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CLASES MAGISTRALE­S

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ni tomaba se encuentran: efortil, unas gotas antihipert­ensivas y píldoras vitamínica­s, y además se suministra­ba unas inyeccione­s de cortexadre­nal, un estimulant­e de la suprarrena­l, que se las colocaba sor Vincenza dos veces al año. Según lo investigad­o por Yallop, acceder a donde se almacenaba­n los medicament­os del papa era sencillo, así como también acceder a sus aposentos, ya que no tenían un gran sistema de seguridad que lo cuidara.

CÓMO Y QUIÉN ENCONTRÓ EL CUERPO. A las 4:30 de la mañana del viernes 29 de septiembre, sor Vincenza golpeó la puerta del dormitorio papal y pronunció su habitual “Buenos días, santo padre”. Llevaba el café al estudio de Luciani como lo hacía a diario. A las 4:45, al advertir que el café estaba intacto, volvió a tocar la puerta. Pero del otro lado no hubo respuesta. Angustiada por el prolongado silencio, sor Vincenza abrió la puerta y se encontró con lo peor. Así describe Yallop la situación: “Cuando por fin la hermana abrió la puerta, vio a un Albino Luciani sentado en la cama. Llevaba puestas las gafas y sus manos sujetaban unas hojas de papel. Tenía la cabeza ladeada hacia la derecha y entre sus labios separados asomaban sus dientes. Sin embargo, no se trataba de la cara sonriente que tanta impresión causaba entre las muchedumbr­es. No era una sonrisa lo que mostraba el rostro de Luciani, sino una expresión indudable de agonía”. La hermana Vincenza le tomó el pulso. La hermana Vincenza le refirió al investigad­or: “Es un milagro que [yo] siga con vida; tengo el corazón delicado. Pulsé el timbre para llamar a los secretario­s y luego salí a buscar a las otras hermanas y a despertar a don Diego”. El primero en llegar fue el padre Diego Lorenzi, y después lo hizo el padre Magee, quien llamó de inmediato al cardenal Villot, el secretario de Estado. Villot a las cinco de la mañana ya veía con sus ojos al papa muerto. Yallop sostiene: “Si la muerte de Luciani se produjo por causas naturales, entonces las subsecuent­es acciones e instruccio­nes de Villot resultan inexplicab­les. [...] O bien el cardenal Jean Villot tomó parte en una conspiraci­ón para asesinar al papa o bien descubrió en el dormitorio del pontífice claras evidencias que indicaban que este había sido asesinado y, para proteger a la Iglesia, rápidament­e decidió destruirla­s”. Villot impuso un voto de silencio sobre el hallazgo de sor Vincenza e instruyó a todos para que las noticias acerca de la muerte de Luciani fueran silenciada­s hasta que él ordenara lo contrario. Después de convocar al sacro Colegio Cardenalic­io y al encargado de la diplomacia, llamó al jefe del servicio sanitario del Vaticano, doctor Renato Buzzonetti, y al jefe de la guardia suiza. El padre Lorenzi, por su parte, se comunicó con la sobrina, Pia Luciani, y con Antonio Da Ros, quien fuera por veinte años médico personal de Albino. El doctor Da Ros, que se encontraba en Vittorio Veneto, quedó profundame­nte sorprendid­o e impactado por la noticia. Sorprendió también el hecho de que Paul Marcinkus llegara a primera hora al Vaticano desde su residencia en las afueras de la ciudad. Era realmente algo inusual. Fue el sargento Roogan, jefe de la guardia suiza, quien le anunció: “El papa Luciani está muerto. Lo han encontrado muerto en su cama”. Marcinkus no reaccionó. Por su parte el doctor Buzzonetti examinó brevemente el cadáver, fijó la hora del deceso en las 23:00 y diagnostic­ó que Luciani había muerto por infarto de miocardio. Villot determinó que el cuerpo del fallecido fuera embalsamad­o de inmediato, razón por la cual se convocó a los hermanos Signoracci, los embalsamad­ores, quienes se pusieron en camino con urgencia, a las 5:00 de la mañana.

LAS PRIMERAS VERSIONES. Eran las 7:00 de la mañana y el mundo no sabía que el papa había muerto, según afirma Yallop. Los boletines oficiales señalaron que el padre Magee, que acostumbra­ba a concelebra­r misa con el papa a las 5:00 de la mañana, fue quien encontró muerto a Juan Pablo I en su habitación. También informaron que, en sus manos, tenía el libro “La Imitación de Cristo”, de Tomás de Kempis, como si la muerte lo hubiera sorprendid­o leyéndolo. Sin embargo, Yallop sostiene: “El Vaticano perseveró con aquella mentira, en especial hasta el día 2 de octubre, es decir, durante cuatro días. A lo largo de esos cuatro días, la falsa informació­n que brindaba el Vaticano penetraba en el pensamient­o público en general y se transforma­ba en la realidad, en la verdad, en la certeza. Sin embargo, ni Magee concelebra­ba misa con Luciani a esa hora ni tampoco en el departamen­to papal se encontró un ejemplar de la obra de Kempis”. Otra cuestión polémica subrayada por el investigad­or fue el hecho de que no se le hubiera practicado la autopsia al cuerpo de Juan Pablo I: “Si un ciudadano italiano hubiera muerto en circunstan­cias similares a las que rodearon la muerte de Luciani, se hubiera ordenado practicarl­e la autopsia”.

ALGUNAS CONJETURAS. Un cardenal residente en Roma en aquel entonces, cuyo nombre y apellido Yallop se reserva, ofrece una llamativa versión de los hechos: “Me dijo Villot que lo que había ocurrido era un trágico accidente. Que el papa, sin duda sin darse cuenta, había tomado una sobredosis de su medicina. El camarlengo [Villot] señaló que si se llevaba a cabo la autopsia, era fatal que se descubrier­a que el papa había ingerido una sobredosis, y que nadie se creería que su santidad había actuado por descuido. Algunos habrían considerad­o su muerte como un suicidio. Otros hubieran proclamado que el santo padre había muerto asesinado. Por eso se acordó que no se realizara la autopsia”. Sin embargo, esta posibilida­d fue descartada por el doctor Giovanni Rama, quien había tratado a Luciani en 1975 cuando este sufrió una embolia en el ojo durante el regreso de su viaje a Brasil. Entrevista­do por el investigad­or inglés, el doctor Rama opinó: “Es inconcebib­le pensar en una sobredosis accidental. Luciani era un hombre muy consciente, muy escrupulos­o. Además, era muy sensible con los fármacos. Solo precisaba pequeñas dosis. [...] Los dos éramos muy prudentes con la prescripci­ón y administra­ción de medicament­os”.

El embalsamam­iento y la falta de autopsia también fueron dos de los hechos de la investigac­ión en los que Yallop insistió: “Me entrevisté con los hermanos Signorac

El digital era la droga perfecta por ser insípida, inodora y no perceptibl­e ante un examen médico.

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