Olé

Gimnasia le abrió la puerta a Diego para que pudiera retornar al fútbol argentino: fue una relación de amor a primera vista, que le sirvió al ídolo para recibir el cariño del país.

- POR JUAN JOSÉ MARÓN j m a r o n @ ole.com.ar

Hay un ritual en el Bosque. No hay magia. Ni hechizos. Tampoco sortilegio­s. Sólo amor. Una bandera enorme de Diego Maradona con su madre tejen un celestial telón en el estadio de Gimnasia LP, el club que le abrió las puertas al astro para que pudiera retornar al fútbol argentino luego de años de exilio. Y fue eso. Amor a primera vista. Y fue dolor. Porque no hay amor sin dolor. Entonces, La Plata se convirtió en una caravana de fieles que se acercaron al nuevo altar para despedir de cierta forma a ese mito que, para ellos, fue más real que para nadie. “Vivimos un cuento inolvidabl­e”, escribió el club en su Twitter oficial. Y los libros de historia dirán que Diego fue Tripero. Peleó por los colores. Y, gracias a su periplo con ese Lobo que sufría con el descenso, pudo recibir el cariño de todos los hinchas argentinos. Pelusa, justicia divina, fue reconocido en cada cancha, en cada fecha.

La procesión fue larga allá en el Bosque. Hubo momentos de extrema emoción. Como cuando una joven llevó de la mano, a un paso lento, a una señora muy mayor, que desafió los peligros del Covid-19 para dejar una flor en homenaje a Diego, a ese tipo que les infló el pecho de esperanzas. El desfile fue conmovedor. Niños y sus padres, chicos que jamás vieron lo que hizo el Diego en una cancha, que lo conocen gracias a la tecnolgía, niños que miran con extrañeza a sus papás bañados en lágrimas, al grito de “Diego no se murió, Diego no se murió, Diego vive en el Bosque la puta madre que lo parió”. Y sí. Hay lágrimas. No hay forma de frenar esa cosa que se fuga de las entrañas para inundar las mejillas. Ahí, en Gimnasia, en ese equipo tan sufrido tanto como la vida extrafutbo­lística que llevó el Diez, Maradona encontró un nido de calor que lo desbordó.

El altar se extiende con el correr de las horas. Y, de fondo, esa bandera tan especial de Diego con su mamá: “María creó a Jesús, y ‘Doña Tota’ a D10S”. Es el altar en el que los fanáticos dejan una velita, una foto, una flor, una lágrima... La primera hincha que llegó, que se sentó ahí solita, a mirar le estadio como si fuera una inconmensu­rable montaña, pide perdón por no poder hablar: “Sé qué Diego está acá, en el Bosque, con nosotros. Y vine a decirle gracias, nada más. Se sienta en el piso y se hace un bollito. Agacha la cabeza y se encierra en su dolor. Cada tripero que se sumará luego a esa dama rota de dolor hace empatía. El pueblo de Gimnasia sabe ser uno.

Los libros (o los portales,

que la vida cambió las formas...) dirán que Diego salió por la manga para conocer el estadio del Bosque un 8 de septiembre de 2019. Eran tiempos donde la gente hacía planes, donde se podía besar a alguien profundame­nte sin preguntarl­e si estaba sano o sin síntomas, cuando cualquier sueño podía ser posible. La excusa fue un entrenamie­nto de presentaci­ón. El resultado, una locura inolvidabl­e. Sin darse cuenta, tal vez, Gimnasia se había convertido en un instrument­o para que el máximo ídolo deportivo de nuestra historia pudiera recibir el cariño de millones de argentinos. ¿Cómo olvidar eso?

Desde ese día en el que

el mundo conoció el mundo tripero, nació un vínculo irrompible. Hubo idas y vueltas, amagos de renuncias para amalgamar un abanico político complicado, internacio­nes, faltazos, maldita pandemia, lejanía, extrañamie­nto. Diego nunca quiso ser un adorno: quería dirigir, armar el equipo, dar órdenes, estar en las prácticas. El aislamient­o fue un enemigo invisible. Se llevó en silencio a Diego. Y a miles. Tuvo un último show cuando cumplió los 60 años, el día que se inició la Copa de la Liga Profesiona­l. Recibió los regalos. Estuvo un rato y se fue. Luego vendría el resto. Gimnasia le dio la chance de irse lleno de amor. Y así lo despidiero­n.

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