CLASES MAGISTRALES
que, hasta hace poco, se hubiera relacionado con la pura ciencia ficción, pero que ahora es objeto de inversiones industriales: la integración de implantes dentro del cerebro. El mismo objetivo está vigente en el campo de las manipulaciones genéticas que trabajan para modifcar segmentos de nuestro ADN con la finalidad de mejorar algunas de nuestras facultades y que ya no están al alcance solo de los laboratorios sino de casi todos, particularmente de los “biohackers”, como Josiah Zayner, quien considera que “por primera vez en la Historia, los seres humanos ya no son esclavos de su patrimonio genético. ¿Debemos limitar esta libertad a los laboratorios universitarios y a las grandes compañías privadas? Estoy convencido de que no”.
Lo que se expresa en nuestros días es una misma ambición: movilizar la técnica con la fnalidad de amplifcar cada vez más y de modo coordinado nuestros desempeños individuales y colectivos. Esta disposición se manifesta en el objetivo de construir dispositivos antropomórficos que están directamente inspirados en nuestra conformación cerebral, pero están llamados a ser más poderosos que nosotros mismos y a guiarnos en lo que se supone que es mejor en toda circunstancia. Estos dispositivos son la característica más esencial de la tecnología destinada a modelar de un extremo al otro las décadas por venir: la inteligencia artifcial. Dichos sistemas son una prueba en acto de lo que Freud llamaba “el ideal del yo”, que proviene de la persistencia del narcisismo primario en la vida adulta, que se verá para siempre impregnada por la nostalgia de la perfección y del sentimiento originario de ser todopoderoso. La humanidad pretende haber llegado a hacer de esta fantasía una realidad que tiene que prevalecer, a largo plazo, para todos y en todo momento. (...)
Es probable que la orientación que demos a la voluntad de desmentir esa ecuación y de buscar explotar sin descanso toda la extensión de nuestras capacidades determine a futuro y en profundidad la naturaleza de nuestras sociedades. O bien nuestras fuerzas se movilizarán en su totalidad en vistas a liberarnos de los modelos que asfixian nuestras cualidades con la fnalidad de instaurar modalidades de existencia que nos permitan a todos desarrollarnos mejor, mientras nos preocupamos por no dañar a otros; o bien, por el contrario, se impondrán dos posiciones, una de orden colectivo y otra individual. La primera nos llevaría a una organización cada vez más optimizada de nuestras vidas cotidianas cuyo esfuerzo último sería evacuar todo defecto, una suerte de higienismo generalizado al extremo, a imagen del sistema de “crédito social” vigente desde hace algunos años en China, que está destinado a detectar y sancionar –de modo automatizado– toda conducta juzgada reprensible y a recompensar todas aquellas que se juzguen acordes. La segunda nos mostraría a quienes, día tras días, están cada vez más resueltos a no hacer prevalecer sino la única ley de su poder. Si esta se viera contrariada o confrontada con otras de la misma índole –además alimentadas por muchas frustraciones padecidas–, ese hecho llevaría invariablemente a hacer surgir el fenómeno que más puede llegar a hacer tambalear cualquier vida en común: la aparición, en todo momento y por cualquier tipo de motivo, de gestos de violencia que pueden llegar hasta el crimen. La pulsión de remitirse únicamente a la propia autoridad está destinada a convertirse en una nueva norma de comportamiento para un número más o menos grande de personas gracias a un aislamiento que aumenta. Hace madurar ahora los brotes de una situación de la cual todos los órdenes políticos, cualesquiera fueran sus preceptos, buscaban liberarnos: una forma permanente de guerra de todos contra todos que se despliega con mayor o menor intensidad.
* ESCRITOR Y FILÓSOFO, investiga las relaciones entre tecnología y sociedad. Colabora regularmente con “Le Monde”, “Libération”, “Les Inrockuptibles” y “Die Zeit”. Su último libro publicado en la Argentina es “La era del individuo tirano. El fin de un mundo común” (Caja Negra).
La condición más “normal” consiste en presumir que todo es posible, incluido lo inconcebible.