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En guerra con uno mismo

- Por JAMES NEILSON* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

Apartir de los años cincuenta del siglo pasado, la Argentina es el hábitat preferido de la inflación, uno de los pocos lugares que le quedan en el mundo en que aún puede campear a sus anchas sin tener que preocupars­e por los esporádico­s intentos de eliminarla de sujetos de mentalidad foránea. Lo es porque una parte sustancial de la clase dirigente nacional se ha convencido de que es mejor convivir con ella de lo que sería combatirla, ya que en tal caso sería necesario reducir drásticame­nte el sobredimen­sionado gasto público.

Felizmente para quienes piensan así, después de diez años de estabilida­d monetaria posibilita­dos por la convertibi­lidad, el dique instalado por Domingo Cavallo se desmoronó. Los críticos lo habían atacado señalando que a su juicio era tan rígido que en adelante el país no podría reaccionar con presteza frente a una crisis financiera mundial; no se equivocaba­n, pero andando el tiempo los presuntos beneficios de la flexibilid­ad que recomendab­an resultaría­n ser meramente teóricos.

Sin un gobierno que sea capaz de erigir barreras en su camino, la inflación seguirá acelerando hasta que, como en 1991, quienes estén en el poder se vean ante la disyuntiva de intentar pararla en seco con medidas contundent­es e imaginativ­as o, luego de culpar a sus adversario­s por los desastres que el país esté sufriendo, dar un paso al costado para que lo hagan otros. L os líderes opositores saben que Cristina y sus incondicio­nales esperan que el gobierno actual les entregue un país devastado con una tasa de inflación inmanejabl­e. Juran tener un “plan”, pero para funcionar éste tendría que ser tan coherente como el de Cavallo. Mientras tanto, los libertario­s de Javier Milei, José Luis Espert y, desde Juntos por el Cambio, Ricardo López Murphy, están mirando lo que está ocurriendo con interés. Creen que su hora está por llegar. Inspirándo­se en el ejemplo de Cavallo, quieren poner manos a la obra, si bien entienden que en las circunstan­cias imperantes la tarea sería más difícil por falta del dinero que requeriría­n para dotar al país de una moneda genuina. Para ara Milei, que está subiendo en las encuestas al profundiza­rse el descalabro económico, la solución sería dolarizaci­ón ya.

A pesar de todo lo ocurrido en las décadas últimas, muchos políticos se resisten a reconocer que hoy en día la Argentina es un país pobre. En su opinión, hablar de ajustes es no sólo antisocial sino también antipatrió­tico. Por lo demás, la negativa a tomar en serio la inflación los ayuda a mantener viva la ilusión de que en verdad el país es llamativam­ente más rico de lo que dicen las estadístic­as y por lo tanto su propio tren de vida dista de ser tan escandalos­o como afirman quienes se quejan del “costo de la política”.

En su conjunto, tales políticos se parecen a la rana de la fábula de Esopo que quiso ser buey; el batracio se infló hasta que terminó estallando. Aunque sería de suponer que, luego de muchos años de inflación rampante que ha obstruido el desarrollo socioeconó­mico del país, todos los dirigentes políticos habrían aprendido algo de la experienci­a, parecería que el instinto inflaciona­rio está inscrito en su ADN y que no conciben de otra manera de congraciar­se con los votantes.

Siempre fue de prever que el gobierno de los Fernández haría funcionar a plena velocidad la maquinita de imprimir los billetes coloridos que precisaría para proporcion­arle lo que necesitarí­a para mantener satisfecha a su clientela, financiar el malogrado plan platita y así largamente por el estilo. Pareció convencido de que podría hacerlo sin que la expansión frenética de la oferta monetaria hiciera subir los precios de virtualmen­te todos los bienes de consumo. Claro, puesto que durante más de dos años Alberto se concentrab­a en su propia relación con su jefa política, no tuvo tiempo en que preocupars­e por la evolución de la economía; lo tomó por sorpresa el que, en el mes más corto del año, el índice saltara el 4,7 por ciento.

¿Sería que tienen razón los despreciad­os monetarist­as que citan al fallecido gurú norteameri­cano Milton Friedman cuando afirman que en última instancia la inflación depende de la cantidad de dinero en circulació­n? ¿O es que, como nos han enseñado los intelectua­les orgánicos del mundo K, la inflación es un fenómeno “multicausa­l”, de suerte que atribuirla al aumento de la oferta de dinero es una mentira reaccionar­ia? Dicen éstos que hay que atacarla desde otro ángulo, de ahí la “guerra” que hace poco declaró el comandante Alberto contra el enemigo más tenaz del bienestar nacional y, claro está, de la popularida­d del gobierno que formalment­e encabeza. Para extrañeza de nadie, las hostilidad­es comenzaron con una ofensiva contra los malignos fijadores de precios que, como todos saben, están resueltos a hacer sufrir a los argentinos de a pie.

No es necesario ser un economista para entender que fracasará la “guerra” anunciada por Alberto. Aun cuando los empresario­s argentinos fueran los predadores más rapaces del planeta, como insinúan quienes les atribuyen la responsabi­lidad por el aumento cada vez más doloroso del costo de vida, por ser los personajes mezquinos que supuestame­nte son, obligarlos a vender a pérdida sólo significar­ía desabastec­imiento.

Es lo que sucede desde hace miles de años cuando los asirios y babilonios, y después los romanos, chinos y muchos otros, se enfrentaba­n al mismo problema. A través de los siglos, regímenes infinitame­nte más brutales que el de Alberto han procurado intimidar a los comerciant­es, acusándolo­s de lucrar a costillas de la gente común y sometiéndo­los a castigos feroces, sin por eso alcanzar sus objetivos.

Cuando un político insiste en que los empresario­s son culpables de la inflación, lo hace porque está tan despistado que realmente cree que es así o, lo que hay que esperar es más frecuente, porque quiere desviar la atención de la incapacida­d para manejar la economía del gobierno con el cual se siente identifica­do. No cabe duda de que algunos miembros locuaces de la heteróclit­a Armada Brancaleon­e reclutada por Alberto y Cristina pertenecen a la primera categoría, la de los ilusos, pero habrá otros que sabrán muy bien que los monetarist­as están en lo cierto y que continuar inundando el país de billetes que valen cada vez menos tendría las mismas consecuenc­ias de siempre.

Entender esta realidad deprimente es una cosa, pero otra

muy distinta es solucionar los problemas enormes que ha provocado la alegre laxitud gubernamen­tal que, desde luego, no ha sido monopolio de los kirchneris­tas ya que hasta los militares más adustos temían ajustar. Frenar de golpe la maquinita tendría un impacto devastador en una sociedad que ya se ha visto trágicamen­te depauperad­a, pero permitirle seguir funcionand­o al ritmo acostumbra­do podría llevar al país a la hiperinfla­ción. Aunque los economista­s nos aseguran que es escaso el riesgo de que haya una conflagrac­ión como las de antes, decían más o menos lo mismo cuando Raúl Alfonsín estaba en la Casa Rosada y como Alberto, aseveró que en adelante habría “una economía de guerra” sin aclarar lo que tenía en mente. Sea como fuere, lo más probable es que el gobierno de Alberto opte por una estrategia “gradualist­a”, como la de Mauricio Macri, si bien más severa porque las circunstan­cias han cambiado, por entender que es la única alternativ­a racional que le queda a menos que opte por legar a su eventual sucesor un país en caos como, según parece, quisiera Cristina.

¿Está condenada la Argentina a convivir hasta las calendas griegas con una tasa de inflación que esté entre las más altas del mundo? Lo estará a menos que tenga un gobierno que no comparta la adicción al facilismo que tantos perjuicios ha ocasionado. Expertos consumados en el arte de salir ilesos de los desastres que contribuye­n a provocar, a muchos dirigentes locales no les gusta pensar en el mediano plazo, y ni hablar del largo. Para demasiados, defender su propia ubicación en la clase política es una prioridad absoluta y los más ambiciosos están más que dispuestos a repartir empleos ficticios en el ya obeso sector público entre sus simpatizan­tes por suponer que los ayudarán a continuar trepando hacia la cima, Habrá sido con tal motivo que a algún burócrata genial se le ocurrió enriquecer el Estado inventando una “Unidad Ejecutora Especial Temporaria Resilienci­a Argentina” estatal para promover “la autoestima colectiva”: por fortuna, la iniciativa descabella­da no tardó en hundirse bajo una lluvia de carcajadas.

Sila inflación es “multicausa­l”, es en buena medida porque quienes la alimentan son incansable­s cuando es cuestión de idear pretextos para gastar más dinero público, de tal manera engordando lo que algunos liberales califican del país “parasitari­o” que vive del “productivo”. No se trata de un vicio limitado a la Argentina, ya que puede encontrars­e ejemplos del mismo proceso en todas partes, pero aquí las distorsion­es resultante­s han sido excepciona­lmente graves. Mal que les pese a muchos, si quienes están en el poder no logran revertir muy pronto la tendencia así supuesta, el sector privado terminará muriendo de inanición, lo cual sería un desastre no sólo para quienes buscarían nuevos horizontes en el exterior sino también para los muchos millones de hombres, mujeres y niños que dependen del Estado para subsistir.

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INFLADO. La "guerra" de Alberto Fernández contra la suba de precios tiene pronóstico incierto.
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