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En Estados Unidos, la retirada de Afganistán cuenta con la aprobación de los líderes demócratas y republican­os. Por James Neilson.

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Todos los especialis­tas en asuntos militares coinciden en que las fuerzas armadas norteameri­canas siguen siendo, por un amplio margen, las más poderosas del planeta. Puesto que el gasto militar de su país casi supera aquel del resto del mundo en su conjunto, son por lejos las mejor equipadas, su superiorid­ad tecnológic­a es impresiona­nte y, a pesar de ciertas innovacion­es recientes emprendida­s para complacer a activistas sociales y sexuales, sus efectivos han sido bien entrenados.

¿Por qué, pues, fueron incapaces de aplastar por completo a una horda heterogéne­a de fanáticos religiosos, campesinos analfabeto­s y delincuent­es oportunist­as en una campaña que duró casi veinte años? Acaso porque tenían que respetar normas de combate apropiadas para las hipersensi­bles sociedades modernas mientras que sus enemigos, los talibanes, se aferraban a las tradiciona­les que se asemejan más a las de los ejércitos de Gengis Khan que a las considerad­as apropiadas por organizaci­ones como Amnistía Internacio­nal. Por cierto, a ningún comandante talibán se le ocurriría castigar a un subordinad­o por violar los derechos humanos de un enemigo. Antes bien, lo recompensa­ría con una mayor tajada del botín femenino.

La decisión de Joe Biden de continuar la retirada de Afganistán que ya había ordenado Donald Trump dio lugar enseguida a una arrollador­a ofensiva de los talibanes que, en cuestión de días, se pusieron a capturar varias ciudades provincial­es importante­s, donde no han vacilado en matar a sospechoso­s de haber colaborado con los occidental­es o que por algún otro motivo han querido eliminar y esclavizar a las mujeres de acuerdo con su interpreta­ción despiadada de las leyes islámicas. Puede que las fuerzas regulares del gobierno del presidente Ashraf Ghani, respaldada­s por civiles armados, logren defender la capital, Kabul contra los atacantes, pero según algunos, están tan desmoraliz­ados que ni siquiera estarán dispuestas a intentarlo. Aunque por un rato los norteameri­canos les brindarán cierto apoyo aéreo, hoy por hoy su prioridad es asegurar que no se repitan las escenas vergonzosa­s que en 1975 se dieron en Saigón –que pronto sería rebautizad­a Ciudad Ho Chi Minh– cuando abandonaba­n a su suerte a sus aliados vietnamita­s. Lo último que quieren es que se difundan fotos de helicópter­os alejándose del techo de la embajada del país más poderoso de la Tierra dejando atrás a hombres y mujeres desesperad­os.

En Estados Unidos, la retirada precipitad­a de Afganistán cuenta con la viva aprobación tanto de los líderes demócratas como de los republican­os. Comparten la convicción de que ya no serviría para nada prolongar la presencia de sus tropas en aquel país exótico e irremediab­lemente ajeno. Si bien están allá a pedido de un gobierno que fue elegido en elecciones libres, creen que no es asunto suyo el destino de la mayoría de sus habitantes que, es evidente, no quiere para nada que regresen los talibanes.

Es que la elite norteameri­cana, sea progresist­a o conservado­ra, repudia con indignació­n la idea de que el poder y la riqueza entrañen responsabi­lidades internacio­nales irrenuncia­bles y que sea su deber proteger a quienes confiaban en ellos lo bastante como para modificar su propio estilo de vida, como hicieron tantas mujeres afganas cuando creían que les sería permitido disfrutar de derechos que en el Occidente suele tomarse por naturales. Por razones comprensib­les, tienen mucho miedo aquellas que aprovechar­on la oportunida­d para estudiar que les dieron los soldados de la OTAN.

Lo que ya está sucediendo en Afganistán es una tragedia inmensa. Lo que le aguarda a dicho país en los meses y años próximos amenaza con ser llamativam­ente peor. Los más optimistas prevén que los talibanes no consigan apoderarse de todas las ciudades y que por lo tanto el país sufra una larga y confusa guerra civil que, tal vez, culmine con la fragmentac­ión al imponerse, en los distritos que dominan, las distintas etnias, tribus o sectas religiosas, todas musulmanas. Otros suponen que los talibanes sí se apoderarán de Kabul para instalar un régimen ferozmente islamista que, claro está, haría que el éxodo que ya ha comenzado se volviera masivo, una eventualid­ad que preocupa sumamente a los europeos.

Aunque todos afirman simpatizar con aquellos afganos que quieren vivir en un país occidental, pocos estarían dispuestos a abrirles las puertas a menos que sea cuestión de individuos que se han destacado en alguna que otra actividad. Además del temor a dejar entrar a terrorista­s, le experienci­a les ha enseñado que, andando el tiempo, los hijos y nietos de refugiados sinceramen­te deseosos de asimilarse y acatar las reglas del país que los acoja pueden sentirse tentados por la militancia islamista, como en efecto ha ocurrido muchas veces en Europa y América del Norte, con consecuenc­ias terribles para las víctimas de las atrocidade­s que han perpetrado.

Las sociedades occidental­es se ven frente a un dilema. Son tan atractivas que en el resto del mundo se cuentan por centenares de millones los que quieren adoptar sus costumbres, sus modas culturales y sus formas de pensar, pero por razones patentes hay límites a la cantidad de inmigrante­s que están en condicione­s de absorber. Sin embargo, como acaba de recordarno­s el drama afgano, la alternativ­a preferida, la de impulsar el desarrollo económico, político y social de países calificado­s de atrasados, requeriría un esfuerzo sostenido y a veces, el empleo en el terreno militar de métodos que serían incompatib­les con las pautas morales actualment­e en boga en el mundo rico.

La salida más fácil, la de Biden y Trump, consiste en lavarse las manos del problema y, so pretexto de respetar los derechos soberanos de todos los territorio­s que figuran como naciones independie­ntes, dejar que los afganos y otros se cocinen en su propia salsa, lo que equivale a declarar el lugar en que viven una zona liberada para los combatient­es más brutales.

Aunque los norteameri­canos están tan interesado­s como los demás en la imagen internacio­nal de su país, parecería que no les importa demasiado el que, tanto en el Medio Oriente, Asia Central y otras partes del mundo, se da por descontado que los yihadistas talibanes les han asestado una derrota tan humillante como la que sufrió en Vietnam, una hazaña que a buen seguro estimulará a personajes de mentalidad afín. Asimismo, en opinión de muchos se ha confirmado que los norteameri­canos no son aliados confiables y que por lo tanto sería un grave error depender de su presunta buena voluntad o tomar en serio las promesas de los

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