendido mucho de los desastres que fueron ocasionados a su país por las “guardias rojas” de Mao; a buen seguro les gusta lo que sus equivalentes norteamericanos están haciendo en
Estados Unidos.
Lo mismo que Trump, Biden entiende que China es un rival más formidable de lo que era la Unión Soviética y que, siempre y cuando en el futuro inmediato no sufra convulsiones comparables con las muchas que ha experimentado a través de los siglos, podría llegar a reemplazarlo como la superpotencia hegemónica. Sería de suponer, pues, que Biden haría lo posible por mantener las ventajas con las que aún cuenta su país en la carrera educativa, sobre todo en materias relacionadas con las llamadas “ciencias duras”, pero parecería que está dispuesto a sacrificarlas en un esfuerzo por impedir que estudiantes blancos y asiáticos sigan dominando las facultades científicas de las universidades más elitistas, ya que, conforme a funcionarios influyentes de su gobierno, el desempeño llamativamente inferior de los negros e “hispanos” en tales disciplinas tiene forzosamente que ser consecuencia
del racismo estructural.