CLASES MAGISTRALES
Elon Musk es el arquetipo más emblemático de una raza muy particular: el “startupper”.
para habilitar viajes interestelares y la fundación de una colonia de un millón de personas en Marte, para impedir “el riesgo de extinción humana”. Antes, había sentido el viento a favor y había creado, con la fnalidad declarada de “reducir el calentamiento climático” y contribuir a la producción de “energía durable”, una sociedad de paneles solares, SolarCity, que luego lo llevó a asumir la presidencia de una marca de automóviles eléctricos y de alta gama, Tesla, con el proyecto de volverse líder en un sector en fuerte emergencia. Siempre en 2013, como constructor visionario, anunció su ambición de armar un sistema de transporte al que llamó Hyperloop, una suerte de tren del futuro que tenía que correr a la velocidad de 1200 km/h y que estaría constituido de cápsulas cubiertas por paneles fotovoltaicos apoyadas sobre cojinetes neumáticos. En una primera etapa, tenía que unir los centros de Los Ángeles y San Francisco en menos de treinta minutos. En la misma línea de estos proyectos, fundó en 2016 Neuralink, una empresa de neurotecnología consagrada a la concepción de implantes cerebrales que “hicieran fusionar inteligencia humana y artifcial”, y que estaban destinados a “aumentar” nuestras capacidades cognitivas. Dijo habérselos implantado él mismo. ¿Es realmente la misma persona quien inició todos estos programas? Sí, pero una persona que se imaginó y declaró tener el poder –solo suyo– de transformar para bien una vasta parte del mundo. En ese sentido, encarnaría, de modo extremo, el arquetipo más emblemático de una raza muy particular y que fue objeto de un culto sin límite a partir de los inicios de los años 2010: el “startupper”. O el emprendedor triunfante característico de la industria faro de la época, la industria de “lo digital”.
Los “startuppers” proliferaron después de la generalización de Internet y el advenimiento de la denominada “nueva economía” en el último tercio de los años noventa y adquirieron una dimensión totalmente diferente en la segunda década del siglo XXI. Su origen está en algunas figuras inaugurales, principalmente, Steve Jobs, el cofundador de Apple, elevado al rango de mito, y Bill Gates, el fundador de Microsoft. Pero, a diferencia de sus predecesores, que elaboraban instrumentos que se supone que ofrecían márgenes de autonomía a los individuos –a imagen y semejanza del espíritu que prevaleció durante los años ochenta–, las cumbres de altura similar a la de Elon Musk –como Marc Zuckerberg (Facebook), Jeff Bezos (Amazon) o Larry Page (Google), entre otros– se erigieron como seres que, mucho más ampliamente, pretenden desplegar su energía, más todavía, su genio, con la finalidad de “hacer del mundo un lugar mejor”. En este sentido, su camino pretende la superación del estatuto del emprendedor para fundirse en el de superhéroe, como los personajes de las películas de Marvel, que marcaron esa misma década y que estaban dotados de poderes colosales que los hacían capaces, por sí solos, de modificar virtuosamente el curso de las cosas.
Hay que saber poner en correlación este aire de los tiempos con una historia del deseo que, desde la posguerra, nos mostró cómo los seres humanos buscaban sin descanso saciar sus aspiraciones cada vez más –en concordancia con el espíritu fundamental del individualismo democrático–, y que gradualmente llegó a hacer de la voluntad desenfrenada de realizar los propios deseos una suerte de nueva norma social, al punto de que, en ciertos casos destacados, la satisfacción pide ahora encontrar una forma institucionalizada. Esta dimensión está vigente de modo emblemático en la procreación médicamente asistida (PMA) que, en su origen, tenía que ver con una dimensión estrictamente terapéutica. Ahora bien, desde hace una década, estos procedimientos generaron otras aspiraciones. Por ejemplo, en caso de infertilidad masculina, se puede incluso, en los bancos de esperma, consultar catálogos de donantes que presentan imágenes de sus rostros cuando ellos mismos eran niños, como si fueran menús que se pueden desplegar a voluntad para llegar a una elección relativa al aspecto del bebé por nacer. Más todavía: hay técnicas in vitro que prometen, contra moneda contante y sonante, determinar de antemano el sexo o el color de ojos de la progenitura, ajustando algunas de sus características a las propias ideas. Del mismo modo, se hizo habitual elegir una donante de ovocitos en función de sus propiedades físicas, genéticas y biográfcas, que se pueden consultar en las páginas de los sitios web dedicados a ello. Estas prácticas dan cuenta de modo ejemplar de la triple ecuación que hace particularmente específico a nuestro período histórico: la omnipotencia del deseo individual; un estado de la técnica que permite como nunca antes desafar nuestra condición natural; y la interferencia, dentro de todas las esferas de la existencia, de las lógicas mercantiles.
Respecto del “escalón superior”, a saber, la gestación de un niño por parte de otra persona, lo que se elige, a diferencia de la PMA y de la tradicional adopción, es un camino que requiere involucrar a una tercera persona, que queda inserta en un proceso para “ser portadora” del feto. Quienes tienen la iniciativa gozan del permiso de alquilar el útero de una mujer conforme a un contrato que hace que cada cual saque su tajada: tanto los que disponen de medios para llegar al término de sus ganas viscerales como la persona que se ve retribuida, que en general carece de medios. Esto nos demuestra cómo todas las partes intervinientes sienten más o menos la buena conciencia de haber hecho un servicio benéfco. Lo que se inaugura con esta práctica es el hecho de que el deseo personal, sobre todo si es por una supuesta buena causa, puede arrasar con todo, sea el imperativo ético de no hacer de los órganos humanos objeto de especulación, sea la filiación, que se rompe para la madre portadora, o sean los efectos en la psicología del niño, si se entera un día de que, en parte, es fruto de una transacción financiera.
El respeto de la integridad humana, la aceptación