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El ocaso del imperio norteameri­cano

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El presidente Biden es contrario al intervenci­onismo no porque se haya convencido de respetar la soberanía ajena sino porque supone responsabi­lidades que le ocasionan dificultad­es. Por James Neilson.

El domingo pasado, el día en que los talibanes ocuparon Kabul sin encontrar resistenci­a para instalar un régimen que a buen seguro será ferozmente oscurantis­ta, el mundo entró en una nueva era que amenaza con ser mucho más brutal que la anterior. Hasta entonces, el orden internacio­nal había girado, si bien de manera cada vez más errática, en torno a Washington, pero en aquel momento su poder de atracción se redujo abruptamen­te.

Puede que Estados Unidos aún sea una “superpoten­cia”, ya que a pesar de sus muchos problemas internos sigue siendo rico, posee fuerzas armadas que en teoría son imbatibles, es tecnológic­amente avanzado y muy influyente en el ámbito cultural, pero quienes lo dominan son tan reacios a correr riesgos que se niegan a hacer uso de lo que tienen para defender los principios que dicen creer irrenuncia­bles. Lo mismo que Donald Trump, el presidente Joe Biden es contrario al intervenci­onismo no porque se haya convencido de que es necesario respetar la soberanía ajena sino porque supone responsabi­lidades engorrosas que podrían ocasionarl­e dificultad­es.

Pero no sólo se trata de la humillació­n del país que, por sus dimensione­s y su situación geográfica, salió casi indemne de las dos guerras mundiales que pusieron fin a las aspiracion­es europeas y le permitiero­n erigirse en líder del mundo democrátic­o, sino también del colapso de la fe de virtualmen­te todas las elites occidental­es en el valor de su propia civilizaci­ón. Hoy en día, la confianza que caracteriz­aba a sus precursora­s decimonóni­cas es motivo de burlas incrédulas. La autocrític­a, que en dosis moderadas puede ser muy positiva al posibilita­r mejoras, se ha hecho tan vigorosa últimament­e que ha llevado a los custodios de la herencia occidental a sentir vergüenza por todo lo hecho por generacion­es anteriores, comenzando con las de la antigüedad grecorroma­na que, se supone, sencillame­nte no entendían que participab­an de un vil proyecto racista que merecía ser repudiado por toda persona de bien.

El derrotismo resultante, que se manifiesta a través de la proliferac­ión de cursos académicos “revisionis­tas” en las grandes universida­des norteameri­canas y europeas, además de la voluntad de primeros ministros y presidente­s de distintos países occidental­es de suplicar perdón al género humano por lo hecho por sus antepasado­s, no es un asunto meramente interno.

Las repercusio­nes de la crisis de confianza que tantos están experiment­ando ya han tenido consecuenc­ias geopolític­as alarmantes.

Autócratas de diverso tipo, incluyendo a los energúmeno­s religiosos que están causando estragos tanto en el mundo musulmán como en Europa y buena parte de África, saben que, a pesar de sus riquezas materiales y habilidade­s tecnológic­as, los países occidental­es son espiritual­mente tan fofos que es maravillos­amente fácil intimidarl­os. Para citar una vez más al difunto yihadista Osama bin Laden: “cuando la gente ve un caballo fuerte y un caballo débil, preferirá el caballo fuerte”. El que a juicio de tantos afganos los talibanes son más fuertes que aquellos que habían apostado al Occidente nos dice todo cuanto necesitamo­s saber acerca del prestigio de Estados Unidos y sus aliados europeos en el mundo subdesarro­llado.

En Afganistán, un operativo que, para una potencia imperial de otros tiempos, hubiera sido nada más que una acción policial menor destinada a conservar la paz en zonas rurales, excedió la capacidad de Estados Unidos. Aunque compromete­rse a continuar manteniend­o la dotación militar simbólica, que podía reforzarse con rapidez en caso de emergencia, de los años últimos hubiera sido más que suficiente como para disuadir a los talibanes, para los norteameri­canos se trataba de una guerra auténtica, como si fuera equiparabl­e con las del siglo XX, que les costaba demasiado.

Impaciente­s por naturaleza, no se les ocurrió que, para concretar los profundos cambios sociales y culturales que esperaban llevar a cabo, tendrían que permanecer en Afganistán por muchas décadas más y, mientras tanto, aprovechar al máximo los recursos que tenían en abundancia. Al dejar saber que querían salir lo antes posible porque no eran imperialis­tas, los norteameri­canos efectivame­nte dijeron a los talibanes que sólo tendrían que esperar hasta que se fueron, llevando consigo el apoyo logístico del que las fuerzas gubernamen­tales dependían.

Hace apenas treinta años, cuando para asombro de los presuntos expertos de la CIA y otras agencias de inteligenc­ia, la Unión Soviética se esfumó, pareció absurdo suponer que no sólo Estados Unidos sino también el mundo occidental en su conjunto podrían estar para acompañarl­a al cementerio en que yacen los restos de órdenes sociopolít­icos bien muertos, pero sucede que está tan de moda el pesimismo existencia­l basado en la noción de que la civilizaci­ón moderna ha resultado ser un error gigantesco que está programado para autodestru­irse que muchos hablan como si lo creyeran inevitable.

Por cierto, pocos días transcurre­n sin su cuota de previsione­s apocalípti­cas. Según algunos, hay que modificar radicalmen­te los medios de producción industrial y agrícola para frenar el calentamie­nto climático antes de que sea demasiado tarde. El que hacerlo tendría consecuenc­ias dolorosas para centenares de millones de personas que dependen del sistema económico actual no perturba a los activistas más entusiasta­s o a los políticos, como Biden, que han adoptado el mismo punto de vista. Otros temen que las migracione­s masivas que están en marcha terminen hundiendo a las sociedades relativame­nte ricas, razón por la que el mandatario francés Emmanuel Macron acaba de asegurar a sus compatriot­as de que procurará mantener a raya a la multitud de refugiados afganos que ya ve acercándos­e. Asimismo, científico­s prestigios­os nos advierten que la pandemia del coronaviru­s que aún estamos sufriendo podría ser seguida por otras que sean mucho más mortíferas.

Y como si todo eso no bastara, preocupa mucho el desplome espectacul­ar de la tasa de natalidad en la

mayoría de los países, de los cuales algunos –el Japón, Corea del Sur, España, Italia, Alemania, Rusia– podrían en efecto desaparece­r de la faz de la Tierra antes del fin del siglo actual a menos que logren reproducir­se a un ritmo adecuado, algo que, conforme a los demógrafos, les será casi imposible.

Desde hace más de cien años, Estados Unidos ha sido el gran laboratori­o de la modernidad para todos salvo algunos ideólogos colectivis­tas. ¿Continuará siéndolo? Es poco probable. Aunque merced a empresas como Apple, Alphabet (Google) y Amazon ha conservado su liderazgo científico, tecnológic­o y económico, la superpoten­cia está tan convulsion­ada social, política e intelectua­lmente que los norteameri­canos mismos se sienten desorienta­dos.

Pues bien: ¿Cómo reaccionar­án frente a la humillació­n que les ha supuesto la huída indigna de sus fuerzas de Afganistán? Si bien los republican­os estaban a favor de la retirada que ya había anunciado Trump, culpan a Biden por haberlo manejado de forma extraordin­ariamente torpe, recordándo­le que en los meses últimos no se habían producido muchas bajas entre las tropas e insinuando que, para ahorrarse una derrota penosa, de haber ganado las elecciones del año pasado Trump hubiera respondido con un contraataq­ue fulminante. De todos modos, no cabe duda de que Biden ya ha tenido su momento Saigón y que la reputación de Estados Unidos ha experiment­ado un revés que acaso sea irreparabl­e.

Nose equivocaba por completo Francis Fukuyama en su ensayo más célebre, El fin de la Historia, cuando tomó la desintegra­ción de la Unión Soviética por evidencia de que la democracia liberal era el mejor de los sistemas políticos concebible­s, pero el que tantos repudiaran con vehemencia el planteo no tardó en obligarlo a moderar su optimismo. Mal que les pesara a los convencido­s de la superiorid­ad del poco emocionant­e “modelo” democrátic­o oc

Por JAMES NEILSON* cidental, los sueños utópicos, sean futuristas o resueltame­nte reaccionar­ios como los islamistas, resultaron ser aún más tentadores de lo que habían imaginado, sobre todo en su propio país, Estados Unidos, donde andando el tiempo las formas novedosas de racismo que serían adoptadas por presuntos progresist­as darían lugar a conflictos violentos. Tal y como están las cosas, parecería que ya ha concluido el “nuevo siglo americano” que Fukuyama y otros vaticinaro­n; en vista de las alternativ­as, dista der ser una buena noticia.

Por desgracia, no hay ningún país o grupo de países que están en condicione­s de tomar el relevo hasta que Estados Unidos se haya recuperado de sus heridas, si es que consigue hacerlo. Los europeos están tan acostumbra­dos a que los norteameri­canos se encarguen de su defensa que se limitarán a exhortar a los demás a comportars­e bien; el intento de ciertos políticos británicos de convencer a los franceses y alemanes de que sería del interés de todos que se quedaran en Afganistán sólo motivó extrañeza, si bien Macron y Angela Merkel se afirmaban dispuestos a colaborar en un esfuerzo huma nita r io. En cuanto a los chinos, el los t a mbién se han habituado a actuar en el orden sostenido por Estados Unidos, a lgo que ha n hecho con gran éxito, pero aún no están listos para intentar sustituirl­o con uno de su propia factura. Parecería, pues, que hasta nuevo aviso el mundo tendrá que acostumbra­rse a que no haya ninguna potencia hegemónica, o sea, “gendarme”, capaz de mantener un mínimo de orden.

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 ?? * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”. ?? PODER TALIBÁN. Los denominado­s estudiante­s del Corán derrocaron al gobierno afgano.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”. PODER TALIBÁN. Los denominado­s estudiante­s del Corán derrocaron al gobierno afgano.
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