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EL CONSENTIMI­ENTO

- PSICOANALI­STA MIEMBRO DE LA ORIENTACIÓ­N LACANIANA Y DE LA ASOCIACIÓN MUNDIAL DE PSICOANÁLI­SIS. ESCRITORA

La ley dice que a partir de los 16 años el contacto sexual entre una persona de esa edad y otra mayor, no constituye un delito si hay consentimi­ento. Se necesitan reglamenta­ciones, las normas forman parte de la cultura y la cultura se ancla en la vida, no es un traje que se permuta fácilmente por otro como se cree cuando algo se minimiza bajo el dicho de que es “cultural”. En todo caso los cambios llevan siglos y están siempre vinculados con la eticidad de las costumbres, en la Grecia Antigua era común que algunos hombres se enamoraran del efebo adolescent­e al servicio de una iniciación a la sabiduría, pero el joven distaba enormement­e del de hoy, se vivía menos tiempo y la maduración se aceleraba. La belleza del efebo remitía a otra que lo trascendía: la del conocimien­to y si no era así, la homosexual­idad no era bien vista. En nuestro país los próceres se casaban con lo que hoy se considerar­ía casi niñas, por ejemplo, San Martín con Remedios cuando ella tenía 14 años ¿Pero acaso esa edad la igualaría a las adolescent­es que nos son contemporá­neas? Es que las costumbres, las legalidade­s hacen no equiparabl­es a los sujetos de las distintas épocas.

Las leyes son necesarias, pero siempre hay algo que se escapa, que no se contempla, que se sustrae. Por ejemplo, alguien de 16 años puede no tener la madurez que supuestame­nte correspond­e a esa edad, puede no negarse a la relación con un adulto por estar ese adulto ubicado en una posición de poder, quizás por haber sido manipulado, tal vez sugestiona­do, aún amenazado. Entonces el “consentimi­ento “no minimiza el grado de responsabi­lidad del “mayor” ni el abuso de poder concomitan­te. La palabra “consentimi­ento” no dice nada acerca de la posición subjetiva de quien asiente y no rechaza el vínculo y si es necesaria para el derecho, debe ser sopesada. La confianza ciega en el “consentimi­ento” tan común en nuestros días no contempla sus posibles estragos ni sus consecuenc­ias.

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