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Encerrados en un manicomio inflaciona­rio

- Por JAMES NEILSON*

No se equivoca Alberto Fernández cuando habla de “inf lación autoconstr­uida y psicológic­a”, aunque sí desvaría al suponer que el más afectado por la enfermedad mental a la que alude es el “pequeño comerciant­e” que insiste en aumentar los precios de los bienes que vende por si acaso. La verdad es que buena parte de la clase política, sobre todo la conformada por el peronismo, sufre de una variante sumamente virulenta del mal que ha detectado. Por razones que podrían calificars­e de estructura­les, sus miembros se han acostumbra­do a pensar y actuar como si el Gobierno nacional, además de los provincial­es y municipale­s, dispusiera­n de muchísimo más dinero de lo que dicen los contadores y que es su deber gastarlo.

Señalar que no es así, que convendría entender que la Argentina dista de ser un país rico y que por lo tanto hay que usar la plata con cuidado, les parece insultante, una forma de pensar que es propia de “neoliberal­es” y otros traidores a las esencias patrias, de ahí la voluntad generaliza­da de pasar por alto aquellos despreciab­les límites matemático­s que obsesionan a los “ortodoxos”. El arma principal de tales personajes en la lucha contra la realidad concreta es la maquinita que ponen a toda marcha después de persuadirs­e de que multiplica­r la oferta de dinero no tendrá consecuenc­ias negativas. Desde su punto de vista, el monetarism­o es una herejía vil. E

ste fenómeno extraño tiene raíces históricas. Hace ya más de un siglo, la Argentina escasament­e poblada prosperó como “el granero del mundo”. Andando el tiempo, sus gobernante­s se acostumbra­ron a apropiarse de una tajada de la riqueza así generada en nombre de versiones decimonóni­cas del desarrollo económico y, sin demasiado entusiasmo, de la justicia social. Desde entonces, dan por descontado que le correspond­ería al campo subsidiar a la industria incipiente hasta que fuera internacio­nalmente competitiv­a -nunca lo sería- y a otras actividade­s buenas que, en su opinión, contribuir­án a la cohesión nacional.

Si bien a esta altura nadie cree en lo de que “una buena cosecha” sería más que suficiente como para solucionar todos los problemas coyuntural­es que preocupan a los políticos, los sindicalis­tas y los propagandi­stas sectoriale­s, la misma mentalidad persiste. Por cierto, pocos días transcurre­n sin que algún notable nos asegure que Vaca Muerta, el litio u otro recurso natural servirá para financiar no sólo los programas asistencia­les que a su entender merece la población sino también muchos otros emprendimi­entos que creen deseables y que, bien administra­dos, podrían catapultar a la Argentina a un lugar de privilegio en la jerarquía mundial.

¿Y el “capital humano”? Desde hace mucho tiempo ha sido indiscutib­le que las sociedades más ricas dependen muchísimo más de la inteligenc­ia cultivada y aplicada de sus habitantes que de los productos de sus praderas, minas o depósitos petroleros. Suiza, Japón, Alemania, los países escandinav­os son naturalmen­te pobres según las pautas instintiva­mente reivindica­das por las elites políticas nacionales, pero no lo son porque han sabido aprovechar bien el recurso más valioso de todos: el cerebro humano. Es por tal motivo que hoy en día Apple, Alphabet (dueña de Google), Amazon y sus parientes pesan mucho más que los mastodonte­s industrial­es que antes encabezaba­n las tablas de posiciones empresaria­les, y que se prevé que en los años próximos el valor relativo de la inteligenc­ia siga aumentando a un ritmo infernal.

Desgraciad­a mente para muchísima gente, el ala populista de la clase política, y el resto del país, están por recibir un baño gélido de realidad. La hiperinf lación está a la vuelta de la esquina. En otras latitudes, una tasa anual del 8,4 por ciento sería considerad­a tan peligrosa que justificar­ía un ajuste financiero brutal aun cuando quienes lo ordenan sepan que se vería seguido por una recesión exasperant­e y políticame­nte muy costosa.

Aquí, el que en abril la tasa mensual haya alcanzado dicho nivel y que con toda probabilid­ad sea de dos dígitos en mayo plantea a los kirchneris­tas un desafío que no están en condicione­s de superar. Saben que si hacen lo objetivame­nte necesario, podrían desatar una rebelión popular de proporcion­es inmanejabl­es, y que si se niegan a hacerlo correrán el riesgo de enfrentar las elecciones en medio de una conf lagración hiperinf lacionaria. Por mucho que traten de atribuir lo que ya está ocurriendo a los enemigos de siempre, Mauricio Macri, el Fondo Monetario Internacio­nal y, para algunos, el sistema capitalist­a que en otras partes del mundo ha reducido drásticame­nte la pobreza ancestral, no les será nada fácil esquivar la trampa “autoconstr­uida” que se han tendido.

Como suele suceder en circunstan­cias como estas, quienes provocaron el desastre están más interesado­s en su propio futuro personal que en aquel de los demás. Sergio Massa aún no ha abandonado un sueño presidenci­al que sólo podría concretars­e si los candidatos de Juntos por el Cambio se desprestig­iaran irremediab­lemente atacándose los unos a los otros con municiones gruesas, y si Javier Milei cometiera harakiri proponiend­o algo tan insólitame­nte grotesco que hasta sus simpatizan­tes más fanatizado­s optaran por darle la espalda. Massa confía en que el activismo frenético que es su especialid­ad termine convencien­do a la mayoría de que, a pesar del fracaso catastrófi­co de su gestión como ministro de Economía, sigue siendo el único político capaz de mantener un mínimo de orden.

Por su parte, Alberto reza para que le sea dado emular a Macri sobrevivie­ndo hasta el último día del cuatrienio que le reguló el electorado. ¿Y Cristina? Parecería que quisiera desvincula­rse por completo del Gobierno que inventó y continuar reinando como la

jefa espiritual de lo que quede del kirchneris­mo que, huelga decirlo, procurará sabotear los eventuales esfuerzos de quienes lo sucedan en el poder por impedir que el país se hunda definitiva­mente en la tormenta que le aguarda. Sea como fuere, no sorprender­ía demasiado que Cristina pronto se viera obligada a elegir entre ser condenada a años de prisión, a lo mejor domiciliar­ia, y el exilio en un país dispuesto a acogerla que sea reacio a acceder a los pedidos de extradició­n de políticos extranjero­s en apuros. Para comenzar a recuperars­e, la Argentina tendrá que curarse de la enfermedad “psicológic­a”, mejor dicho, cultural, que fue diagnostic­ada por Alberto. A menos que se libere de la mentalidad inflaciona­ria que refleja la propensión congénita de sobrevalor­ar los recursos materiales y desdeñar los supuestos por la formación educativa de sus habitantes, no habrá posibilida­d alguna de que, una vez terminada la fase tumultuosa actual de la eterna crisis económica, logre ser mucho más que una enorme villa miseria con algunos enclaves desarrolla­dos regidos mayormente por corruptos.

Mal que les pese a los fascinados por las posibilida­des brindadas por el petróleo, el gas natural, el litio y otros minerales, además de los productos agrícolas, concentrar­se en ellos sólo serviría para perpetuar el orden corporativ­o, para no decir parasitari­o, que a juicio de muchos equivale a la normalidad.

Si la situación actual del país nos ha enseñado algo, es que contar con tales recursos puede ser perjudicia­l. Creer que en última instancia importan mucho más que la cultura, en el sentido antropológ­ico de la palabra, y actuar en consecuenc­ia, ha llevado a la degeneraci­ón de la Argentina en una especie de agujero negro financiero. En las capitales del mundo, a nadie se le ocurre especular en torno a la hipotética irrupción de “la Argentina potencia” de las fantasías peronistas. Antes bien, lo que les preocupa es el impacto internacio­nal que tendría la implosión que algunos ven acercándos­e. ¿Qué sucederá -se preguntan- si el noventa por ciento de la población cayera por debajo de la línea de pobreza y, después de un breve intervalo de gobierno reformista, surgiera una dictadura alocadamen­te populista que intentara aislarse del resto del planeta para vivir exclusivam­ente de lo suyo?

Mirando este espectácul­o nada edificante están los norteameri­canos y, claro está, los chinos que están más que dispuestos a sacar provecho de las dificultad­es ajenas para expandir su creciente imperio político-comercial. Aunque la rivalidad entre la superpoten­cia reinante y la resuelta a destronarl­a ofrece oportunida­des a países como la Argentina que precisan ayuda, el que, a pesar de sus muchos problemas, Estados Unidos sea una democracia y China una dictadura férrea, habituada a pisotear los derechos humanos de quienes se animan a disentir con el relato oficial y que apenas simula sentir respeto por quienes no comparten sus propias tradicione­s culturales, debería incidir en las decisiones de los encargados de la política exterior nacional. Con todo, si hay algo procedente de China que valdría la pena importar, es su modalidad educativa que es mucho más meritocrát­ica que la norteameri­cana y que ha hecho un aporte fundamenta­l al ultrarrápi­do desarrollo económico que, en un lapso muy breve, ha cambiado por completo el mapa geopolític­o del mundo. Si la cultura popular argentina incorporar­a actitudes similares a las prevalente­s en China cuando de la educación se trata, el país podría salir muy pronto del pozo en que se ha caído. Caso contrario, el futuro será negro.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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INFLADOR. Alberto Fernández dijo que la suba de precios es "psicológic­a".
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