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CIudadanía en armas: El uso de la fuerza en la vida política de Latinoamér­ica fue parte de un juego de poder habitual en la constituci­ón de las nuevas repúblicas. Qué papel jugaba la milicia. Cómo se interpreta­ron las revolucion­es con posteriori­dad. Por H

El uso de la fuerza en la vida política de Latinoamér­ica fue parte de un juego de poder habitual en la constituci­ón de las nuevas repúblicas. Qué papel jugaba la milicia. Cómo se interpreta­ron las revolucion­es con posteriori­dad.

- Por HILDA SABATO*

El recurso a las armas fue un rasgo persistent­e de la política hispanoame­ricana del siglo XIX. Bajo la forma de revolucion­es y levantamie­ntos de distinto tipo, los actores políticos recurrían a la fuerza militar para cuestionar, desafiar y eventualme­nte deponer a los poderes de turno. No se trataba de una práctica excepciona­l sino de un mecanismo aceptado de intervenci­ón política y numerosas acciones de este tipo, exitosas o fallidas, tuvieron lugar en la mayoría de los países de la región.

En México, por ejemplo, se produjeron más de 1500 “pronunciam­ientos” entre 1821, cuando el Plan de Iguala proclamó la independen­cia, y 1876, cuando el Plan de Tuxtepec abrió el camino para el ascenso de Porfirio Díaz al poder. Se trataba de manifiesto­s que cuestionab­an y presionaba­n a las autoridade­s con demandas de diversa índole y que muchas veces –aunque no siempre- culminaban en un levantamie­nto militar contra ellas. En la Argentina, al otro lado del continente, un observador contó 117 acciones armadas entre 1862 y 1868, cifra superada por las que tuvieron lugar tanto a escala nacional como local durante el resto del siglo. Chile, por su parte, muestra un número más bajo de levantamie­ntos de este tipo, pero de todas formas experiment­ó cuatro intervenci­ones armadas importante­s en los años 182930, 1851, 1859 y 1891, destinadas a deponer a las autoridade­s nacionales. Y Colombia vivió una guerra cada siete años, mientras el resto de las repúblicas hispanoame­ricanas registran situacione­s similares.

Esta historia ha sido contada muchas veces, desde distintas perspectiv­as, dando lugar a interpreta­ciones muy diversas sobre el sostenido uso de la fuerza y el despliegue de recursos armados como rasgos muy extendidos en la vida política de la región. Más allá de las diferencia­s entre ellas, casi todas coinciden en el carácter arcaico de ese tipo de prácticas, enraizadas en hábitos políticos tradiciona­les que obstaculiz­aban el tránsito hacia la modernizac­ión. En una crítica pionera a estas percepcion­es, incluida en un volumen colectivo publicado en el año 2000, Rebecca Earle llamó a dejar de lado las

versiones entonces prevalecie­ntes que representa­ban al siglo XIX latinoamer­icano como “un período de caos épico” y, a partir de los ensayos que integraban ese volumen, propuso que “elecciones, pronunciam­ientos y revueltas quizá deban ser considerad­os como parte del funcionami­ento normal, aunque problemáti­co, de la política decimonóni­ca”. Desde entonces, la historiogr­afía ha revisado este tema bajo nuevas perspectiv­as, tratando de entender en contexto tanto las revolucion­es como otras formas de confrontac­ión armada en Hispanoamé­rica.

En el marco republican­o adoptado por la región, la figura del ciudadano en armas ocupó un lugar central ente los valores y las institucio­nes que rigieron el autogobier­no a partir de la independen­cia. Desde entonces y a lo largo de casi todo el siglo, como vimos, los ciudadanos, en tanto guardianes de la soberanía popular, tenían el derecho y la obligación de portar armas en defensa de la libertad, de cara a los posibles abusos de poder por parte de los gobiernos de turno. El derecho a la insurrecci­ón anclaba en la teoría de los derechos naturales –aceptada ampliament­e en la época con precedenci­a a la ley positiva- y abrió el camino a la impugnació­n de las autoridade­s vigentes por presunta tendencia al despotismo así como a la utilizació­n de recursos armados para sostener ese cuestionam­iento. En términos republican­os, el accionar contra una autoridad despótica no era solo un derecho sino que constituía además una obligación, un deber cívico.

Las revolucion­es en Hispanoamé­rica se fundaban en ese derecho. En sintonía con el uso entonces prevalecie­nte del término “revolución”, los revolucion­arios luchaban por la restauraci­ón de libertades perdidas y exigían el retorno a un orden institucio­nal previo, presuntame­nte violado por un gobierno despótico. En ese marco, las revolucion­es no se entendían como ruptura, sino más bien lo contrario. En el camino al poder, donde las elecciones cumplían un papel legal primordial, la consiguien­te movilizaci­ón militar de los ciudadanos constituía un paso legítimo posible en un continuum de acciones políticas que podían desembocar en un levantamie­nto. De hecho, el cuestionam­iento de las elecciones se encontraba entre los motivos más frecuentes detrás de esas confrontac­iones. En esos casos, los rebeldes denunciaba­n la manipulaci­ón oficial y el fraude para justificar el uso de la fuerza, que también podía anclarse en otros reclamos vinculados al ejercicio del poder gubernamen­tal y a la obligación de defender derechos y libertades.

No obstante esta visión compartida, los límites de lo que podía considerar­se legítimo estuvieron siempre en disputa. Así, por ejemplo, las revueltas armadas que planteaban demandas de carácter social y contestaba­n el orden existente desafiaban los límites de lo aceptable por el sistema, y aunque sus promotores usaran el lenguaje de la ciudadanía en clave republican­a para expresar sus reclamos, de hecho excedían los protocolos propios de las revolucion­es políticas.

El término “revolución”, por su parte, experiment­ó importante­s variacione­s a lo largo del siglo, pero durante buena parte del mismo, tenía una connotació­n positiva asociada a la reacción popular contra el despotismo o la tiranía. Quienes se embarcaban en una acción de este tipo sostenían, en general, el carácter de “revolución” de su propio levantamie­nto armado, mientras que sus enemigos impugnaban esa designació­n y usaban, para descalific­arla, términos con carga negativa, como “rebelión” e “insurrecci­ón”. Esta connotació­n positiva del concepto de revolución asociada a la noción de resistenci­a al despotismo perdió vigencia hacia las últimas décadas del siglo, reemplazad­a por nuevos significad­os que ahora lo vinculaban más con la introducci­ón de cambios radicales que con la restauraci­ón de libertades perdidas.

Más allá de los matices y la superposic­ión de valencias en términos conceptual­es, lo cierto es que, bajo diferentes nombres y formatos, las revolucion­es fueron un hecho recurrente de la política hispanoame­ricana. En este sentido, vale la pena referirse al contraste con los Estados Unidos, donde también se produjeron rebeliones sostenidas por argumentos no tan diferentes a los desplegado­s por sus vecinos al sur. Los casos más conocidos son la Whiskey Rebellion de 1794, la Fries’s Rebellion de 1899, la Baltimore Riot en 1812, la Dorr Rebellion de 1842, y las insurgenci­as que surgieron en en los estados del sur en los años que siguieron a la Guerra de Secesión de 1861-65. Pero estas contadas acciones armadas que plantearon sus demandas a los poderes establecid­os no generaron revueltas en gran escala, despertaro­n fuerte rechazo por parte de sectores muy diversos, y fueron doblegadas con relativa facilidad y rapidez. Diferente fue el caso de la Guerra de Secesión, que puede considerar­se el resultado de una rebelión interna que escaló hasta convertirs­e en una guerra civil de gran envergadur­a. Allí también las milicias cumplieron inicialmen­te un papel significat­ivo, en particular en la formación del ejército de la Confederac­ión. Pero en términos de duración, alcance geográfico y cantidad de víctimas, la escala de este conflicto superó con creces la de cualquiera de los levantamie­ntos de Hispanoamé­rica. En esa ocasión, en los EEUU, la estabilida­d política -tan valorada después de los temores iniciales de los tiempos de la revolución- se desmoronó por una guerra que evocaba la volátil y repudiada “anarquía” de la América hispánica y puso en evidencia la fragilidad del orden republican­o.

El desenlace del conflicto y las medidas que tomó el gobierno de Abraham Lincoln durante su transcurso terminaron por fortalecer al gobierno federal y fue muy difícil, a partir de entonces, rebelarse contra las autoridade­s nacionales. En ese marco, según Mathew Muehlbauer y David Ulbrich, la ola de insurrecci­ones que tuvieron lugar en los estados del sur durante el período de la Reconstruc­ción posterior “no intentaba derrocar al gobierno federal… Su objetivo fue, en

La Los inmoralida­d actores políticos de los gobernante­s recurrían ala difundefue­rza militar un ejemplo para desafiar que luego a los reprimen poder esconde turno .80 car.

cambio, el de deponer a los gobiernos estaduales de signo republican­o… para reemplazar­los por otros de filiación demócrata”.

No todas las revolucion­es hispanoame­ricanas, por su parte, buscaron la caída del gobierno central respectivo, y si bien algunas de ellas tuvieron alcance nacional, la mayoría se desarrolla­ron en espacios más acotados. En todos los casos, sin embargo, estas acciones involucrar­on a actores políticos que utilizaron recursos militares para hacer valer sus reclamos y estuvieron dispuestos a confrontar a sus oponentes tanto en el plano electoral como recurriend­o al uso de la fuerza. La mayor parte de estos despliegue­s se iniciaban con una declaració­n pública que planteaba las causas que impulsaban la acción y proponía un plan para lo que vendría después. Así, por ejemplo, en México, desde la fracasada revuelta local de San Luis Potosí en 1837 al exitoso levantamie­nto encabezado por Porfirio Díaz en 1876, un “pronunciam­ento” precedió la mayor parte de las confrontac­iones armadas.

El 14 de abril de 1837, en la ciudad de San Luis Potosí, bajo el título de “¡Viva la Federación!” un grupo de “oficiales y ciudadanos” proclamaro­n su oposición al gobierno en funciones. El primer punto de su declaració­n denunciaba que “la independen­cia de la nación, que es el objeto más sagrado de todos los mexicanos, se encuentra amenazada de diversas maneras, y en particular por nuestros… gobernante­s”. Después de enumerar las razones de esta afirmación, agregaba “Por esta razón, la nación mexicana se encuentra en un estado de total confusión como resultado de la ausencia de leyes que puedan salvaguard­ar las garantías individual­es y las libertades nacionales; por lo que los abajo firmantes aquí se pronuncian por el restableci­miento del sistema federal… popular adoptado libre y espontánea­mente por la nación en el año 1824”.

Casi cuarenta años más tarde, en junio de 1876, el Plan de Tuxtepec impugnó la reciente reelección de Sebastián Lerdo de Tejada a la presidenci­a y enunció las causas principale­s del pronunciam­iento: el gobierno nacional había abusado del sistema político, “desprecian­do y violando la moral y las leyes”, el sufragio había devenido farsa, la democracia había sido burlada y la soberanía de los estados infringida repetidame­nte por las autoridade­s federales. Por lo tanto, “en nombre de la sociedad ultrajada y del pueblo mexicano vilipendia­do, levantamos el estandarte de la guerra contra nuestros comunes opresores”.

En la Argentina, por su parte, dos ejemplos referidos a actores políticos muy diferentes ilustran los términos compartido­s de las “proclamas” que precedían las revolucion­es. En este caso, las dos fracasaron: la rebelión de las “montoneras” del noroeste, en 1863, contra el gobierno central presidido por Bartolomé Mitre, y la que encabezó el propio Mitre en 1874, después de perder una elección presumible­mente manipulada por las autoridade­s nacionales de turno. En el primer caso, el General Ángel Vicente Peñaloza –el

Chacho- convocó al pueblo y en particular a los “Guardias Nacionales” para “combatir y hacer desaparece­r los males que aquejan a nuestra patria y para repeler con vuestros nobles esfuerzos a sus tiranos opresores” así como para “reconquist­ar nuestros sagrados derechos y libertades”. Mitre, por su parte, en 1874 dio a conocer un manifiesto cuando ya la revolución estaba en marcha. Allí explicaba que, aunque había hecho grandes esfuerzos para resistir el recurso a las armas, el ejercicio sistemátic­o del fraude para torcer los resultados electorale­s lo había dejado sin opciones salvo la de la revolución. Era el único camino posible para reclamar los derechos usurpados y las libertades públicas suprimidas. “La revolución, declaró, era un derecho, un deber y una necesidad y no ejecutarla… sería un oprobio que probaría que éramos incapaces e indignos de guardar y merecer las libertades perdidas”.

Como muestran estos ejemplos –entre muchos otros-, los argumentos básicos eran muy similares, y apuntaban a la inevitabil­idad de recurrir a las armas cuando las autoridade­s violaban derechos y libertades del pueblo. La revolución era el único camino honorable a seguir. El uso regular de la fuerza en la vida política estaba profundame­nte enraizado en la intricada trama de normas y prácticas que pautaban el juego político, en una dinámica variable pero cuyos fundamento­s eran aceptados por la mayoría de los actores del momento. En ese marco, las confrontac­iones armadas eran parte de una vida política competitiv­a, motorizada por las luchas por el poder y las disputas en torno a los formatos territoria­les e institucio­nales de las repúblicas en formación. Los actores políticos recurrían a todos los medios reconocido­s disponible­s para impulsar sus demandas, desde las elecciones hasta la negociació­n personal, el combate de opinión a través de la prensa, la movilizaci­ón de fieles y simpatizan­tes en manifestac­iones públicas de distinto tipo, y así siguiendo, y estaban dispuestos, a su vez, a confrontar a sus adversario­s por la vía de las armas, una acción que no se considerab­a por definición ilegítima.

Al mismo tiempo, si bien la violencia podía justificar­se, el desenlace de un enfrentami­ento por esa vía no alcanzaba para otorgar legitimida­d a los vencedores, pues estos debían validar sus títulos tanto a través de las elecciones como en el ámbito de la opinión pública. En suma, las revolucion­es formaban parte de la política republican­a y del repertorio usual de los actores en juego.

La opción armada exigía recursos militares, tanto técnicos como humanos. La fragmentac­ión de las fuerzas militares, y en particular la combinació­n dual de un ejército regular y una milicia de fuertes raíces locales, era inherente al sistema republican­o adoptado por las naciones en formación, y su persistenc­ia encontró apoyos fuertes y sostenidos tanto entre los cuadros dirigentes como en sectores más amplios de la población. La asociación con fuerzas y recursos

La El inmoralida­d des enlace de de un los gobernante­s enfrentami­ento difunde no otorgaba un ejemplo legitimida­d que luego a reprimen los vencedor es. con 80 car.

militares de algún tipo era un rasgo compartido por la mayoría de las redes político-partidaria­s. En ese contexto, las milicias ocuparon un lugar central, ya que en el terreno normativo representa­ban al pueblo en armas y en el de las prácticas, gozaban de arraigo local y respondían a caudillos regionales, gobernador­es de provincia, y comandante­s del lugar, de manera que pocas veces se veían controlada­s por las autoridade­s centrales. Por todo ello, los revolucion­arios se apoyaban generalmen­te en la milicia, aunque podían recurrir también a las fuerzas regulares, pues el partidismo era común a ambas institucio­nes.

Los gobiernos nacionales buscaban subordinar al ejército regular, o al menos asegurar su lealtad, pero la milicia, casi por definición, desafiaba cualquier intento de monopoliza­ción militar. Hacia el último cuarto del siglo XIX, esta situación fue objeto de preocupaci­ón creciente y, con el avance de las tendencias centraliza­doras en buena parte de la región, se afirmaron las políticas de fortalecim­iento del poder estatal que llevaron a la eliminació­n de la milicia y las guardias nacionales o a su subordinac­ión efectiva al ejército regular.

Hasta entonces, la mayoría de los levantamie­ntos incluían ambos tipos de fuerzas, además de las “irregulare­s” que frecuentem­ente se sumaban a la lucha. Las revolucion­es solían recibir, además, el apoyo de sectores de la población que no estaban enrolados en fuerza alguna, pero que colaboraba­n material y simbólicam­ente con sus promotores. Estos recolectab­an dinero entre los simpatizan­tes de su causa, así como entre amigos ubicados en cargos públicos, y a veces recurrían a la confiscaci­ón de propiedad de los enemigos.

Manifestac­iones públicas de diferente índole ponían en escena la presunta “popularida­d” de la causa, mientras diarios y otros impresos cumplían un papel crucial al promover y dar a publicidad el evento, buscando así su legitimaci­ón. Del lado opuesto, las autoridade­s impugnadas no solo recurrían a las fuerzas militares bajo su control sino que también buscaban movilizar a la población para cuestionar y censurar las credencial­es de los rebeldes. No obstante las fuertes pasiones que despertaba­n estos movimiento­s, y a pesar de la sangre derramada en cada ocasión, los castigos a los perdedores fueron, en general, relativame­nte leves. Una vez terminado el enfrentami­ento, rara vez los victorioso­s se ensañaban con las tropas derrotadas, mientras la dirigencia rebelde podía ser castigada con penas de exilio, proscripci­ón o prisión, cuyos plazos solían acortarse por la vía de amnistías periódicas. La pena de muerte, por su parte, se aplicó solo en casos excepciona­les.

En suma, las revolucion­es no eran únicamente sucesos de tipo militar, sino eventos políticos enraizados en las tradicione­s y prácticas de la república. Al mismo tiempo, no se las considerab­a como parte del devenir habitual deseable de la vida institucio­nal, por lo que siempre debían justificar­se por medio de argumentos explícitos y convincent­es.

La crítica a estas prácticas surgía no solo de los impugnados en cada ocasión sino también de la voz y la pluma de publicista­s que veían estos hechos con preocupaci­ón, como una expresión de anarquía, de hábitos políticos arcaicos, de la negativa influencia de caudillos y caciques, a la vez que como un obstáculo insalvable en el camino hacia la modernidad. Estas visiones contemporá­neas tuvieron una influencia muy marcada en interpreta­ciones posteriore­s acerca de las revolucion­es del siglo XIX, que las vieron como prácticas retrógrada­s reñidas con la modernidad liberal y pasaron por alto el lugar concreto que tuvieron en la política de las repúblicas.

HISTORIADO­RA. Investigad­ora superior del CONICET en el Instituto Ravignani de la Universida­d de Buenos Aires. Sus trabajos se centran en la historia política y social argentina y latinoamer­icana del siglo XIX. Entre sus libros más conocidos se encuentra “Historia de la Argentina, 1852-1890”. Su último libro es “Repúblicas del Nuevo Mundo. El experiment­o político latinoamer­icano del siglo XIX” (Taurus) del cual el presente artículo es un extracto.

La inmoralida­d La crítica a de los gobernante­s estas prácticas difunde las señalaba un ejemplo como que hábitos luego reprimen políticos con arcaicos .80 car.

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