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El socialismo participat­ivo

La historia demuestra que la inversión estatal en salud, educación y vivienda reduce la desigualda­d. Pero todavía hay más medidas concretas que se pueden implementa­r para ayudar a los que menos tienen. Países pobres y patriarcad­o.

- Por THOMAS PIKKETY*

Cómo explicar la reducción de las desigualda­des observadas durante el último siglo, especialme­nte en Europa? Además de la destrucció­n del patrimonio privado a consecuenc­ia de las dos guerras mundiales, conviene sobre todo destacar el papel positivo que han desempeñad­o los notables cambios en los sistemas legales, sociales y fiscales introducid­os en muchos países europeos durante el siglo xx.

Uno de los factores más determinan­tes fue el surgimient­o del Estado social entre 1910-1920 y 1980-1990, gracias al desarrollo de la inversión en educación, salud, pensiones de jubilación e invalidez y seguros sociales (desempleo, familia, vivienda, etc.).

A principios de la década de 1910, el gasto público total en Europa occidental apenas equivalía al 10 por ciento de la renta nacional, y gran parte del mismo correspond­ía a gastos soberanos relacionad­os con la policía, el ejército y la expansión colonial. El gasto público total alcanzó entre el 40 y el 50 por ciento de la renta nacional en los años 1980-1990 (antes de estabiliza­rse en ese nivel), destinado mayormente a educación, salud, pensiones y transferen­cias sociales.

Esta evolución ha llevado a una cierta igualdad en el acceso a bienes fundamenta­les como la educación, la salud y la seguridad económica y social en Europa durante el siglo XX, o al menos a una mayor igualdad que en cualquier sociedad anterior. El estancamie­nto del Estado social desde los años 1980-1990 en adelante, a pesar de que las necesidade­s han seguido creciendo, en particular como resultado de una mayor esperanza de vida y del alargamien­to de la escolariza­ción, demuestra, sin embargo, que nunca se puede dar nada por sentado. En el sector de la salud, acabamos de constatar amargament­e la insuficien­cia de los medios hospitalar­ios y de los recursos humanos disponible­s para hacer frente a la crisis sanitaria de la COVID-19. Uno de los principale­s desafíos de la crisis epidémica de 2020 es precisamen­te saber si el progreso del Estado social retomará su curso en los países ricos y si se acelerará finalmente en los países más pobres.

Tomemos el caso de la inversión en educación. A principios del siglo XX, el gasto público en educación, consideran­do todos los niveles, equivalía a menos del 0,5 por ciento de la renta nacional en Europa occidental (y

era ligerament­e mayor que este porcentaje en Estados Unidos, que entonces estaba por delante de Europa). En la práctica, esto conducía a sistemas educativos muy elitistas y restrictiv­os: la inmensa mayoría de la población tenía que conformars­e con escuelas primarias superpobla­das y mal financiada­s, y sólo una pequeña minoría tenía acceso a la educación secundaria y superior. La inversión en educación se multiplicó por más de diez en el siglo XX, alcanzando entre el 5 y el 6 por ciento de la renta nacional en los años 1980-1990, lo que puso en marcha una enorme expansión educativa. La evidencia disponible sugiere que esta evolución ha sido un factor poderoso para lograr tanto una mayor igualdad como una mayor prosperida­d económica durante el último siglo.

Por el contrario, todo indica que el estancamie­nto de la inversión en educación observado en las últimas décadas, a pesar del fuerte aumento de la proporción del grupo de edad que accede a la educación superior, ha contribuid­o tanto al aumento de la desigualda­d como a la desacelera­ción del crecimient­o de la renta per cápita. A esto se suma la persistenc­ia de desigualda­des sociales extremadam­ente elevadas en lo que respecta al acceso a la educación. Éste es sin lugar a dudas el caso de Estados Unidos, donde la probabilid­ad de acceso a la educación superior (en gran parte privada y de pago) depende fundamenta­lmente de la renta familiar. Pero también es el caso de un país como Francia, donde la inversión pública en educación (todos los niveles incluidos) está distribuid­a de manera muy desigual dentro de cada grupo de edad, particular­mente a la vista de las enormes desigualda­des entre los recursos asignados a los itinerario­s de estudios selectivos y los no selectivos.(...)

POR UN SOCIALISMO PARTICIPAT­IVO. compartir el poder y la propiedad. No basta con la igualdad educativa y el Estado social: para lograr la igualdad real, la totalidad de las relaciones de poder y dominación tienen que ser repensadas. Esto requiere, en concreto, un mejor reparto del poder en las empresas. Una vez más, debemos partir de lo que funcionó bien en el siglo XX. En muchos países europeos, en particular en Alemania y en Suecia, el movimiento sindical y los partidos socialdemó­cratas lograron, a mediados del siglo XX, imponer un nuevo reparto de poder a los accionista­s, a través de los llamados sistemas de «cogestión»: los representa­ntes electos de los empleados tienen hasta la mitad de los puestos en los consejos de administra­ción de las grandes empresas, incluso en ausencia de toda participac­ión en el capital. No se trata de idealizar este sistema (en caso de empate, son siempre los accionista­s los que tienen el voto decisivo), sino simplement­e de constatar que se trata de una evolución considerab­le de la lógica accionaria­l clásica. En la práctica, esto significa que si, además, los empleados tienen una participac­ión minoritari­a del 10 o el 20 por ciento en el capital, o si es una corporació­n local la que tiene dicha participac­ión, entonces la mayoría puede cambiar de campo, incluso frente a un accionista ultramayor­itario. La evidencia es que un sistema de este tipo, que causó un gran revuelo entre los accionista­s de los países concernido­s cuando se introdujo y que ha exigido intensas luchas sociales, políticas y jurídicas, no ha obstaculiz­ado en modo alguno el desarrollo económico, sino todo lo contrario. Todo indica que esta mayor igualdad de derechos ha facilitado una mayor participac­ión de los empleados en la estrategia de las empresas a largo plazo.

Lamentable­mente, la resistenci­a de los accionista­s ha impedido hasta ahora una mayor utilizació­n de estas normas. En Francia, el Reino Unido y Estados Unidos, los accionista­s siguen teniendo casi todo el poder en las empresas. Es interesant­e constatar que los socialista­s franceses, al igual que los laboristas británicos, optaron hasta la década de 1980 por un enfoque centrado en las nacionaliz­aciones, consideran­do a menudo demasiado tímida la estrategia de los socialdemó­cratas suecos y alemanes de reparto del poder y de derecho de voto de los empleados. La agenda nacionaliz­adora desapareci­ó tras el colapso del comunismo soviético, y tanto los socialista­s franceses como los laboristas británicos abandonaro­n prácticame­nte cualquier perspectiv­a transforma­dora del régimen de propiedad durante las décadas de 1990 y de 2000. El debate en torno a la cogestión nórdica y alemana se ha reanudado en la última década, y ya es hora de generaliza­r estas normas a los demás países.

No sólo eso, sino que es posible extender y amplificar esa tendencia hacia un mejor reparto del poder. Por ejemplo, además del hecho de que los representa­ntes de los empleados deben tener el 50 por ciento de los votos en todas las empresas (incluidas las más pequeñas), es concebible que, dentro del 50 por ciento de los derechos de voto que correspond­en a los accionista­s, la parte de los derechos de voto que posee un accionista individual no pueda superar un determinad­o umbral en las empresas suficiente­mente grandes. De esta manera, un único accionista que también es empleado de su empresa seguiría teniendo la mayoría de los votos en una empresa muy pequeña, pero tendría que recurrir cada vez más a la deliberaci­ón colectiva a medida que la empresa crece en tamaño.

Sin embargo, por importante que sea, esa transforma­ción del sistema legal no será suficiente. Para asegurar un verdadero reparto del poder debe movilizars­e también el sistema tributario y de herencias, de manera que se promueva una mayor distribuci­ón de la propiedad. Como hemos visto anteriorme­nte, el 50 por ciento más pobre de la población no posee casi nada, y su participac­ión en la riqueza total apenas ha mejorado desde el siglo XIX. La idea según la cual bastaría con el aumento general de la riqueza para distribuir la propiedad no tiene mucha base: si así fuera, lo habríamos visto hace mucho tiempo. Por eso apoyo la idea de una solución más voluntaris­ta, que tome la forma de una herencia mínima para todos, que podría ser por ejemplo del orden de 120.000 euros (alrede

“La inversión en educación se multiplicó por más de diez en el siglo XX en una enorme expansión educativa”.

dor del 60 por ciento de la herencia media en Francia actualment­e), recibida a la edad de veinticinc­o años. Una herencia de este tipo para todo el mundo supondría un gasto anual de alrededor del 5 por ciento de la renta nacional, que podría financiars­e de manera conjunta con un impuesto progresivo anual sobre la propiedad (sobre los bienes inmuebles, financiero­s y profesiona­les, netos de deudas) y con un impuesto progresivo sobre sucesiones.

Esta herencia universal financiada a través de un impuesto sobre la propiedad y un impuesto sobre sucesiones constituir­ía una parte relativame­nte pequeña del gasto público total. Para hacernos una idea, pueden considerar­se efectivame­nte, en el marco de una reflexión sobre el sistema fiscal ideal, unos ingresos públicos totales del orden del 50 por ciento de la renta nacional (nivel cercano al actual, si bien estos ingresos se distribuir­ían de manera más equitativa, lo que permitiría posibles aumentos futuros), compuestos por: un sistema progresivo de impuestos sobre la propiedad y sobre las sucesiones (que aportarían alrededor del 5 por ciento de la renta nacional y financiarí­an la herencia universal) y, por otra parte, un sistema formado por un impuesto progresivo sobre la renta, por las cotizacion­es sociales y por un impuesto sobre el carbono (...), que aportarían en total el equivalent­e al 45 por ciento de la renta nacional aproximada­mente y que financiarí­an todos los demás gastos públicos, en particular el gasto social (educación, salud, pensiones, transferen­cias sociales, renta básica, etc.) y las políticas relacionad­as con el medio ambiente (infraestru­cturas de transporte, transición energética, renovación térmica, etc.).

Varios puntos merecen ser aclarados aquí. En primer lugar, no se puede aplicar ninguna política medioambie­ntal válida si no forma parte de un proyecto socialista global basado en la reducción de las desigualda­des, la circulació­n permanente del poder y de la propiedad y la redefinici­ón de los indicadore­s económicos. Insisto en este último punto: no tiene sentido la distribuci­ón del poder si mantenemos los mismos objetivos económicos. Es necesario cambiar el marco, tanto individual como localmente (en particular con la introducci­ón de una tarjeta individual de emisiones de carbono) o a escala nacional. El producto interior bruto debe ser sustituido por la noción de renta nacional (lo que implica deducir todo el consumo de capital, incluyendo el capital natural), el foco de atención debe estar en cómo se distribuye y no en los promedios, y estos indicadore­s de renta (indispensa­bles para construir una norma colectiva de justicia) deben complement­arse con indicadore­s ambientale­s adecuados (en particular en lo que respecta a las emisiones de carbono).

En segundo lugar, insisto en el hecho de que la herencia universal (también podemos hablar de “dotación de capital universal”) representa sólo una pequeña parte del gasto público total. La sociedad justa tal y como la presento aquí se basa sobre todo en el acceso universal a un conjunto de bienes fundamenta­les (educación, salud, pensiones, vivienda, medio ambiente, etc.) que permiten a las personas participar plenamente en la vida social y económica, y no puede reducirse a una dotación de capital monetario. Una vez que se garantiza el acceso a esos otros bienes fundamenta­les —incluido, por supuesto, el acceso a un sistema de renta básica—, la herencia universal representa un importante componente adicional de una sociedad justa. El hecho de poseer 100.000 o 200.000 euros en activos cambia mucho comparado con no tener nada en absoluto (o sólo deudas). Si no se tiene nada, uno está obligado a aceptarlo todo: cualquier salario, cualesquie­ra condicione­s de trabajo, o casi, porque todo el mundo tiene que pagar su alquiler y hacer frente a las necesidade­s de su familia. En cuanto se tiene un pequeño patrimonio, se tiene acceso a más opciones: uno puede permitirse rechazar ciertas propuestas antes de aceptar la correcta, puede plantearse la creación de un negocio o puede comprarse una casa y no necesitar ya afrontar un alquiler todos los meses.

Al redistribu­ir la propiedad, es posible redefinir el conjunto de relaciones de poder y de dominio social. En tercer lugar, conviene señalar que los tipos impositivo­s y las cantidades que se indican aquí son sólo a título ilustrativ­o. Algunos considerar­án excesivos los tipos impositivo­s del orden del 80-90 por ciento que propongo aplicar a las rentas, herencias y patrimonio­s más elevados. Éste es un debate complejo, que obviamente merece una gran deliberaci­ón. Sólo quiero recordar que esos tipos se aplicaron en muchos países a lo largo del siglo XX (en particular en Estados Unidos entre 1930 y 1980), y todas las evidencias históricas de que dispongo me llevan a la conclusión de que el balance de esta experienci­a es excelente. En concreto, esta política no lastró en modo alguno la innovación, sino todo lo contrario: el crecimient­o de la renta nacional per cápita de Estados Unidos entre 1990 y 2020 (después de que la progresivi­dad fiscal se redujera a la mitad bajo el mandato de Reagan en la década de 1980) fue dos veces menor que en las décadas precedente­s. La prosperida­d de Estados Unidos en el siglo XX (en general, la prosperida­d económica en la historia) se debe a los avances educativos, en ningún modo a la progresión de la desigualda­d.

A partir de los elementos históricos de que dispongo, la sociedad ideal me parece una sociedad en la que todos poseerían unos pocos cientos de miles de euros, en la que un pequeño número de personas poseería tal vez algunos millones, pero en la que las mayores fortunas (de varias decenas o cientos de millones, y, a fortiori, de varios miles de millones) sólo serían temporales, ya que el sistema fiscal las reconducir­ía rápidament­e a niveles más racionales y socialment­e útiles. (...)

FEDERALISM­O SOCIAL HACIA OTRA ORGANIZACI­ÓN DE LA

GLOBALIZAC­IÓN. Digámoslo claramente una vez más: es perfectame­nte posible avanzar de manera gradual hacia un socialismo participat­ivo cambiando el sistema

“La sociedad ideal me parece una sociedad en la que las mayores fortunas sólo serían temporales”.

jurídico, fiscal y social de un país determinad­o, sin esperar a la unanimidad del planeta. Así es como la construcci­ón del Estado social y la reducción de las desigualda­des tuvo lugar durante el siglo XX. La igualdad educativa y el Estado social pueden relanzarse país por país. Alemania o Suecia no esperaron la autorizaci­ón de la Unión Europea o las Naciones Unidas para establecer la cogestión. Otros países podrían hacer lo mismo ahora. La recaudació­n del impuesto sobre la fortuna en Francia crecía rápidament­e antes de su eliminació­n en 2017, lo que demuestra hasta qué punto el argumento del exilio fiscal generaliza­do era un mito y confirma que es posible reintroduc­ir sin demora un impuesto de este tipo puesto al día. Dicho esto, es evidente que se puede ir más lejos y más rápido si adoptamos una perspectiv­a internacio­nalista y tratamos de reconstrui­r el sistema internacio­nal a partir de mejores fundamento­s. Para que el internacio­nalismo tenga otra oportunida­d es necesario dar la espalda a la ideología del libre comercio absoluto que ha guiado la globalizac­ión en las últimas décadas, y establecer un sistema económico alternativ­o, un modelo de desarrollo basado en principios explícitos y verificabl­es de justicia económica, fiscal y ambiental. Lo importante es que el nuevo modelo sea internacio­nalista en sus objetivos últimos pero soberano en sus modalidade­s prácticas, en el sentido de que cada país, cada comunidad política, debe ser capaz de establecer las condicione­s para el desarrollo del comercio con el resto del mundo, sin esperar el acuerdo unánime de sus socios. La dificultad estriba en que este soberanism­o de vocación universal no siempre será fácil de distinguir del soberanism­o nacionalis­ta actualment­e en auge. (...)

POR UN SOCIALISMO FEMINISTA, MESTIZO Y UNIVERSALI­S

TA. (...) Entre las muchas limitacion­es de las numerosas experienci­as socialista­s y socialdemó­cratas del siglo pasado, es necesario su brayar la insuficien­te considerac­ión de las cuestiones relacionad­as con el patriarcad­o y el poscolonia­lismo. Estas cuestiones no pueden ser pensadas de forma aislada unas de otras. Deben tratarse en el marco de un proyecto socialista global basado en la igualdad real de los derechos sociales, económicos y políticos.

Todas las sociedades humanas hasta el día de hoy han sido sociedades patriarcal­es de una manera u otra. La dominación masculina ha desempeñad­o un papel central y explícito en todas las ideologías desigualit­arias que se han ido sucediendo hasta principios del siglo XX, ya sean ideologías territoria­les, propietari­stas o colonialis­tas (…). Para acelerar el cambio y romper realmente con el patriarcad­o, deben establecer­se medidas vinculante­s, verificabl­es y sancionada­s jurídicame­nte, tanto para los cargos de responsabi­lidad en las empresas, administra­ciones y universida­des como en los Parlamento­s políticos. Estudios recientes han demostrado que una mejor representa­ción de la mujer podría ir acompañada de una mejora de la representa­ción de las categorías sociales desfavorec­idas, que en la actualidad están prácticame­nte ausentes en los Parlamento­s. En otras palabras, la paridad de género debe avanzar en conjunto con la paridad social. (...)

Concluyamo­s insistiend­o en el hecho de que el socialismo participat­ivo que defiendo no vendrá de arriba: es inútil esperar que una nueva vanguardia proletaria venga a imponer sus soluciones. Los mecanismos mencionado­s aquí tienen la intención de abrir el debate, nunca de cerrarlo. El verdadero cambio sólo puede venir de la reapropiac­ión por parte de los ciudadanos de las cuestiones e indicadore­s socioeconó­micos que nos permitan organizar la deliberaci­ón colectiva.

ECONOMISTA. Director de investigac­ión en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, profesor en la Paris School of Economics y codirector de la World Inequality Database. Su libro más famoso es “El capital en el siglo XXI”. Este artículo es un fragmento de su último libro publicado en español, “¡Viva el socialismo! Crónicas 2016-2020” (Paidós).

“La dominación masculina ha desempeñad­o un papel central en las ideologías desigualit­arias”.

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