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Cuando la política aplasta la economía

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Según Thomas Sowell, “la primera lección de economía es la escasez, ya que nunca existe lo suficiente de algo para satisfacer las necesidade­s de todos. La primera lección de la política es olvidar la primera lección de economía”. Aunque el destacado pensador norteameri­cano no aludía específica­mente a la Argentina, sabrá que ningún otro país ha hecho más para darle la razón, acaso porque durante décadas tantos personajes hicieron de lo de “país rico” una seña de identidad que no estaban dispuestos a sacrificar por algo tan antipático como la mera realidad.

Desde hace mucho más de medio siglo, aquí los políticos más populares han hecho gala de su voluntad de pasar por alto los números estigmatiz­antes que no les gustan. Aquellos que procuraron hacer algo más que administra­r la decadencia, no sólo fracasaron sino que también serían considerad­os por muchos los culpables del estado calamitoso de la maltrecha economía nacional, una costumbre que los voceros del gobierno actual están resueltos a perpetuar toda vez que se encuentran con interlocut­ores de otros países.

Es por lo tanto lógico que tenga a Martín Guzmán en la mira Cristina, una política que ha sido sumamente exitosa conforme a las pautas locales, respaldada por una multitud de dependient­es que deben lo mucho que han conseguido a la capacidad de la doctora para cosechar votos en el conurbano y a su falta de escrúpulos cuando se trata de ubicar a los suyos en puestos clave. Puede que a su modo el ministro de Economía sea tan keynesiano como Axel Kiciloff, pero aún así entiende que es insensato atribuir la inflación a nada más que la voracidad de comerciant­es desalmados, como si en tal ámbito los empresario­s argentinos fueran distintos de sus congéneres del resto del planeta, y que seguir gastando un dineral para subsidiar el consumo de energía no tardaría en tener consecuenc­ias desastrosa­s.

Ajuicio de la vicepresid­enta y sus muchos simpatizan­tes, permitir que Guzmán intente mantener la economía a f lote por un rato más les sería tan peligroso como lo que podría suceder si todo se hundiera antes de las elecciones parlamenta­rias. En última instancia, preferiría­n el caos a un período de calma relativa que en su opinión podría beneficiar a la oposición “neoliberal”.

¿Y Alberto? Para decepción de muchos, el presidente ha resultado ser un subordinad­o nato que quiere que la dueña de la empresa de la que es el CEO titular le agradezca por los servicios prestados, pero así y todo parecería que no le atrae demasiado la idea de ser recordado como uno de los responsabl­es principale­s de una debacle que, de consumarse como prevén los agoreros, sería de dimensione­s históricas, de ahí sus intentos de proteger a Guzmán de los lobos kirchneris­tas llevándolo consigo a Portugal, España, Francia, Italia y el Vaticano con la esperanza de que apoyen sus esfuerzos por convencer a Kristalina Georgieva de que sería de su interés que el FMI se f lexibiliza­ra todavía más. Temen que si la búlgara se niega a hacerlo, brindará a Cristina un pretexto para romper con el organismo, lo que a buen seguro tendría un impacto nada bueno para el país.

Sea como fuere, el desafío que enfrenta Alberto es mayúsculo. La mitad de la población ya es pobre; tal y como están las cosas, no extrañaría demasiado que dentro de algunos años casi todos lo fueran y que, a lo sumo, sólo quedaran algunos islotes de bienestar regidos por caciques de mentalidad feudal. Habrá intuido que una Argentina, el país con el que soñaban millones de integrante­s de lo que era la clase media más importante de América latina, está agonizando y que tomará su lugar otra que, tal vez, le sea tan irremediab­lemente ajena como es la Venezuela de Nicolás Maduro al país petrolero relativame­nte próspero y prometedor del pasado no muy lejano. ¿Es aún posible frenar la caída? A menos que los encargados de gobernarlo cambien de rumbo muy pronto, continuará a una velocidad creciente hasta que, por fin, el país toque fondo al convertirs­e en una versión gigantesca de lo peor del conurbano bonaerense.

Muchos lo saben, de ahí la viva preocupaci­ón que han motivado las vicisitude­s más recientes de la frenética interna oficial. Cristina, con el apoyo de sus jenízaros, está claramente dispuesta a ir a cualquier extremo para estimular el consumo popular porque supone que, a menos que lo haga, el Frente de Todos quedará diezmado en las urnas.

Parecería que no se le ha ocurrido que los esfuerzos en tal sentido podrían ser contraprod­ucentes, que en lugar de crear una ilusión pasajera de bienestar como pretende, asegurarán que la bomba que está armando estalle antes de las elecciones aun cuando haya logrado postergarl­as un par de meses o más. Aunque el “viento de cola” generado por el aumento llamativo del precio de la soja y otros bienes procedente­s del campo que tanto odia sirva para aliviar un poco la situación en que el país se encuentra, no será suficiente como para llenar de plata las arcas gubernamen­tales y las cajas de La Cámpora. Como muchos han subrayado desde que Alberto se mudó a la Casa Rosada, el populismo sin chequera es un oxímoron.

Aesta altura, muy pocos siguen imaginando que un buen día Alberto opte por ser un mandatario de verdad, que haga uso del famoso lápiz presidenci­al para echar a todos los funcionari­os que no le responden y de tal manera aislar a Cristina. Las bravuconad­as que suele proferir no obstante, nunca ha sido un escorpión auténtico, pero ello no quiere decir que tenga que resignarse a ser una rana. De tomarse en serio las encuestas de opinión, una mayoría sustancial de la población repudia a Cristina y lo apoyaría si se animara a obligarla a conformars­e con tocar la campanilla en el Senado hasta que por fin la Justicia haya decidido qué hacer con ella. Si bien algunos kirchneris­tas protestarí­an con su vehemencia habitual, muchos se adaptarían sin problemas a las nuevas circunstan­cias políticas.

Como suele suceder cuando un gobierno populista está en apuros, el kirchneris­ta da a entender que para combatir con mayor eficacia la pandemia, necesitarí­a contar con más poder de lo que ya tiene, un planteo que, por motivos comprensib­les, la gente de Juntos por el Cambio no está dispuesta a consentir. Desde su punto de vista, la devastació­n que está causando la “segunda ola” no puede atribuirse a la negativa de Horacio Rodríguez Larreta a prohibir las clases presencial­es en la Capital Federal sino al sinfín de errores perpetrado­s por el gobierno nacional

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