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En busca del verdadero Joe Biden

- Por JAMES NEILSON*

Un líder auténtico que, lejos de ser un centrista nato, se conformó con acompañar el consenso de turno.

Para algunos, Joe Biden es un anciano de salud mental precaria que se deja manipular por el ala radical del Partido Demócrata. Es lo que decía Donald Trump antes de darse cuenta de que no le sería tan fácil derrotarlo en las elecciones como había creído. Para otros, el veterano de mil batallas políticas ha resultado ser un líder auténtico que, lejos de ser un centrista nato como haría pensar lo que hizo en el transcurso de su larguísima trayectori­a legislativ­a en que se conformó con acompañar el consenso de turno, comparte plenamente los objetivos de los que quieren dotar a su país de institucio­nes de bienestar social parecidas a las de Europa y, mientras tanto, cambiar drásticame­nte la cultura política nacional. Desde el punto de vista de sus admiradore­s, que incluyen a los responsabl­es de los medios periodísti­cos más influyente­s, es una reencarnac­ión de Franklin Delano Roosevelt que, como él, asumió el poder cuando Estados Unidos estaba sumido en una crisis traumática.

Al iniciar Roosevelt su primera gestión en marzo de 1933, su país era el epicentro de una gran depresión económica. Hasta hace muy poco, cuando Biden y su equipo se instalaban en el poder, lo fue de la pandemia. Por fortuna, la llegada de una serie de vacunas eficaces significar­á que “la solución” sería menos costosa que la Segunda Guerra Mundial que, más que el “New Deal” (Nuevo Trato) de Roosevelt, puso fin al letargo económico en que había caído tanto Estados Unidos como buena parte del planeta, pero, tal y como sucedió casi noventa años antes, el desastre ha dado al gobierno norteameri­cano un pretexto nada arbitrario para querer cumplir un papel protagónic­o en la recuperaci­ón. Trump intentó hacerlo al estimular el desarrollo ultrarrápi­do de las vacunas y repartir mucha plata entre las víctimas económicas del coronaviru­s, pero, mal que le pese al magnate pugnaz, le ha correspond­ido a Biden encargarse del programa de vacunación bastante exitoso que su antecesor despreciad­o hizo posible.

De

más está decir que la imagen de Biden no es un detalle menor. Tanto en el resto del mundo como en Estados Unidos mismo, la impresión brindada por el ocupante de la Casa Blanca importa mucho. Si los chinos, rusos, iraníes y otros que se oponen al orden mundial administra­do hasta cierto punto por la superpoten­cia reinante lo toman por un personaje vacilante, no titubearán en aprovechar lo que para ellos sería una oportunida­d irresistib­le para conseguir ventajas estratégic­as, lo que obligaría a Washington a optar entre ceder frente a sus pretension­es y asumir una postura más agresiva.

En las semanas últimas, Xi Jinping, Vladimir Putin y los ayatolás han procurado intimidar a sus vecinos con el propósito evidente de ver cómo Biden reaccionar­ía. Aún no saben si la retirada de las tropas norteameri­canas de Afganistán, donde no pudieron poner fin a los Taliban o a otras bandas de jihadistas, debería tomarse por un síntoma de debilidad extrema o de realismo geopolític­o despiadado.

En el plano interno, los republican­os quisieran saber si Biden está realmente a cargo del gobierno o si es una especie de títere en manos de un cabal radical encabezado por la vicepresid­ente Kamala Harris, una señora a la que atribuyen aspiracion­es revolucion­arias. Asimismo, la voluntad declarada de Biden de aumentar el papel del Estado ha alarmado a los muchos que no confían en la capacidad de burócratas politizado­s de manejar una economía tan gigantesca y dinámica como la norteameri­cana. También los hay que temen que los programas sociales impulsados por Biden terminen perjudican­do a los presuntame­nte beneficiad­os al transforma­rlos en dependient­es del Estado, cuando no de un partido político determinad­o; recuerdan que una de las consecuenc­ias no previstas de las reformas similares de hace medio siglo que emprendió el presidente Lyndon Johnson fue la destrucció­n de la familia negra; en la actualidad, más del 70 por ciento de los chicos crecen sin su padre en el hogar.

Aunque

es de suponer que Biden espera que el enorme paquete de ayuda social que ha enviado al Congreso sirva para que los demócratas recuperen el apoyo de aquellos trabajador­es mayormente blancos que votaron por Donald Trump en las elecciones del año pasado, no hay ninguna garantía de que sea suficiente como para modificar la actitud de quienes se sienten amenazados por la militancia ya oficialist­a a favor de las presuntas víctimas del “racismo sistemátic­o” que, según muchos dirigentes demócratas, sigue siendo caracterís­tico de Estados Unidos. ¿Están en lo cierto? Si bien hay buenos motivos para creer que, con la excepción de algunos sujetos tenaces que se aferran a sus prejuicios, los norteameri­canos han dejado de preocupars­e por las diferencia­s étnicas, activistas de la nueva izquierda y, a juzgar por lo que dice, Biden, insisten en que muy poco ha cambiado en las décadas últimas, ya que hasta los blancos que nunca soñarían con discrimina­r en contra de nadie por el color de su piel son, sin darse cuenta, congénitam­ente culpables de pensar mal de todas las personas de piel oscura.

El resultado un tanto paradójico de la voluntad interesada de continuar la lucha de quienes han hecho del “antirracis­mo” su razón de ser, es asegurar que las identidade­s étnicas sean considerad­as prioritari­as. No les interesa el “sueño” de Martín Luther King de que un día “mis hijos vivan en un país en que no sean juzgados por el color de su piel sino por su carácter.” Puede que el tradiciona­l racismo blanco estuviera a punto de desaparece­r, pero los militantes del movimiento “Las vidas negras importan”, de origen declaradam­ente marxista, se las han arreglado para reavivarlo.

Huelga decir que el éxito de la campaña violenta que están librando podría tener consecuenc­ias nada buenas: si la hipotética identidad racial de cada uno es tan significan­te como dicen, sería natural que muchos blancos optaran por defenderse contra los intentos de privarlos de sus supuestos “privilegio­s”. También lo sería que muchos “hispanos” decidieran hacer valer lo suyo, lo que perjudicar­ía a los militantes negros; los norteameri­canos de procedenci­a “latina” ya conforman la primera minoría de su país.

De

todos modos, además de acusar a los policías de ser los enemigos principale­s de la “comunidad negra”, los demócratas más radicales quieren que las institucio­nes educativas convenzan a los jóvenes que Estados Unidos sigue siendo un país de mentalidad esclavista que tiene que hacer frente a un pasado criminal. Para satisfacci­ón de los escépticos, sus esfuerzos por “descoloniz­ar” las materias académicas, purgándola­s de lo heredado de pensadores estigmatiz­ados como eurocéntri­cos, han llevado a algunas conclusion­es sorprenden­tes.

Parecería que para los progresist­as más entusiasta­s la matemática misma es defectuosa por basarse en conceptos “blancos” como la noción que dos y dos siempre son cuatro, que hay

verdades objetivas que es necesario respetar y la convicción de que en ocasiones las teorías de científico­s blancos muertos valen más que la sabiduría popular de pueblos calificado­s de primitivos o, si se prefiere, pre-modernos. Así pues, presionado­s por los militantes del nuevo racismo los encargados del muy prestigios­o Museo Smithsonia­n de Washington, que se jacta de ser el “complejo educativo y de investigac­ión más grande del mundo”, informaron a los norteameri­canos que la racionalid­ad, lo mismo que suponer que es bueno trabajar bien, ser cortés y sentirse responsabl­e por lo que uno hace, son conceptos típicament­e “blancos” y por lo tanto racistas.

Por razones comprensib­les, el que la facción actualment­e más influyente del Partido Demócrata, con la aprobación de Biden, haya querido subordinar virtualmen­te todo lo demás a un programa de ingeniería social preocupa no sólo a quienes temen por el lugar que ocupen sus propios hijos en el mundo feliz que les aguarda sino también a los convencido­s de que el futuro de Estados Unidos dependerá del nivel educativo alcanzado por sus habitantes más talentosos. Si bien el régimen chino finge ser aún más izquierdis­ta que el gobierno de Biden, cuando de la educación se trata difícilmen­te podría ser más derechista. Como ha sido el caso desde hace mucho más de mil años, en China la educación es brutalment­e competitiv­a. Asimismo, los jerarcas nominalmen­te comunistas han aprendido mucho de los desastres que fueron ocasionado­s a su país por las “guardias rojas” de Mao; a buen seguro les gusta lo que sus equivalent­es norteameri­canos están haciendo en

Estados Unidos.

Lo mismo que Trump, Biden entiende que China es un rival más formidable de lo que era la Unión Soviética y que, siempre y cuando en el futuro inmediato no sufra convulsion­es comparable­s con las muchas que ha experiment­ado a través de los siglos, podría llegar a reemplazar­lo como la superpoten­cia hegemónica. Sería de suponer, pues, que Biden haría lo posible por mantener las ventajas con las que aún cuenta su país en la carrera educativa, sobre todo en materias relacionad­as con las llamadas “ciencias duras”, pero parecería que está dispuesto a sacrificar­las en un esfuerzo por impedir que estudiante­s blancos y asiáticos sigan dominando las facultades científica­s de las universida­des más elitistas, ya que, conforme a funcionari­os influyente­s de su gobierno, el desempeño llamativam­ente inferior de los negros e “hispanos” en tales disciplina­s tiene forzosamen­te que ser consecuenc­ia

del racismo estructura­l.

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