La hora del poder total
Elon Musk, más cerca del superhéroe que del emprendedor, encarna una relación con el deseo típica de estos tiempos: la satisfacción de los propios anhelos se institucionaliza y reclama una ampliación de derechos, sin reconocer obligaciones.
Aprimera vista, el hombre no tiene buena pinta. Su rostro no muestra ningún rasgo particularmente saliente, no parece tener ningún defecto notable ni ninguna marca inmediatamente perceptible de belleza o de gracia.
Ese hombre al que vimos a partir de los inicios de los años 2010 en gran cantidad de fotos o videos presenta la imagen de un individuo de apariencia banal, de algo más de 40 años, en la plenitud de sus fuerzas, siempre parece estar en plena forma y listo para seguir adelante.
Sin embargo, quien quiera practicar una lectura intuitiva de las fisonomías detectaría una confanza inquebrantable en sí mismo –en sus miradas, en su sonrisa, que parece dirigirse a los demás pero también dar fe de cierta animación interior permanente; en sus posturas físicas, que prueban lo bien asentado que su cuerpo está en el suelo, o en sus gestos, siempre contenidos pero animados por una energía eruptiva–; más todavía, detectaría la convicción íntima que siente indudablemente desde siempre: la de estar consagrado a un destino fuera de lo común. Con toda seguridad, tuvo razón en suponerlo, dado que, en efecto, está dotado de dones excepcionales, incluso casi demiúrgicos. Todo lo que nuestro personaje toca se ve transfigurado y cada proyecto que aborda se convierte en la perspectiva de una revolución que cambiará el curso general de las cosas y que parece inevitablemente destinado a producir montones de lingotes de oro.
Este alquimista de nuestra época es Elon Musk. Este ingeniero emprendedor tuvo en el año 2000 el olfato –en el momento correcto– de adquirir la sociedad PayPal, que facilitaba el pago online gracias a un principio sencillo de utilización y con procedimientos sumamente securizados. A pesar del éxito logrado, no era hombre de conformarse con vivir de rentas.
Más bien su estilo era el de apuntar continuamente hacia las cumbres, o, más exactamente, hacia las estrellas. En 2002, considerando que la NASA era “bastante amorfa” y que “no tenía ambiciones”, inauguró, fortalecido por sus éxitos recientes y por la fortuna amasada, la sociedad SpaceX, que tenía el objetivo de producir vehículos de lanzamiento espacial competitivos y a bajo costo. Diez años más tarde, él mismo pareció propulsado a otra galaxia mental cuando declaró, en 2013, tener la intención de concebir un avión eléctrico supersónico