Olé

LA ARGENTINA ES UN GRAN ALTAR

- JORGE MARIO TRASMONTE jtrasmonte@ole.com.ar

Dos veces había resucitado. Como si pocas cosas le faltaran para fortalecer mito y leyenda, para que lo llamáramos Dios sin que nadie nos cobrara la herejía, resucitó dos veces. Las noticias que nos daban cuando tuvo aquel patatús en Punta del Este, en enero del 2000, eran las peores, Diego tenía 39 años y se nos iba. Y volvió a pasar en el 2004, cuando entró de urgencia a la Suizo y otra vez estuvo gravísimo. Los diarios empezaban a armar las notas necrológic­as, había que tenerlas preparadas. La gente iba a la clínica y convertía la entrada, el frente, la calle en un santuario, velas y plegarias. Y tales fueron los milagros de sus recuperaci­ones que, en algún rincón del inconscien­te, Diego nos hizo creer que no moriría nunca. Diego no se podía morir.

¿Cómo se iba a morir el hombre que se convirtió en un ícono argentino en el mundo, un pasaporte que abría puertas sólo por ser compatriot­a de él, un superhéroe internacio­nal que ningún otro argento (ninguno, disculpen) alcanzó en su proyección, por más Juan Domingo Perón, Borges o Bergoglio que le quieran buscar. La partida de Diego es la noticia de todo el planeta, conmoción y llanto, tributo a una grandeza que en adelante no hará más que seguir creciendo.

Mirá que nos venía dando avisos, dejando pistas, que por supuesto no queríamos ver. Este último Maradona es alguien que nos dejó las postales finales del amor y la devoción que todo el fútbol argentino le dedicaba, empezando por la revolución que había hecho en la mitad tripera de La Plata pero siguiendo con el fenómeno que producía en todas las canchas adonde iba. Homenajes, banderas, aplausos, cantos, ¡tronos para que se sentara junto al banco! Pero todo lo demás, fuera de esos desbordes afectivos, era una preocupaci­ón latente. Diego no podía dormir sin un arsenal de medicament­os, Diego casi no podía caminar o mantener el equilibrio, Diego aparecía a veces hablando con delay, bajo efecto de sedantes. La cancha y la chance de trabajar en el país lo ayudaban a repuntar, a mantenerse vigil y deseante.

Pero Diego estaba triste. Paradoja de esas tan crueles de entender, el tipo que más felices hizo a tantos argentinos, estaba triste. Se veía grande; había sido un atleta formidable que voló y danzó por todas las canchas del mundo y tenía limitacion­es para moverse; extrañaba a Doña Tota y Don Diego. Había aventurado que el día que cumpliera 60 años podría juntar, por fin, a todos sus hijos. Y tampoco: ese día a duras penas pudo ir un ratito al estadio a recibir su plaqueta.

Diego ya estaba entronizad­o, a la diestra del Barba que no pudo esperar más para llamarlo a jugar en su equipo. Él era lo que acaso todos los argentinos deseamos ser. En todo, ¿eh? En lo mejor y en lo peor, ¿cuántas veces nos asaltaba esa identifica­ción, ese sentir que nos estaba representa­ndo hasta en lo que sabíamos que no estaba bien? En todo era lo que soñábamos ser: el genio de la pelota, un soldado dispuesto hasta a hacerse matar por la celeste y blanca, terminante y contradict­orio, amador y odiador, sensible y prepotente, soberbio y devoto, el más amigo de sus amigos, denunciant­e serial de traiciones. Chispeante y burlón. Ídolo de todas las hinchadas, nombre escrito y pronunciad­o en todos los idiomas y las tonadas, inspiració­n de generacion­es.

Ya está. El genio que a los 60 vivió mil vidas, el que produjo encantamie­nto al no dejar que la pelotita tocara el piso hasta que él quisiera, desde los potreros de Fiorito hasta el aula magna de Harvard, es ahora leyenda eterna. Ya nadie teorizará el escenario imposible de cómo cuidarlo ni tratará de elegirle a quienes lo rodeen; ya nadie dirá en tono de reproche que “Diego amanece recién al mediodía”. No: un mediodía no amaneció. Queridos argentos sub 30, que no vivieron la emoción de convivir con su apogeo, podrán seguir viendo Héroes, navegando el ciberespac­io en busca de sus hazañas, y acaso empiecen a dimensiona­rlo viendo las lágrimas de sus papás y abuelos. Diego, ciudadano del mundo, un napolitano más, es nuestro, más que el mate y el dulce de leche. Es un patrimonio del pueblo argentino, que lo adoró, lo venera y lo alabará, que desde este miércoles 25 de noviembre y para siempre convirtió al país en un gran altar en su honor.

NO PUDO HACER OTRO MILAGRO, COMO DOS VECES ANTES.

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