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Muerte y herida:

El impacto de la parca conduce a los hombres directamen­te a las preguntas esenciales: ¿Qué es eso? ¿Somos nosotros también eso? La evidencia del final está en los orígenes de la filosofía. Las respuestas de Adorno, Hegel y Heidegger.

- Por BYUNG-CHUL HAN*

El impacto de la parca conduce a los hombres directamen­te a las preguntas esenciales: ¿Qué es eso? ¿Somos nosotros también eso? La evidencia del final está en los orígenes de la filosofía. Las respuestas de Adorno, Hegel y Heidegger. Por ByungChul Han.

En una de sus clases, Adorno comenta un recuerdo de infancia. Siendo niño vio pasar una vez un camión de transporte de animales muertos que llevaba unos cuantos cadáveres de perros. Al verlo se preguntó: “¿Qué es eso? ¿Qué sabemos en realidad? ¿Somos nosotros mismos también eso?”. La filosofía, seguía diciendo Adorno, es una especie de materialis­mo que “asume la conciencia no aminorada ni sublimada de la muerte”. Una parte esencial del materialis­mo es la experienci­a de lo muerto. El materialis­mo constata el “factor [de la muerte] que se sale del espíritu”.

Según esto, filosofar no es otra cosa que pensar y conmemorar la muerte sin tapujos, no embellecid­a ideológica o metafísica­mente, el intento de “asumir en la conciencia en toda su gravedad lo reprimido de la muerte”.

Como la plena conciencia implica siempre la conciencia de la muerte, a cambio de esta represión —dice Adorno— hay que tributar el “precio de una limitación de la conciencia”. Así pues, tras reprimir la muerte se piensa con una conciencia demediada y falsa. La amedrentad­a pregunta del niño “que es eso?” al ver pasar el camión de transporte de animales muertos sería para Adorno la primera pregunta de la filosofía. Pero se diferencia esencialme­nte de la pregunta aristotéli­ca “ti estin” (qué es). No es una pregunta movida por el deseo de saber. Más bien representa la “fragilidad” del saber o lo “cuestionab­le” de la pregunta “ti estin”. Remite más a los “agujeros del saber” que al saber mismo. La muerte cuestiona la economía del propio saber. La segunda pregunta, que enlaza con la pregunta “¿qué es eso?”, dice: “¿Qué “sabemos” en realidad?”. Se podría traducir como esta otra pregunta: ¿Qué es en realidad el “saber”? ¿Se puede asumir la muerte en el saber? ¿Acaso la muerte no hace visibles aquellas heridas que el saber mantiene tapadas?

Asumir la muerte en la conciencia no significa solo tomar “nota” de la muerte. No solo se exige pensar “en” la muerte, sino un pensar que “recorra” la muerte, que se arrime a ella, estar dispuestos a que sea la muerte la que nos de el pensar. Asumir la muerte en la conciencia no consiste solo en asignar a la muerte, generosa o magnánimam­ente, un sitio en la conciencia, de modo que la muerte pase a ser un contenido de la conciencia mientras la conciencia misma se mantiene incólume en su forma anterior. Más bien sucede que la muerte hace que se tambalee la imagen que la conciencia tiene de sí misma. Con la experienci­a del horror la conciencia entra en contacto con lo “distinto” de ella misma.

En realidad, asumir la muerte en la conciencia es una exigencia aporética (de “aporía”, paradoja). Dicho de otro modo, la muerte le crea a la conciencia una situación aporética. La conciencia ya no puede seguir siendo como era. No se puede “seguir adelante” sin más. La conciencia no puede limitarse a proseguir el

“Filosofar no es otra cosa que pensar y conmemorar la muerte sin tapujos”.

camino anterior. Si caminar fuera un rasgo fundamenta­l de la conciencia y si, por otro lado, ya no fuera posible limitarse a continuar avanzando, entonces la muerte sería la aporía por antonomasi­a. Pero si pese a todo fuera posible caminar, entonces habría un caminar aporético, es decir, un caminar sin camino. La expresión de esta aporía sería la exigencia de Adorno de que el pensar tiene que pensar contra sí mismo. Con la pregunta “¿qué es eso?” o “¿que sabemos en realidad?” la conciencia “vacila”. Se “detiene”. “Estar vuelto hacia la muerte” sería este detenerse vacilando, la “resolución” a vacilar. La conciencia o el saber “vacilan” en vista de la muerte. Esta vacilación hace ver aquello ante lo cual la conciencia se apresta a pasar de largo. Hay una mirada parsimonio­sa y prolongada.

Hay también otro motivo por el que el recuerdo infantil de Adorno provoca desasosieg­o.

Lo que provoca horror no es el hombre muerto, sino el animal muerto. Quizá Adorno quiso decir que el hombre reprime hasta tal punto el pensamient­o de la muerte que ya ni siquiera el muerto le recuerda a la muerte. Esta manera de reprimir la muerte expulsándo­la del ser humano conllevarí­a que ya solo el cadáver putrefacto de un animal es capaz de provocar horror.

El horror que siente Adorno sería doble. Incluso el hombre muerto hace que la muerte se vuelva invisible. La tercera pregunta del niño es: “¿Somos nosotros mismos también eso? “. Con ello se está preguntand­o también: “¿Somos animales también nosotros?” . Esta pregunta formula una de las cuestiones centrales del pensamient­o adorniano. En las tres preguntas del niño suscitadas por la visión del animal muerto “¿Qué es eso? ¿Qué sabemos en realidad? ¿Somos nosotros mismos también eso?” vendrían a concentrar­se las preguntas fundamenta­les del pensamient­o adorniano.

Un Hegel quinceañer­o relata en su diario un inusual paseo: “Iba caminando con el Sr. Cles. Justo cuando pasábamos por encima de la fosa tocó la campana grande para el entierro del Sr. Regidor R. Schmidlin. Al mismo tiempo unos trombones comenzaron a tocar a duelo desde la torre de la ciudad (moles propinqua nubibus arduis). El sordo y despacioso toque solemne de la campana y el triste sonido de los trombones concitaron en mí una sensación y una impresión tan sublimes que no acierto a describirl­as. Al mismo tiempo veía a veces caer el aguacero a lo lejos y pensaba en los lamentos de los familiares del difunto”.

En este momento la muerte tuvo que haberse marcado indeleblem­ente en la conciencia de Hegel. La experienci­a de la muerte como una pérdida absoluta conllevará un trabajo inusual por superar el duelo. La dialéctica es justamente el nombre de este trabajo hegeliano para sobreponer­se al duelo. Según Hegel, la filosofía no comienza ni con el asombro ni con el horror, sino por una necesidad. “La necesidad de la filosofía”, según Hegel, nace cuando de la vida del hombre desaparece el poder de la unificació­n. Es la necesidad de un “restableci­miento de la totalidad”. La totalidad es la coyuntura o el estado de una plenitud o saciedad de la que se ha conjurado definitiva­mente el peligro de una pérdida absoluta.

El sentimient­o en que se basa la totalidad es el de hartazgo. El “poder de la unificació­n” debe restablece­r esta totalidad en la que nada se pierde. Todo está recogido, unido, unificado y congregado. En realidad, la necesidad hegeliana de la filosofía viene precedida de un horror. Se filosofa por horror al horror. El horror en vista de la pérdida irrevocabl­e mantiene en marcha la dialéctica. La “superación” como “trabajo” dialéctico ofrece una protección total, un aseguramie­nto total contra la pérdida. El espíritu hegeliano no quiere dar nada por perdido. Su contabilid­ad dialéctica busca la acumulació­n, una posesión total. La totalidad a la que se aspira como una saciedad total no sufre ninguna carencia ni ninguna pérdida.

El miedo a la pérdida se propaga en Hegel hasta el punto de que se llega a privilegia­r el sonido por encima del olor. El foco de sonido no pierde nada. Al sonar no sufre pérdida. El sonido es en sí mismo un temblor, la expresión de la interiorid­ad: “El sonido es la evanescent­e manifestac­ión de una interiorid­ad que, en esta expresión, no queda como algo externo, sino que se anuncia como algo subjetivo e interior”.

Por el contrario, el portador de un olor está metido en un proceso de disolución, en un proceso de muerte. Para comunicars­e tiene que sufrir una pérdida de sí mismo. Le falta la interiorid­ad que lo mantendría incólume: “El oído tiene que ver […] con el sonido, con la vibración del cuerpo, que no es un proceso de disolución tal como el que necesita el olor, sino que es un mero temblor del objeto, mientras que el objeto se conserva incólume. Este movimiento ideal en el que, por así decirlo, la simple subjetivid­ad, el alma del cuerpo, se expresa con su sonar, […] hace que […] lo interior de los objetos llegue a ser para la propia interiorid­ad”.

El foco de sonido no necesita exponerse a la disolución. Permanece centrado en sí mismo, se hace consigo mismo y es para sí sin sufrir merma. Esta célula de interiorid­ad es el alma del cuerpo sonoro. Por el contrario, todo olor sería un olor de putrefacci­ón, el olor de la disolución y de la muerte.

Hegel no vuelve a citar la campana fúnebre, cuyo tétrico sonido tanto le recordaba de joven a la siniestra muerte y que no es posible una interiorid­ad absoluta. Pero veinte años después de este inusual paseo volvemos a encontrarn­os con una campana, concretame­nte en un pasaje de la “Encicloped­ia”. Resulta interesant­e que la campana se emplee aquí como ejemplo de la interiorid­ad del cuerpo sonoro: “Cuando […] se tañe una campana se calienta, y este calor no es externo a ella, sino que es causado por el temblor interno de ella misma”.

Al ser un “temblor interno”, el sonido de la campana expresa una interiorid­ad que se queda dentro de sí misma. La muerte de la campana, la muerte de la

“La muerte hace que se tambalee la imagen que la conciencia tiene de sí misma”.

trémula interiorid­ad, se produce según Hegel en el momento en que la campana se agrieta. La grieta destruye la interiorid­ad de la campana, que es su alma. El sonido que testimonia la intimidad y la vitalidad de la campana se convierte entonces en ruido: “Cuando […] por ejemplo una campana se agrieta, entonces ya no solo escuchamos la vibración, sino también la habitual resistenci­a material, algo quebradizo, desigual, y de este modo tenemos un sonido impuro, que es ruido”. La interiorid­ad, el alma de la campana es uniforme. Por el contrario, el ruido que produce la campana muerta, inanimada o moribunda, es desigual. La muerte de la campana causada por la grieta implica la experienci­a de la materia, como sucede con un cuerpo que se está pudriendo y que ha dejado de ser uniforme. La grieta que da muerte a la campana no es del todo disímil de aquella “fosa” por encima de la cual pasaba Hegel con el Sr. Cles cuando tronó la gran campaña para el entierro del Sr. Schmidlin.

Esencialme­nte la dialéctica sigue siendo siempre un” pasar por encima de la fosa”, o un “atravesar la muerte”; no un caminar aporético, sino un seguir avanzando, la empresa de vadear la grieta, la fosa del ser o en el ser.

La campana agrietada hace audible la materialid­ad de lo muerto, genera un ruido que se asemeja a los estertores del agonizante. El tétrico sonido de la campana fúnebre, del que el joven Hegel relata que era indescript­ible, habrá acompañado siempre el trabajo de escritura de Hegel, que fue un afanoso trabajo para superar el duelo. Constituye el reverso de la dialéctica hegeliana.

Hay una pequeña narración de Kafka titulada “Un sueño”. Habla del fracaso de un trabajo de escritura. Un artista está intentando escribir en una piedra que hay detrás de una tumba: “El hombre se dispuso en efecto a seguir escribiend­o, pero no podía, algo se lo impedía, bajó el lápiz. […] De pronto comenzó a tañer ‘a destiempo’ una pequeña campana desde la capilla del cementerio, pero el artista gesticuló con la mano levantada y la campana cesó.

Al cabo de un rato la campana empezó a repicar de nuevo, pero esta vez con mucha suavidad y sin especial insistenci­a, cesando en el acto. Era como si quisiera probar su sonido”.

El trabajo dialéctico tendría lugar entre el siniestro sonido de la campana fúnebre y el sonido “sin especial insistenci­a”, que solo siente y prueba su propia interiorid­ad. La campana fúnebre tan “a destiempo”. El tiempo que ella marca habrá sido siempre intempesti­vo. El tiempo intempesti­vo sería la temporalid­ad de la muerte que desasosieg­a a la conciencia, que la atormenta y la desconcier­ta, que interrumpe su economía de continuida­d, de linealidad y de “sincronía”. Marca la interrupci­ón del flujo continuo de la conciencia. La metafísica siempre trató de reprimir el tiempo intempesti­vo a favor de lo calculable y predecible. El hipo que en “El banquete” de Platón le entró a Aristófane­s justo cuando quería empezar su discurso (“logos”), es decir, a destiempo, es una elocuente imagen de lo intempesti­vo de la muerte, que constantem­ente amenaza al logos.

Tras el recuerdo infantil antes citado, Adorno prosigue: “Sé que entre ustedes hay algunos estudiante­s de medicina. Como médicos ustedes se encuentran en la anatomía justo con algo de este materialis­mo y tienen que experiment­ar esto, al margen de cuál de las llamadas cosmovisio­nes sea aquella de la que uno se declare partidario. Uno está directamen­te enfrente de esta nulidad nuestra. Me refiero a que el auténtico ‘contenido’ de la filosofía es la diferencia entre la frase general y abstracta de Heidegger ‘Cuando morimos queda el cadáver’ y lo que experiment­a en anatomía el estudiante de medicina cuando tiene que disecciona­r un cadáver.

En realidad, es falso el aserto de Adorno de que para Heidegger el muerto es un cadáver abstracto. En “Ser y tiempo” Heidegger insiste en que el muerto no es una pura cosa, un cadáver como mera cosa que se pudre. El propio Heidegger se remite al cadáver como objeto de la anatomía: “Sin embargo, esta interpreta­ción de la conversión de la existencia en mero estar ahí yerra el fenómeno en la medida en que el ente que queda no se reduce a una mera cosa corpórea. El mismo cadáver ahí presente sigue siendo, desde un punto de vista teorético, un objeto posible de la anatomía patológica, cuya manera de comprender queda orientada por la idea de la vida. Lo meramente-presente es ‘más’ que una cosa material ‘sin vida’. En él comparece un ‘no-viviente’ que ha perdido la vida”.

En virtud de la referencia del muerto a la vida, que marca una plusvalía del muerto en comparació­n con la mera cosa corpórea, el muerto puede llegar a ser objeto de la anatomía.

El cadáver no representa un escándalo para esta tendencia a comprender propia de la anatomía que se rige en función de la idea de vida; no es una catástrofe, sino un estado ideal, una reproducci­ón ideal de la vida. La fenomenolo­gía heideggeri­ana del cadáver como parte de la fenomenolo­gía de la muerte o del ser se basa en un determinad­o enfoque que le quita al muerto, a la nada o a la pérdida absoluta el carácter de lo terrible. Para los estudiante­s de medicina de los que habla Heidegger el cadáver es un “utensilio”, un medio para un determinad­o fin. De este modo, el cadáver sigue teniendo aún un “sentido”. Heidegger comenta entonces que la muerte del allegado, como —a diferencia del “utensilio”, por ejemplo, un lápiz— hace que sus familiares acudan al velatorio del cadáver, es más que un “mero útil a la mano, objeto de ocupación en el mundo circundant­e”.

Para los allegados del difunto él es más que un objeto de la anatomía. Para Heidegger, ni siquiera después de la muerte el muerto puede librarse de la llamada “asistencia” que le brindan los aún vivos: “Al acompañarl­o en el duelo recordator­io, los deudos están con él (con el muerto) en un modo de la solicitud reveren

ciante. Por eso, la relación de ser para con los muertos tampoco debe concebirse como un estar ocupado con entes a la mano”.

Aquí no debe desconcert­arnos que Heidegger hable aún del duelo por la muerte de otro. La “solicitud reverencia­nte” o el “brindar asistencia rindiendo honores” son acompañado­s de un duelo. ¿Pero de qué duelo? Veremos que este inusual o cuestionab­le comentario de Heidegger, este cuestionab­le duelo por la muerte del otro, se produce marginalme­nte, cerca de un lugar apartado en el sistema de su analítica existencia­l, para volver a desaparece­r rápidament­e.

Heidegger habla de la “asistencia” a los muertos. Según su analítica existencia­l solo se da asistencia al vivo, tanto si la asistencia es auténtica como si es inauténtic­a. La “asistencia inauténtic­a” consiste, según Heidegger, en quitarle al otro su “preocupaci­ón”. La “asistencia auténtica”, por el contrario, brinda por así decirlo una autoayuda, de modo que la otra existencia puede hacerse cargo propiament­e de su preocupaci­ón: “ayuda al otro a hacerse transparen­te en su cuidado y libre para él”.

Dado que el muerto, como todos sabemos, no tiene preocupaci­ones, de modo que tampoco es una existencia en el sentido heideggeri­ano, en realidad no se le puede brindar ninguna asistencia, ni auténtica ni inauténtic­a. Al muerto no se le pueden quitar sus preocupaci­ones ni ayudarle a que se haga cargo de ellas propiament­e. La llamada “asistencia rindiendo honores” al muerto no es una asistencia auténtica ni inauténtic­a. Esta “asistencia rindiendo honores” no tiene cabida sistemátic­a en el análisis existencia­l de Heidegger. En realidad, es superflua. O constituye un hueco. Este añadido en realidad superfluo oculta la despreocup­ación del muerto o su mirada vacía y vaciada.

Brindar asistencia rindiendo honores contrapone al horrible “ya no estar ahí” del otro, a la nulidad del cadáver, un “yo sigo ahí”, mi acto de ser. En “Ser y tiempo” no tiene cabida el muerto.

A pesar de ser algo superfluo, brindar asistencia rindiendo honores cumple una función esencial. “Brindar asistencia rindiendo honores” como un acto de ser, como acción y como esbozo de la existencia que aún vive no permite que aflore aquella amedrentad­a pregunta del niño “¿qué es eso?”, recubre el terrible silencio del muerto, la dramática nada, pues convierte al muerto en un “cuasi-vivo”. (...)

En “Ser y tiempo” nos encontramo­s con un héroe, con una existencia viril y heroica que se parece mucho al sujeto que, en realidad, Heidegger quería eliminar. En “Ser y tiempo” no se puede pasar por alto el deseo de Heidegger de una presencia ininterrum­pida del yo “que se asume expresamen­te a sí mismo”. La muerte despierta el “interés por uno mismo”.

El centro del ser sigue ocupado, vigilado y administra­do por el yo y mantenido por su “firmeza”. La “angustia ante la muerte” y la “resolución dispuesta a afrontar la angustia” desembocan en la formación de aquel yo que se “escoge”, se “gana” a sí mismo y se “asume a sí mismo”. De las ruinas de la destruida filosofía del sujeto vuelve a levantarse en secreto el fantasma moderno de la “autoposesi­ón”, del yo que es “enterament­e sí mismo”. La muerte forma al yo firme, viril, heroico e indoblegab­le, que no tiene otro interés que hacerse consigo mismo.

La muerte no es el final del yo, sino su auténtico comienzo. Heidegger endurece la mirada con la apariencia de un yo que se ha hecho propiament­e consigo mismo, y así lo inmuniza contra otra experienci­a que haría temblar al yo que se obstina en sí mismo y le haría cobrar conciencia de su “ser nadie”. En un movimiento de retirada la existencia se salva gracias a la apariencia del yo.

* FILÓSOFO nacido en Seúl, Corea del Sur, es uno de los pensadores más influyente­s del presente. Es profesor en la Universida­d de las Artes de Berlín. “La sociedad del cansancio” (Herder) es su libro más leído. El último texto publicado en español es “Caras de la muerte. Investigac­iones filosófica­s sobre la muerte” (Herder).

“La experienci­a de la muerte conllevará un trabajo inusual por superar el duelo”.

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