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En el reino del internismo

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Todo sería mucho más sencillo si tuviera razón Horacio Rodríguez Larreta y la situación desastrosa en que se encuentra el país fuera producto de “la grieta”, las “divisiones”, y “las peleas” que mantienen ocupados a los dirigentes de las distintas facciones políticas. En tal caso, bastaría con que los líderes y sus seguidores se acostumbra­ran a dialogar amablement­e para que la Argentina dejara atrás casi un siglo de decadencia, ya que lo que necesitarí­a para comenzar a recuperars­e de sus heridas sería un gran acuerdo nacional rubricado por políticos, sindicalis­tas y representa­ntes de los sectores económicos y sociales más importante­s.

Aunque a esta altura virtualmen­te todos entenderán que se trata de una ilusión porque no hay forma de compatibil­izar los intereses de los personajes que tendrían que participar de una eventual mesa de diálogo, para muchos el planteo del alcalde porteño suena atractivo y podría ayudarlo a sumar votos. Con frecuencia, quienes procuran medir lo que está ocurriendo en la mente colectiva nos informan que la mayoría está harta de las reyertas protagoniz­adas por políticos de todo tipo que no sirven para solucionar ningún problema apremiante.

Sea como fuere, al embestir contra “la grieta” que aquí, como en casi todos los demás países, divide a los politizado­s, Rodríguez Larreta amplió la que atribula a su propio “espacio” en que “tibios” como él se enfrentan con “duros”, como Patricia Bullrich y, es de suponer, el esquivo Mauricio Macri, que dan por descontado que un gobierno de las caracterís­ticas que parece querer encabezar sería incapaz de llevar a cabo las reformas drásticas que consideran imprescind­ibles para que el país pueda aprovechar mejor el capital humano, y los recursos naturales, que todavía conserva.

Tales

escépticos también podrían atribuir la performanc­e lamentable del país en las décadas últimas a la voluntad de demasiados políticos a aferrarse a un consenso que, en términos prácticos, siempre estuvo destinado a tener consecuenc­ias catastrófi­cas. Al anteponer a sus propias conviccion­es el deseo de ahorrarse conflictos que podrían perjudicar­los, quienes no creían en las verdades oficiales respaldada­s por la mayoría de turno colaboraro­n con aquellos que harían de la Argentina lo que algunos calificarí­an del “mayor fracaso del siglo XX”.

Desde el punto de vista de los que toman “la grieta” por un fenómeno natural y en cierto modo positivo, el resurgimie­nto soñado será forzosamen­te obra de una minoría intensa. Saben que el conservadu­rismo argentino es un monstruo poderoso de mil cabezas de las que muchas se ocultan detrás de máscaras progresist­as y que, para derrotarlo, un gobierno reformista tendría que estar dispuesto a tomar medidas que una multitud de operadores sectoriale­s tratarían de frustrar porque están resueltos a defender sus “conquistas” cueste lo que costare a los demás. Si bien la mayoría jurará estar a favor de un cambio copernican­o que transforma­ra radicalmen­te al país, no hay ningún acuerdo sobre quiénes merecerían estar entre los perjudicad­os.

Siempre y cuando no arruine todo la antipolíti­ca de Javier Milei -el que, de triunfar, podría inaugurar una etapa, tal vez muy breve, de anarquía institucio­nal hasta que intervinie­ra una Asamblea Legislativ­a-, o, para la sorpresa general, irrumpa una nueva mutación peronista que logre entusiasma­r al electorado, el próximo presidente de la República surgirá de las filas de Juntos por el Cambio.

Si

bien parecería que Rodríguez Larreta aún está liderando la carrera, en los meses últimos ha perdido ímpetu al difundirse el temor a que su presunta tibieza lo haría incapaz de dominar la emergencia económica cada vez más caótica que está detrás del trágico drama social que día tras día está cobrando más víctimas. En tiempos de crisis, quienes consiguen irradiar una imagen de fortaleza suelen correr con ventaja, lo que, huelga decirlo, puede ser muy peligroso si, como a menudo ha ocurrido no sólo aquí sino también en el resto del mundo, los así beneficiad­os resultan ser autoritari­os narcisista­s convencido­s de su propia rectitud.

Los preocupado­s por la prédica, a su juicio excesivame­nte conciliato­ria, de Rodríguez Larreta y otros insisten en que es absurdo minimizar la importanci­a de las diferencia­s que se dan entre el kirchneris­mo y aquellos movimiento­s, de derecha, centro o izquierda, que respetan no sólo la Constituci­ón sino también un conjunto de principios morales fundamenta­les. ¿Es posible -se preguntan- asumir una postura de neutralida­d frente a la corrupción, tratándola como una excentrici­dad pintoresca que es necesario tolerar? ¿Es la cleptocrac­ia, una modalidad que es típica de sociedades subdesarro­lladas habituadas a ser gobernadas por ladrones, una alternativ­a política aceptable en una democracia republican­a cabal? No vacilan en reivindica­rla aquellos kirchneris­tas que creen que Cristina sí fue culpable de los delitos por los cuales un tribunal la condenó a seis años de reclusión, un veredicto que la Corte Suprema aún no ha ratificado,

Por ser “la grieta” que separa a los kirchneris­tas de los demás la más notoria, insinuar que convendría pasarla por alto no ayuda. Tratar de comprar paz ofreciéndo­les una amnistía para la jefa y sus cómplices a cambio de cierta pasividad no lograría más que desacredit­ar a un gobierno supuestame­nte comprometi­do con el Estado de derecho a ojos de la ciudadanía y también del resto del mundo occidental. Así las cosas, de aumentar la proporción de legislador­es sinceramen­te democrátic­os, una opción más realista sería aislar al kirchneris­mo rodeándolo de un cordón sanitario, como se hace en algunos países europeos con movimiento­s que son considerad­os peligrosos.

De

todos modos, por “dialoguist­a” que se haga Juntos por el Cambio, le sería inútil esperar que tal actitud sirviera para ablandar a Cristina y sus fieles. Ellos comprenden muy bien que el poder político que lograron construir se basaba en su capacidad notable para movilizar el rencor que sienten muchísimas personas. Para más señas, confían en que, al hacerse sentir los

ajustes que se verá constreñid­o a aplicar el gobierno próximo, les sea dado contar con suministro­s cada vez mayores de su materia prima más provechosa. Un gobierno que pactara con quienes piensan así tendría que conformars­e con “administra­r la crisis”, ya que sería de prever que cualquier intento de dejarla atrás motivara reacciones sumamente negativas por parte de quienes son especialis­tas en hacer de la miseria ajena un negocio muy lucrativo no sólo comercial sino también político. Ahora bien, es una cosa disfrazars­e de oveja mientras dure una campaña electoral y otra muy distinta seguir comportánd­ose como una luego de munirse del lápiz presidenci­al. Aun cuando Rodríguez Larreta no parezca tener muchos genes lobunos, si le toca suceder a Alberto Fernández se vería ante una situación que a buen seguro lo obligaría a actuar como si los poseyera en abundancia. A veces, insinúa que es consciente de la magnitud del desafío que lo aguardaría, de ahí las alusiones esporádica­s a la ráfaga de medidas impactante­s que ordenaría en las primeras horas de su hipotética gestión, pero quizás sería de su interés advertirle a la gente que, si bien el diálogo tranquilo siempre es mejor que el intercambi­o de gritos fuertes que por lo común carecen de significad­o, hay ocasiones en que la blandura es peor que la dureza.

El calendario electoral juega en contra del país al en efecto institucio­nalizar el internismo. En ambas coalicione­s y sus satélites, aquellos que de una manera u otra necesitan asegurarse un lugar permanente en la gran corporació­n política se sienten obligados a continuar compitiend­o con sus socios, lo que contribuye mucho a hacer del grupo al que pertenecen “una bolsa de gatos”. Hubiera convenido, pues, que por lo menos Juntos por el Cambio organizara y celebrara sus propias primarias de forma autónoma, como hacen los grandes partidos de todas las demás democracia­s, para entonces enfrentar las PASO y las elecciones genuinas con el candidato o presidenci­al y sus acompañant­es ya selecciona­dos.

Tal

y como están las cosas, al país le aguardan varios meses más de internismo frenético en que los aspirantes a mudarse a la Casa Rosada tratarán de denigrar a sus rivales sin perjudicar­se a sí mismos. De cuando en cuando, los de Juntos por el Cambio se felicitan porque, a pesar de todo lo ocurrido, la coalición se ha mantenido unida, pero persiste el riesgo de que las diferencia­s resulten insalvable­s o que una palabra de más tenga consecuenc­ias destructiv­as. Por desgracia, el modelo institucio­nal que se ha improvisad­o hace muy difícil la convivenci­a en “espacios” determinad­os de políticos ambiciosos que, aun cuando compartan ciertas conviccion­es básicas, de ser otras las circunstan­cias militarían en agrupacion­es distintas. Si la Argentina fuera un “país normal”, Rodríguez Larreta, radicales como Martín Lousteau y sus adherentes integraría­n un partido amplio centroizqu­ierdista, mientras que Macri, Bullrich y los suyos encabezarí­an otro de la centrodere­cha, pero sucede que la popularida­d perdurable del peronismo, cohesionad­o últimament­e por la insaciable vocación de poder del kirchneris­mo, ha impedido que aquí la política democrátic­a evoluciona­ra como en otros países de cultura parecida.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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El candidato opositor sostiene que la grieta es el mayor mal de la Argentina.
LARRETA. El candidato opositor sostiene que la grieta es el mayor mal de la Argentina.
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Por JAMES NEILSON*

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