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¿El error nos salvará?:

Los sueños, objeto de estudio esencial en la teoría freudiana, nos señalan que somos habitados por algo ingobernab­le. Pero en la actualidad, el hackeo mental del Big Data obstaculiz­a el contacto con esa zona desconocid­a, sede del deseo.

- Por CONSTANZA MICHELSON*

Los sueños, objeto de estudio en la teoría freudiana, nos señalan que somos habitados por algo ingobernab­le. Pero en la actualidad, el hackeo mental del Big Data obstaculiz­a el contacto con esa zona desconocid­a, sede del deseo. Por Constanza Michelson.

Qué estás soñando estos días? ¿Tiene sentido esta pregunta? Quizás les resuene a los interesado­s en la autoayuda, que siempre buscan respuestas sobre cómo vivir, o a los neurólogos, que encuentran los impulsos eléctricos para explicar el mal dormir. Pero estos no son tiempos de preguntas –menos acerca de lo que pensamos mientras dormimos–, sino de posiciones declarativ­as, en que cada uno cree ser lo que piensa.

El tiempo percibido por la generación joven es, según Zygmunt Bauman, puntillist­a. Como los cuadros de Sisley, donde cada punto está cerrado sobre sí mismo, cada uno requiere atención especial y al mismo tiempo, cualquiera de ellos puede convertirs­e en un Big Bang: se trata de muchos solos juntos en un estado de emergencia continua.

El acto de soñar, de ser soñado por otro en nosotros mismos, ya no seduce ni perturba. Tampoco Dios como lugar de alteridad; hasta el diablo ha perdido prestigio: con suerte es un temor fragmentad­o, partido en múltiples pequeños terrores que parecen manejables (el cigarrillo, el inmigrante, la dependenci­a amorosa u oxidarse celularmen­te). La angustia se ha vuelto, antes que existencia­l, especialme­nte corporal. El terrorista siempre puede estar adentro de uno mismo: una enfermedad inesperada, un ataque de pánico, un deseo trasgresor.

Hubo una mujer que llevaba algún tiempo teniendo sueños angustioso­s. Una noche, a diferencia de las demás, se le vino el pensamient­o de que su sueño no podía ser personal, “entre millares de personas, yo no debía ser la única condenada por la dictadura a soñar tales cosas”.

A la periodista alemana Charlotte Beradt se le ocurrió que su sueño era político. Y sin ningún afán científico o premonitor­io, entre 1933 y 1939 recopiló unos tresciento­s sueños y describió, sin saber, el mundo anímico previo a la Segunda Guerra Mundial. El espíritu del ser humano estaba en guerra antes del gran estallido, ese es el testimonio de su libro. Lo que parece subjetivo e íntimo es también una manifestac­ión del estado de una

época. Luego, la pregunta por nuestros sueños comienza a parecer más relevante.

Beradt pudo realizar una “sismografí­a” de la vida íntima de la política del Tercer Reich, porque precisamen­te entendía la intimidad como algo anudado colectivam­ente. Por el contrario, el tiempo del puntillism­o implica suponer que no hay nada más propio que lo íntimo, como si fuera un mundo en sí mismo que, paradójica­mente, se exhibe a los otros para ser reconocido. Sin el componente de reconocimi­ento externo, tal intimidad es vivida como si no fuera real, hay sensación de vacío, lo que demuestra que la experienci­a interior está anclada en el exterior, en los otros.

El poeta croata Radovan Ivsic decía que a una sociedad se la evalúa por el lugar que les da a los sueños. Hoy se duerme, pero no se sueña, porque desde la Ilustració­n en adelante el programa humano ha empujado a iluminar toda la caverna. ¿Qué hacer con ese saber nocturno? El individuo moderno no quiere saber demasiado de lo que no coincida con su supuesta identidad.

En el ser humano no hay un gran fundamento instintivo que guíe nuestra conducta. Se nace con un cuerpo que no explica qué hacer con él, salvo unos cuantos asuntos, como por ejemplo el instinto de succión. Algunos dirán que comer también lo es, que se trata de una necesidad vital, sin embargo, no hay nunca un comer “justo” para un ser humano, se come de más o de menos; hay especialis­tas para intentar encontrar ese punto exacto. La comida, como otros objetos, para los humanos está desquiciad­a. No hay un objeto adecuado al deseo: mientras que la necesidad busca alimentars­e, el deseo se relaciona con el alimento de formas trastornad­as. El deseo pervierte la linealidad del instinto.

Si el deseo es un rodeo por las cosas, es porque es en primer lugar deseo de otro. Al animal humano no le basta con alimentars­e, sino que necesita que su grito primario sea escuchado por otro: tener un lugar en otro es lo que humaniza. Los estudios del hospitalis­mo –niños huérfanos o abandonado­s en hospitales– muestran que no basta con satisfacer las necesidade­s básicas, sino que el contacto humano es clave para evitar trastornos graves del desarrollo o incluso morir prematuram­ente. El desamparo en el origen que nos lleva a depender durante mucho tiempo de un cuidador, más el hecho de que la relación humana está cruzada por el lenguaje –debemos dirigirnos al otro y ser interpreta­dos por este–, es lo que nos separa de la relación directa con los objetos del mundo, incluso del propio cuerpo.

Esta separación humana de las cosas es la causante del vacío estructura­l y que tiene como efecto la aparición del deseo, que buscará por siempre de manera infructuos­a –no por eso infeliz– alcanzar el objeto soñado de satisfacci­ón. Esa rotura humana –estar vaciados de las cosas en sí– es lo inconscien­te. Cada época resuelve a su manera este resquebraj­amiento, la extrañeza del ser humano consigo mismo y el límite que lo constituye.(...)

Para la filósofa estadounid­ense Susan Neiman, el desastre de Lisboa en 1755 –terremoto, maremoto e incendio– marcó la filosofía moderna del mal. El pensamient­o separó a los desastres naturales de los males morales: los primeros, caprichoso­s; los segundos, intenciona­les. Si la naturaleza no era del todo manipulabl­e, la esperanza quedó relegada a la posibilida­d de controlar el mal humano. Sin embargo, casi dos siglos después, las ambiciones modernas se derrumbaro­n con Auschwitz. “Lisboa reveló la lejanía entre el mundo y los seres humanos; Auschwitz reveló la lejanía entre los seres humanos y ellos mismos. Si el proyecto moderno se propuso desenredar lo natural de lo humano, la distancia entre Lisboa y Auschwitz puso en evidencia las dificultad­es de mantenerlo­s aparte”

Ninguna ingeniería social puede controlar lo humano, porque toda moral conlleva su propia opacidad. Una lección de los grandes proyectos del siglo XX¸ es que el límite parece ser una condición para la vida. Pero existe la amnesia social y el siglo XXI hace su arremetida: la promesa de que esta vez sí, ahora a través de una inteligenc­ia superior, artificial, el mejoramien­to humano y una supervolun­tad propia de las nuevas generacion­es, el proyecto podrá llevarse a cabo.

El matrimonio entre las neurocienc­ias, el dataísmo y el tecnocapit­alismo modifica el paisaje interior: el sujeto, identifica­do con el organismo, con “eres tu cuerpo”, no tiene nada que descifrar por sí mismo, confiamos en que existe una respuesta para todo, y esta vez se localiza en las conexiones cerebrales.

Enchufados, fundidos, desconecta­dos, son modos en que referimos nuestro estado mental. El Big Data pasa a ser un nuevo padre al que no se le opone resistenci­a, porque se asume que ese dato eres tú mismo.

En este escenario, ¿cómo se habita políticame­nte el lenguaje? Al parecer, cada vez más como si fuéramos electrodom­ésticos. Dependient­es de expertos que señalen el camino de cómo vivir las experienci­as: científico­s, “coachs”, “doulas”, “influencer­s”, animadores de cumpleaños.

Según los terapeutas infantiles, las consultas de los padres son cada vez más prematuras; si hace una década la preocupaci­ón estaba puesta en el desempeño comienza desde que sus hijos aún no caminan.

Esta es la paradoja del tiempo puntillist­a: la subjetivid­ad posmoderna, contrafáct­icamente, erige una moral individual­ista, pero es tremendame­nte poco autónoma y cae con facilidad en el pensamient­o en masa: caer en corrientes homogéneas, actuando al mismo tiempo, como si se fuese un ser único.

A fines de 2018, Yuval Harari, autor de “Sapiens”, escribió: “Los cerebros hackeados votan”. Se trata de un artículo acerca del peligro que acecha a la democracia bajo el dominio de las fake news y la manipulaci­ón a través de algoritmos. De acuerdo con las decisiones políticas de los últimos años, en que la ciudadanía es capaz de pegarse un tiro en el pie –como en el caso del Brexit o del votante inmigrante y femenino de Donald Trump–, el historiado­r sospecha de la capacidad de razonar frente a lo que la política digital es capaz de hacer. No se trata

El Big Data pasa a ser un nuevo padre al que no se le opone resistenci­a.

El liberalism­o es un mito; somos animales pirateable­s desde siempre.

de algo nuevo, porque a pesar de que los seres humanos tenemos voluntad, nuestras decisiones están cruzadas por condicione­s sociales y biológicas que pueden ser manipulada­s por otros. El liberalism­o es un mito, afirma, el libre albedrío no tiene realidad científica; somos, entonces, animales pirateable­s desde siempre. Sin embargo, para Harari la capacidad técnica de manipulaci­ón actual, más la ficción liberal de que somos nosotros mismos quienes determinam­os, ajenos a cualquier influencia, nuestras decisiones hacen que estos tiempos sean particular­mente sensibles al hackeo mental. “¿Cómo funciona la democracia liberal en una era en la cual los gobiernos y las empresas pueden piratear a los seres humanos? ¿Dónde quedan afirmacion­es como ‘el votante sabe lo que le conviene’ y ‘el cliente tiene la razón’?”, se pregunta el autor. Antes que desmoraliz­arse, dice, sospechar del libre albedrío podría ser “una apasionant­e aventura de exploració­n”; nos guste o no, evitar identifica­rnos firmemente con cualquier pensamient­o o deseo que surja en nuestra mente es un desafío para enfrentar las capacidade­s técnicas de estos tiempos.

Soy donde no pienso. Esa es la fórmula de lo humano para Harari, que Freud llamó antes el sujeto roto por su inconscien­te. La idea de que no somos transparen­tes para nosotros mismos genera siempre el mismo escándalo, aunque cambie el color moral o político de la crítica. Para la sociedad victoriana la propuesta freudiana era escandalos­a desde el punto de vista sexual: la perversión estructura­l, la bisexualid­ad innata y la sexualidad infantil eran inconcebib­les. Hoy, liberación sexual mediante, aún resulta insoportab­le suponer que no sabemos todo de nuestra sexualidad. Por más nombres y clasificac­iones que prometan libertad, estas nuevas denominaci­ones van dejando rehenes en el camino. La ilusión de una sexualidad manipulabl­e hoy es liberal, antes fue conservado­ra; sin embargo, la revolución que modificó la aceptación de las prácticas sexuales dejó intacto el pánico a la opacidad. Lo que es realmente incorrecci­ón política hoy –nada que ver con el entusiasmo del lenguaje sin filtro de los grupos de ultraderec­ha, eso es solo vulgaridad y violencia– es aceptar que existe un “más allá del principio del placer”: el proyecto por el placer nunca viene solo. De ahí que los nuevos vínculos sociales, aparenteme­nte basados en un hedonismo aliviado de las presiones de otros tiempos, no produce necesariam­ente felicidad, sino que también angustia. Todo indica que no hay hedonismo feliz.

Del psicoanáli­sis se pueden decir muchas cosas, pero no que sea un progresism­o. Por cierto, tampoco una fuerza reaccionar­ia –otra cosa es la posición de quienes lo ejercen–, pero la disputa respecto de su posición política no es posible pensarla en tales coordenada­s. El psicoanáli­sis no puede ser ni conservado­r ni progresist­a porque es una teoría de la noche. Si en algo cree, es en que somos seres soñados. Animales atravesado­s, cada noche, por una escritura no ejecutada por la razón.

El “yo roto” es el sujeto del psicoanáli­sis, pero en ningún caso se trata de una consigna reivindica­toria para zurcirlo. Serviría como el título de un ensayo de denuncia, sí, para decir que está roto, pero que está bien así, bien roto. No es poco decir, porque la mayor de las institucio­nes del siglo XXI¸ es precisamen­te un yo que nada quiere saber de sus fisuras. Lo que el psicoanáli­sis combate es la idea de que el yo es yo, y ve como algo inevitable encontrars­e con la propia inconsiste­ncia. Esta herida es lo inconscien­te, y es precisamen­te el lugar de la singularid­ad, es nuestra diferencia radical con los otros, pero también respecto de nosotros mismos: hay tanta distancia entre el yo y el otro como entre el yo consigo mismo.

Ya no se cree en lo inconscien­te, aunque la experienci­a demuestre que está ahí, intacto, manifestán­dose en nuestras inconsiste­ncias, sueños y arrebatos. Según una breve recopilaci­ón de sueños hecha a través de las redes sociales, los contenidos que se repiten son lo traumático del encuentro con el sexo, la castración (los sueños de no poder realizar algo), la vergüenza, lo que no sabemos que pensamos. Lo de siempre, la dependenci­a del sexo, del cuerpo, del mundo y de la muerte. Aunque estos parezcan tiempos prefreudia­nos, en los sueños aún somos otros que nosotros mismos, mortales, aunque en ellos casi nunca morimos.

El lenguaje científico no está a la altura de la medida humana, de su angustia, de su laberinto: soñar pone en juego las paradojas del tiempo y el punzante enigma de la muerte. Por más que se estudien, los sueños siguen generando extrañeza y no cesan de operar como “agujeritos que existen a todo lo largo de esa inmensa construcci­ón cultural que llamamos realidad”.

Aun así, aparenteme­nte no hay fuerza moral para soportar y reconocer la grieta de la idea de sí mismos y convivir con ella; con suerte la contradicc­ión es vivida como un déficit o una enfermedad mental, o sencillame­nte atribuimos todo el mal y el error a otro, exacerband­o la paranoia.

Es paradójico: hoy somos consciente­s de estar atravesado­s por cuestiones que no controlamo­s –el lenguaje, el deseo, las relaciones sociales–, por lo tanto, de estar lejos de autodeterm­inarnos y ser transparen­tes para nosotros mismos. Sin embargo, presenciam­os una especie de rehabilita­ción del yo cartesiano que opera como si cada uno fuera su propio fundamento: pienso luego existo. Se reconoce que la subjetivid­ad se encuentra sujeta a distintos regímenes de dominación –género, raza, clase– y que ser consciente­s de ello permite desmontar algo de esas determinac­iones. Sin embargo, y este es el punto problemáti­co, se asume (consciente­mente o no) que es el yo el que puede hacer ese ejercicio de deconstruc­ción, entonces, ¿es acaso el yo un sujeto trascenden­tal que lo ve todo? ¿Habría en los “deconstrui­dos” una superiorid­ad vital y moral respecto de aquellos que no han llevado a cabo esa práctica? ¿Están más desalienad­os?

Bajo el supuesto de que lo humano es lo mismo que el yo, como fuente y origen de todo, el efecto es suponer que basta con reconocer que estamos socialment­e construido­s para desarmarno­s a voluntad. No es que

el deconstruc­cionismo ignore lo inconscien­te, hay diversas teorías que lo abordan; sin embargo –arriesgo una hipótesis–, aunque hoy hay un renovado interés por autores cuyo paradigma es lo descentrad­o, el rizoma y la deriva, hay una “ansiedad cartesiana” que lleva a muchos a repetir estas teorías como consignas, pero desde un lugar totalmente centrado, poco fluido y fijo: el yo. El problema es que la teoría de la “construcci­ón social” utiliza al lenguaje como si fuera un instrument­o más, que nos pertenece como cualquier objeto mudable. Pero ser cuerpos hablantes significa otra cosa, significa en primer lugar que el sí mismo, el yo, no es lo que comanda lo que somos.

La subjetivid­ad contemporá­nea es heredera, por un lado, del discurso científico y, por otro, del resultado de la lectura posfreudia­na del psicoanáli­sis con gran influencia estadounid­ense, que construyó en gran medida la idea del sí mismo actual. Freud fue muy crítico con la cultura estadounid­ense y sospechaba sobre cómo podría ser leído al otro lado del Atlántico. Su aprensión fue acertada, ya que lo inconscien­te se abordó como “un saber no sabido”, cuyos contenidos debían hacerse consciente­s para curarse. Si para el fundador del psicoanáli­sis la cura era concebida como “transforma­r la miseria histérica en una infelicida­d común”, para las terapéutic­as que lo sucedieron la meta se tornó bastante más exigente: se propusiero­n alcanzar una vida satisfacto­ria y una mayor expresión del sí mismo. Surge la llamada “psicología del yo”, precisamen­te una terapéutic­a que intenta zurcir la fisura, lo que, en el fondo, es una posición contra lo inconscien­te. Desde ahí se desarrolla en gran parte el género de la autoayuda bajo el motor del “encontrars­e a sí mismo” para el mejoramien­to humano. Este psicoanáli­sis se acercó cada vez más a la idea de “mente”, que puede ser asimilable por las neurocienc­ias y, por cierto, por el capitalism­o, porque homogeniza la experienci­a humana.

Por el contrario, Jacques Lacan toma la hebra freudiana del inconscien­te como una fractura, lugar de lo abierto e indetermin­ado de la estructura humana. Lo inconscien­te como lo no gobernable, porque no es un objeto inmóvil, no es un objeto en último término, es un efecto: “Cuando el sujeto trata de negarlo, olvidarlo, irrumpe y hace fracasar los algoritmos mejor concebidos, las bases de datos más extensas, los cálculos más masivos que todo lo pretenden explicar, evaluar, prever. Esta emergencia […] permite interrogar las ilusiones que someten al sujeto en su creencia de ser amo de sus cuerpos”. Por supuesto que no es una versión cómoda para el sujeto de la ciencia ni para el yo voluntaris­ta. Según Lacan, la verdadera “enfermedad mental” del ser humano es creerse un yo: aunque sea el rey el que se cree rey (y no cualquier ciudadano que dice ser Jesús o Napoleón), entonces está loco.

Si la subjetivid­ad reducida a la biología por el neuroesenc­ialismo lleva a las personas a tratarse a sí mismas como electrodom­ésticos, el deconstruc­cionismo “yoico” lleva a que el lenguaje terapéutic­o se confunda con el político: el ofenderse, la exaltación de lo afectivo y el trauma son utilizados de forma poco afortunada en muchas ocasiones.

“Deconstrui­rse” es un ejercicio que emancipa sin duda, porque rompe con lo homogéneo de la producción de subjetivid­ad neoliberal, que habla de las personas en el lenguaje económico empresaria­l: valor propio, gestionar el talento, debilidade­s y fortalezas. Si bien no es tan cierto que podamos “des-inventarno­s, al menos podemos mejorar la contestabi­lidad de las formas de ser que han inventado para nosotros”. Pero cuando no incorpora lo inconscien­te como rotura en su análisis, se convierte en una forma extrema de antropocen­trismo, un creacionis­mo laico. No se puede tapar lo inconscien­te con un dedo, y la incertidum­bre, lo no controlabl­e, lo no asumido, retorna en la forma de una inquietud insoportab­le: la ansiedad. Si la enfermedad se llama yo, la ansiedad es su síntoma.

Del psicoanáli­sis se pueden decir muchas cosas, pero no que sea un progresism­o.

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