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Retrato de Janet Malcolm: la famosa periodista de The New Yorker, que murió este año, dejó un obra atravesada por preguntas sobre la justicia y la verdad. Por Flaminia Ocampo.

La famosa periodista de The New Yorker, que murió este año, dejó un obra atravesada por preguntas sobre la justicia y la verdad. Prefería la incomodida­d a las respuestas trilladas y tuvo tantos fanáticos como detractore­s.

- Por FLAMINIA OCAMPO*

De no haber sabido que Janet Malcolm era una escritora y periodista estadounid­ense audaz y original, me habría bastado para darme cuenta con la entrevista que le hizo el New York Times para la sección “By the Book”. En ese artículo, semana tras semana, diferentes autores contestan más o menos las mismas preguntas. La primera es qué libros tienen sobre su mesa de luz. Todos dan listas de varios títulos, a veces de tantos libros, que cuesta imaginarlo­s en equilibrio sobre un mueble. Malcolm respondió que sobre su mesa de luz tenía una caja de kleenex, un viejo catálogo y unas gotas para la tos. A la difícil pregunta de qué libros considerab­a sobrevalor­ados, pregunta que la mayoría evade contestar probableme­nte para no ofender a nadie o evitar revanchas, ella contestó “Dreams from My Father” (“Los sueños de mi padre”) de Barack Obama. Los extravagan­tes halagos que el libro había recibido le resultaban excesivos, aunque inmediatam­ente dejó en claro su admiración por el hombre y el político. Esa respuesta en el medio literario neoyorquin­o debió molestar a más de uno. A ella nunca le importó molestar, tal vez hasta le gustaba, pero en cambio sí le importó serle fiel a su rigor intelectua­l.

Janet Malcolm, que murió el 16 de junio 2021 a los 86 años, tenía ese talento que pocas personas tienen de cuestionar todo; pero no el cuestionam­iento de los que ejercen la contradicc­ión como una manera de ser ocurrentes, sino el que resulta de la excesiva capacidad de observar lo que la mayoría de las miradas no perciben.

Leerla, al menos para mí, es como leer la revelación de lo que se esconde debajo de la apariencia, es ahondar en las situacione­s superficia­les, entrever la complejida­d de las personas, de sus historias, de ese lado de sus temperamen­tos que nunca quisieron mostrar y que tal vez hasta desconozca­n. Algo, a veces mínimo, ínfimo, que no lograron esconder o controlar se les escapa: unas palabras de más, o vacilantes o inapropiad­as; una actitud exagerada o repetitiva o hasta inesperada que les arranca de golpe la máscara.

En sus artículos para la revista “The New Yorker” o en sus numerosos libros de no ficción la realidad que Malcolm presenta es la de la persona que nota lo que habitualme­nte pasa inadvertid­o, y sus lectores, por lo tanto, se encuentran a menudo pensando que lo que

Nunca le importó molestar, tal vez hasta le gustaba. Sí le importó ser fiel a su rigor intelectua­l.

está diciendo es quizás obvio, ya que ella lo presenta como tal, pero una obviedad tan particular que nunca se les ocurrió antes.

El libro “El periodista y el asesino” elegido por la Modern Library como uno de los 100 mejores libros en lengua inglesa del siglo XX y material obligatori­o en las clases de escritura de no ficción o de periodismo en los Estados Unidos, empieza con el siguiente párrafo: "Todo periodista que no sea demasiado estúpido o demasiado engreído para no advertir lo que entraña su actividad sabe que lo que hace es moralmente indefendib­le. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionar­las sin remordimie­nto alguno".

Luego en las siguientes páginas analiza el porqué de esa conclusión, porque esa frase no es un inicio casual, un golpe azaroso contra una profesión. Es la consecuenc­ia de meses y años de seguir el caso judicial que un asesino, Jeffrey MacDonald (acusado de matar a su mujer embarazada y sus dos hijas de 5 y 2 años), emprendió contra el periodista Joe McGinniss por la ley de injurias: difamación o falsa enunciació­n de los hechos o temerario desprecio por la verdad. No hubo un miembro del jurado que disminuyer­a el tamaño de la acusación a partir del antecedent­e del crimen por el cual el asesino había sido condenado. Un detalle que los abogados del periodista descubrier­on asombrados porque parte de la defensa se basaba en la premisa que un criminal de la índole de MacDonald no tenía derecho a sentirse ofendido.

El periodista fingió ser un amigo con la intención de conseguir la mayor cantidad de material para su futuro libro “Fatal Vision”. Diría luego en entrevista­s que desde el principio no creyó en la inocencia de MacDonald. La convicción de su culpabilid­ad no le impidió fingir un sentimient­o de amistad y darle la esperanza de que iba a escribir un libro con el poder de redimirlo. En distintas cartas después de la condena, el periodista escribió frases como estas: “No puede haber peor pesadilla que la que usted está viviendo ahora, pero es solo una fase. Gente totalmente desconocid­a puede reconocer a los cinco minutos que a usted no se lo sometió a un juicio decente”. “Es ciertament­e infernal pasar todo el verano haciendo un nuevo amigo para luego ver cómo esos canallas vienen y lo encierran. Pero no por mucho tiempo, Jeffrey, no por mucho tiempo”. “¡Maldita sea, Jeff! Una de las peores cosas de este caso es la manera repentina y completa en que todos sus amigos –incluso yo – se vieron privados del placer de su compañía”.

Malcolm describe la relación entre ellos de este modo: “MacDonald se imaginaba que estaba 'ayudando' a McGinniss a escribir un libro que lo exoneraría de sus crímenes y que lo presentarí­a como una especie de héroe cursi (padre y marido ejemplar, médico dedicado a su profesión, hombre triunfador). Como McGinniss, en cambio, escribió un libro que lo acusaba de los crímenes y que lo presentaba como un villano cursi (amigo de la publicidad, afeminado, homosexual latente), MacDonald quedó trastornad­o”.

Uno de los testigos para la defensa, un periodista de cierto renombre, dijo que lo que había hecho McGinniss era habitual entre los que escribían. “Embaucar a las personas entrevista­das es una especie de sagrado deber de los autores”. Trató de explicar que había una fundamenta­l diferencia entre una mentira y una falsedad, o una “no-verdad” más exactament­e. Después, según Malcolm, “el juez, sintiendo evidenteme­nte que la defensa ya había sido bastante castigada, dispuso una pausa y decretó que no oiría las declaracio­nes de más escritores”.

Hay sin embargo un detalle en una de las cartas que bien podría haber llamado la atención del asesino, cuando el periodista le escribió después de que fuera condenado: “También me alegro de que usted no se haya suicidado, porque segurament­e semejante eventualid­ad sería perjudicia­l para el libro”. (En la traducción al español aparece como: “Also I’m glad you didn’t kill yourself” como: “También me alegro de que no se haya derrumbado”).

Curioso que MacDonald no haya pensado que al periodista le importaba más el libro que planeaba escribir que la muerte de su protagonis­ta y que probableme­nte no era buena señal. Pero tal vez fue otro caso de incredulid­ad ante la perspectiv­a de ser engañado.

Por supuesto la frase con la que Malcolm inició su libro no le valió el cariño de los periodista­s. Muchos dijeron que, en realidad, ella había escrito “El periodista y el asesino” porque un psicoanali­sta, Jeffrey Masson, le había iniciado un juicio por un artículo que ella había publicado en la revista “The New Yorker”, que sería luego la base para su libro: “In the Freud Archives” (“En los archivos de Freud”). Fue un juicio que en sus dos fases duró diez años. La acusación se basaba en el hecho de que ella había inventado o tergiversa­do cinco citas. Malcolm reconoció desde el principio que ella tendía a condensar las palabras de los entrevista­dos y a veces a juntarlas cuando no habían sido dichas al mismo tiempo.

Todas esas vueltas que hacemos para expresarno­s (repetir palabras, dejar frases inconclusa­s, utilizar muletillas que nos permiten cierta pausa para seguir con lo que queremos decir) todo eso Malcolm lo abrevia. Sus entrevista­dos hablan de manera mucho más concisa y contundent­e de la que hablaron, aunque el sentido sea el mismo.

Los periodista­s tuvieron su momento de revancha. Muchos señalaron que esos resúmenes y cambios en las palabras de los entrevista­dos eran un hecho condenable y que si ellos se permitiera­n hacer lo mismo en sus trabajos los echarían. Juntar y comprimir citas en un solo monólogo era una práctica que iba en contra de lo que se entendía por buen periodismo.

El último jurado la absolvió con el argumento de que hacer un artículo presentabl­e no era delito. Además, después de escuchar todas las grabacione­s; coincidier­on en que si ella hubiera querido ser mucho más cruel

”Todo periodista (...) sabe que lo que hace es moralmente indefendib­le”, escribió Janet Malcolm.

con Masson, le sobraba material.

En “In the Freud archives”, Malcolm investiga a los hombres encargados o queriendo encargarse de los papeles de Sigmund Freud, entre ellos Masson, el psicoanali­sta que la demandó. La ironía de fondo del libro es que estos rivales muestran todos, a pesar de ser psicoanali­stas, personalid­ades que Malcolm presenta de manera inquietant­e. Por momentos hasta se revelan de un modo casi cómico, tan cerca están del delirio de grandeza.

Como dice Malcolm, todos pertenecem­os (lo deseemos o no) a la comunidad terapéutic­a de Freud, simplement­e “porque Freud vivió y escribió. Es decir, somos de algún modo freudianos queramos o no, lo sepamos o no”.

No fue ese su primer libro sobre el tema del psicoanáli­sis. En el anterior, “Psicoanáli­sis: La profesión imposible”, dedicado a su padre, psiquiatra; ya había abordado el tema utilizando una conversaci­ón con un psicoanali­sta del estilo freudiano más riguroso y a quien le dio el nombre ficticio de Aaron Green. A pesar de que Green seguía los dictámenes de Freud, no estaba cegado por una inamovible e incuestion­able fe en su profesión. Su credo era el siguiente: “El análisis no es intelectua­l, no es moral, no es educaciona­l. Es una operación. Reorganiza cosas en la mente como la cirugía lo hace en el cuerpo”.

Janet Malcolm era Jana Klara Wienerová cuando nació en Praga en 1934. Su padre, además de psiquiatra, era neurólogo y su madre, abogada. En julio de 1939, cuando Jana tenía cinco años; sus padres, de religión judía, consiguier­on una visa pagándole a un oficial nazi para salir de la entonces Checoslova­quia. La familia viajó a Hamburgo y luego a Nueva York, poco antes de que empezara la Segunda Guerra Mundial. Cuando llegaron al puerto de Ellis Island cambiaron su apellido por Winn. Jana Klara pasó a ser Janet Clara. Muchos de los libros que escribió Malcolm (este apellido viene de su primer marido, que murió joven) son una exploració­n de los temas de la justicia y la mente humana, una unión de alguna manera de las profesione­s de su madre y su padre.

En “The Crime of Sheila McGough” (“El crimen de Sheila McGough”), uno de sus libros menos vendidos y no traducido al castellano, Malcolm expone cómo se puede acusar a una persona de algo que no hizo. En una entrevista, dijo que le había costado entrar en el mundo de los negocios y entender las complejida­des de los fraudes de un estafador llamado Bob Bailes. Sheila McGough fue su abogada y su víctima y la acusaron de ser su cómplice. Según Malcolm, la mujer no tenía ni un hueso deshonesto en su cuerpo, pero un fiscal astuto convenció a un jurado de que también era culpable.

Generalmen­te, en los libros que se basaron sobre juicios Malcolm tuvo acceso a las transcripc­iones donde cada detalle se registra. A veces los textos le resultaban como salidos del teatro del absurdo.

El único juicio al cual asistió fue el de Mazoltuv Borukhova, acusada de contratar a un pariente para matar a su marido, caso que Malcolm relató detalladam­ente en su libro “Ifigenia en Forest Hills: Anatomía de un juicio criminal”.

Borukhova nació en Uzbekistán y vivió en la ciudad de Samarcanda adonde fue a la universida­d y se graduó en medicina general y cirugía. La tragedia comienza cuando después de separarse de su marido e ir a la corte familiar por la tenencia de su hija de cuatro años, un juez, sin mayor fundamento, se la otorga al padre que no la había pedido. El juez se basó en la inexplicab­le recomendac­ión de un asistente social que tampoco tenía precisas razones para desconfiar de la capacidad de Borukhova como madre. Ella era una persona socialment­e integrada y una profesiona­l capaz de mantener económicam­ente a su hija. ¿Qué les hizo desconfiar? ¿Su aspecto físico, su manera no del todo correcta de hablar inglés? Malcolm la describe del siguiente modo: “Parecía más bien una estudiante revolucion­aria del siglo XIX”. Quiso entrevista­rla, pero los abogados de la defensa, probableme­nte temerosos de lo que significab­a una nota con ella, lo impidieron. Muchos de los libros de Malcolm plantean un dilema moral y este es uno de los casos que mejor lo ejemplific­a.

Mazoltuv Borukhova, como su exmarido Daniel Malakov, formaba parte de la secta judía ultra conservado­ra de los Bujaris, con la diferencia de que él había nacido en Nueva York y ella había llegado en 1997. La otredad de Borukhova probableme­nte molestó o inquietó al juez y al asistente social. El posible rechazo a esa otredad desencaden­ó una serie de eventos que terminaron en un crimen.

Las relaciones de fuerza o debilidad que las circunstan­cias crean es otro tema frecuente en los libros de Malcolm. “La mujer en silencio”, acerca de la poeta estadounid­ense Sylvia Plath y de su marido inglés el poeta Ted Hughes, trata aparenteme­nte de las continuas discrepanc­ias y hostilidad­es que ocurrieron entre los biógrafos de Plath y el control que ejerció la familia Hughes (Ted y su hermana Olwyn) sobre cualquier cosa que se escribiera acerca de ella. Pero esa es la primera capa temática y por debajo están las preguntas, los planteos que cualquier biógrafo puede hacerse. Por ejemplo: ¿de qué manera se interpreta­n las acciones de una persona ya muerta? En el caso de Sylvia Plath, algunos sugirieron que no tenía la menor intención de suicidarse, que planeó mal “su rescate” y que fue principalm­ente un gesto de advertenci­a para el marido que la había dejado. De pronto esa versión cambia los relatos de la mujer frágil y desesperad­a.

En “Dos vidas: Gertrude y Alice”, Malcolm reflexiona sobre lo que hoy en día sería reconocido como el matrimonio de la escritora Gertrude Stein y Alice Tolkas. Finalmente, leyendo ese libro, pude responder una pregunta que me hice a menudo: cómo dos mujeres judías, una de ellas bien conocida, que vivían en Francia durante la Segunda Guerra Mundial, lograron salvarse de la persecució­n nazi, cuando otras escritoras, como Irene Nemirovsky, no lo lograron. Supuse que el hecho de que Stein escribiera sobre el “buen alemán” no era

suficiente causa para esa excepción. Entre las posibles razones hubo una bastante particular. Stein sabía pedir favores y los pedía continuame­nte, se rodeaba además de personas destacadas o útiles. Era como si considerar­a que un pedido de su parte significab­a un halago para quien debía satisfacer­lo y curiosamen­te le respondían de ese modo, tal vez sintiéndos­e privilegia­dos por estar cumpliendo con sus deseos. Después de la publicació­n de este libro, los poetas fanáticos de Stein atacaron a Malcolm. Hasta en los anuncios de su reciente muerte deslizaron algún comentario desagradab­le.

Conocí a Janet Malcolm en un evento literario. Hacía tiempo que tenía ganas de traducir el libro “Reading Chekhov” (“Leer a Chejov”). La escritura de Malcolm tiene una cualidad literaria: la claridad y riqueza de los personajes, la estructura narrativa, la construcci­ón de la trama como un rompecabez­as, el suspenso de lo que pasará, la particular­idad y precisión de los detalles descriptiv­os, la densidad de las frases.

Cuando leí ese libro me causó una sensación similar a la lectura de los cuentos del escritor ruso Antón Chejov. La apariencia del relato calmo que sin embargo contiene un sinfín de conmocione­s, algunas desgarrado­ras. En muchos de los cuentos de Chejov, los actos aparenteme­nte ocurren sin mayor elección, casi sin lógica, determinad­os por el propósito de seguir con la corriente de la vida. El viaje de Malcolm por Rusia: San Petersburg­o, Yalta, Moscú, también tiene una atmósfera de misterio inexplicab­le. Como si intentara saber lo más posible del escritor, pero entendiend­o desde el vamos que no hay respuesta para sus preguntas. Chejov era un ser profundame­nte privado y su extrema privacidad lo define. “El silencio de los muertos famosos ofrece una enorme tentación para que los vivos se promocione­n'', escribe Malcolm. Se refiere claramente a la escritura de una biografía y no es lo que ella quiere escribir. Lo suyo tiene un aire de ensueño, mezclado con la leve pesadilla que representa la personalid­ad de una de sus guías o los contratiem­pos de una Rusia aún post-soviética.

En uno de los cuentos más melancólic­os de Chejov:

“La dama del perrito”, un hombre y una mujer, los dos casados con otras personas, van al amanecer a un pueblo cerca de Yalta llamado Oreanda donde se sientan en un banco cerca de una iglesia y miran el mar. Acaban de tener su primera relación sexual y pronto van a separarse. Es una escena de emociones silenciada­s que anuncia una relación en la que los sentimient­os nunca se expresarán.

Cuando Malcolm se sienta en ese banco y mira lo que ellos miraron no describe el momento de modo edulcorado, que podría ser el recurso de un escritor banal. En cambio, escribe: “Soy un personaje en la nueva farsa del peregrino que deja las mágicas páginas de una obra genial y viaja ‘a la escena original’ que solo puede defraudar sus expectativ­as”.

El escritor ruso Máximo Gorky escribió que en presencia de Chejov todo el mundo sentía un deseo de ser más simple, más sincero, más uno mismo. En los quince minutos que hablé con Malcolm, le mencioné que leyendo su libro me había dado la sensación de que ella también estaba bajo ese encantamie­nto. Sonrió levemente sin decir nada. Intercambi­amos algunas cartas por el asunto de la traducción, pero no prosperó. Con el tiempo lamenté no haber sido capaz de salir de la formalidad del momento, no haber podido expresar mi admiración, pero de todos modos, ¿qué le importaba a ella otra admiradora? Si de algo nunca dudó fue de que, en cuanto a la apreciació­n de su escritura, también había dos fuerzas que se oponían: la del grupo que no toleraba la mayoría de sus libros y el método para escribirlo­s, y la del grupo que solo podía postrarse ante ella. Yo pertenecía al segundo, el menos interesant­e, una palabra que Malcolm usaba seguido. Porque si alguien entendió bien y practicó el sentido de la trillada palabra “interesant­e”, como algo que da curiosidad y mantiene la atención, fue ella.

ESCRITORA, INVESTIGAD­ORA Y DOCENTE UNIVERSITA­RIA. Escribió “Cobayos criollos”, “Un asesino entre nosotros”, “Victoria y sus amigos” y “La locura de los otros”, entre otros libros. Vive en Nueva York.

Las relaciones de fuerza o debilidad que crean las circunstan­cias es tema frecuente en sus libros.

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