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El Presidente menguante

- Por JAMES NEILSON*

La Argentina tiene la mitad de sus habitantes inmersos en la pobreza y está en manos de una clase política que reparte limosnas a cambio de votos y de hacer número en protestas callejeras. Por James Neilson.

Tal y como van las cosas, la Argentina no tardará en ser “la villa miseria más grande del mundo”, para citar al libertario extravagan­te Javier Milei. Además de tener la mitad de sus habitantes inmersa en la pobreza, está en manos de una clase política en que abundan personajes de mentalidad clientelis­ta que reparten limosnas a cambio de votos y hacer número en protestas callejeras que se parecen a desfiles militares. Puede que entre los políticos estén algunos estadistas en ciernes, pero hasta ahora nadie con las cualidades necesarias se ha destacado de los demás.

¿Está conforme la mayoría con la mediocrida­d imperante? Es de suponer que no, pero a pesar de su precarieda­d evidente y los golpes muy fuertes que fueron asestados por un colapso económico y una pandemia cruel pésimament­e manejada, el tinglado político nacional ha resultado ser llamativam­ente estable. De tomarse en serio las encuestas, apenas se ha modificado el duopolio del Frente de

Todos y Juntos (por el Cambio) que se formó en 2015.

Aunque muchos entienden que las dos coalicione­s fracasaron de manera calamitosa y muy pocos creen que una, sea la dominada por el kirchneris­mo o la ensamblada por facciones opositoras, sería capaz de brindarle al país el liderazgo que a buen seguro precisará en los meses y años venideros, no hay señales de que esté por surgir una alternativ­a más esperanzad­ora. Por ahora cuando menos, el consenso es que lo que le aguarda al país es más de lo mismo. Es de suponer que todos saben que la Argentina no podrá continuar rodando cuesta abajo por mucho tiempo más sin chocar contra una pared, pero no hay acuerdo alguno sobre cómo impedirlo.

Para muchos políticos, el que la mayoría parezca dispuesta a tolerar la perpetuaci­ón de un orden que no le promete nada positivo ha de ser motivo de alivio. Pueden seguir haciendo lo que más les gusta; concentrar­se en las internas en el caso de algunos y, en el de otros, intercambi­ar insultos burdos y acusacione­s tremendas a través de la grieta en un esfuerzo por convencer al electorado de que sus antagonist­as han sido los únicos responsabl­es de todos los males del país.

La campaña oficialist­a frente a las PASO se basa en la noción de que Mauricio Macri es el gran Satanás al que hay que exorcizar, mientras que la de sus contrincan­tes gira en torno al peligro de que, para conseguir la autoamnist­ía que la obsesiona, Cristina ponga fin a las libertades democrátic­as. Muchos están más interesado­s en identifica­r, con nombres y apellidos, a los presuntos culpables de la tragedia nacional que en formular propuestas concretas sobre lo que podría hacerse para impedir que el país termine como otro “Estado fallido” no por obra de enemigos externos sino por la incapacida­d colectiva de una clase política que presuntame­nte cuenta con la aprobación de quienes la apoyan en las urnas.

En los círculos académicos del mundo desarrolla­do, es habitual dar por descontado que en un país democrátic­o la estabilida­d es de por sí buena, pero no lo ha sido para la Argentina. Aquí, ha funcionado como unsedante para una sociedad que es alérgica a los cambios significan­tes. El que durante décadas el grueso de la población ha sabido soportar la decadencia sin reaccionar vigorosame­nte ante las pérdidas que le ha supuesto ha servido para perpetuarl­a. Puede que para algunos sea digna de admiración “la resilienci­a” de los millones que han sido depositado­s en la miseria sin alzarse en rebelión o repudiar el sistema vigente, pero a menos que tengamos mucha suerte, las consecuenc­ias eventuales de tanta pasividad serán devastador­as.

Desde hace más de tres cuartos de siglo, los impresiona­dos por la resignació­n de un pueblo atrapado en una catástrofe a cámara lenta están preguntánd­ose qué tendría que ocurrir para desatar una rebelión popular: ¿provocaría una la caída abrupta del nivel de vida o, tal vez, un episodio menor del tipo que, para sorpresa de los responsabl­es, servirá como un símbolo de lo más perverso del orden establecid­o? Lo mismo que en otras partes de América latina, aquí la posibilida­d, cuando no la inevitabil­idad, de un “estallido social” incontrola­ble siempre ha recorrido la imaginació­n de políticos que, desde el llano, periódicam­ente advierten que uno está a punto de producirse, pero hasta ahora no se ha visto ninguno.

Ahora bien, aunque nadie supone que podría tener repercusio­nes tan dramáticas como las previstas por los convencido­s de que la paciencia mayoritari­a sí tiene sus límites, puso en alerta a todo el elenco gobernante el furor que fue desencaden­ado por la difusión de fotos de la fiesta que, hace más de un año cuando la cuarentena estaba en su fase policial, celebraron en la quinta presidenci­al de Olivos Alberto Fernández, su pareja Fabiola Yáñez y un grupo variopinto de invitados, peluqueros y así por el estilo, sin barbijos ni distanciam­iento social. A juicio de algunos, el incidente dio lugar a la crisis más grave que el gobierno ha enfrentado, más aún que las provocadas por la pandemia, la proliferac­ión de vacunatori­os VIP para militantes jóvenes y otros amigos del poder o el deterioro constante de la economía.

Lo sucedido tuvo un impacto tan fuerte porque mostró, si aún fuera necesario, que quienes están a cargo del país se creen muy por encima de la gente común que, mientras en Olivos se celebraba una fiesta, se veía obligada a permanecer encerrada en sus viviendas sin poder salir a trabajar, a caminar o incluso a despedir a parientes y amigos moribundos. Para colmo, Alberto mintió al negar su propia participac­ión en la reunión alegre, y poco después culpó por lo sucedido a su “querida Fabiola”, o sea, a la “primera dama” según la usanza norteameri­cana que, como tantas otras costumbres del imperio denostado, han i mportado los kirchneris­tas.

Entre los más indignados por las repercusio­nes del escándalo estaba Cristina; enseguida se las arregló para recordarle a Alberto, y al resto del país, que aquí manda ella, pero la verdad es que la vice no tiene derecho a sentirse defraudada por la conducta nada presidenci­al del hombre del que, en teoría, es una subordinad­a. Optó por entregarle las llaves de la Casa Rosada porque entendía que era un personaje de principios extraordin­ariamente flexibles y que por lo tanto sería ridículo pedirle actuar como si fuera un

presidente de verdad, Lo que buscaba la señora era un abogado que, a cambio de un honorario suculento, sería capaz de defender a su cliente con argumentos leguleyos. Por lo demás, sabía que dadas las circunstan­cias le hubiera sido muy peligroso arriesgars­e con un hombre o mujer que no sólo sería capaz de conseguir los votos de peronistas disidentes y los decepciona­dos por el macrismo sino también de ponerse a la altura del rol que le correspond­ería cumplir.

Así pues, tuvo que conformars­e con alguien dócil y obediente que ni siquiera se animaría a decirle a su pareja que sería mejor que los amigos que entraban en la quinta de Olivos acataran a rajatabla las reglas draconiana­s que el mismo había decretado. Por supuesto, sería poco razonable esperar que un personaje de tales caracterís­ticas se alejara de Cristina que, para más señas, lo tiene rodeado de militantes que lo vigilan como carceleros.

De haber sido Alberto un presidenci­able auténtico, no hubiera tardado en independiz­arse de la tutela de su madrina, como hizo Néstor Kirchner cuando rompió con Eduardo Duhalde, pero muy pronto quedaría claro que la mera idea del “albertismo” lo asustaba. Prefirió la obsecuenci­a que, andando el tiempo, contribuir­ía a debilitarl­o hasta tal punto que Cristina misma se sentiría preocupada; teme que se desplome el gobierno que le sirve de escudo contra aquellos magistrado­s judiciales que no se han dejado intimidar.

Por

su parte, Alberto es consciente de su propia fragilidad. Puede que la crea beneficios­a, de ahí la advertenci­a velada que espetó al decir que

“no me van a hacer caer por el error que cometí”. Se trata de una manera de recordarle­s a quienes hablan de someterlo a un juicio político que, si renunciara, lo reemplazar­ía Cristina, y a su jefa política de que acaso no le convendría en absoluto ocupar la presidenci­a en medio de una crisis socioeconó­mica que propende a agravarse cada vez más sin que nadie parezca saber cómo superarla. ¿Posee la Argentina los recursos políticos que necesitará para salir del pantano en que está deambuland­o desde hace muchos años y que bien podría tragarla? Es de esperar que sí -caso contrario, el país no tiene futuro-, pero para aprovechar­los, tendría que marginar a los oportunist­as inútiles, a los especialis­tas en sacar provecho de la miseria y a aquellos ideólogos que fantasean con una epopeya autodestru­ctiva. Es tan mala la situación que para enfrentarl­a la Argentina tendría que contar con un gobierno de base mucho más amplia que el actual. Se trataría de una versión más realista del “albertismo” que sedujo a los tentados por la eventualid­ad de que el dueño pasajero del lápi z presidenci­al se las ingeniaría para construir su propio núcleo de poder pero que, desde luego, no pudo concretars­e porque el hipotético protagonis­ta decidió que le sería mejor limitarse a desempeñar el papel ideado por Cristina, el de un empleado humilde que no soñaría con desobedece­r a su ama. ●

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 ??  ?? ALBERTO. El escándalo de la fiesta en Olivos afectó al Presidente. * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
ALBERTO. El escándalo de la fiesta en Olivos afectó al Presidente. * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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