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CONMOVEDIO­S

Cómo fue la madrugada de la despedida para el círculo íntimo: la remera de Enrique, el último regalo de Angelici, el llanto de Palermo y la sensación de que se fue en paz.

- POR HERNÁN CLAUS hclaus@ole.com.ar

Diego estaba en paz”. La frase la repite uno tras otro. No fueron muchos los que asistieron al velorio íntimo, ése que se hizo en la Casa Rosada en las primeras seis horas del 26 de noviembre. Fue un rato, un momento, en el que conviviero­n la familia cercana, los hermanos (salvo el Turco, que vive en Nápoles), los campeones del 86, los futbolista­s, artistas y personajes en general que estaban en la agenda del Diez.

La que organizó esta triste despedida fue Claudia, la histórica esposa de Diego. Ella fue la que llamó y se comunicó con todos para invitarlos, para que fueran con sus familias a ese encuentro acotado, para que pudieran ver al más grande por última vez, darle el último adiós en la noche y el amanecer más triste. Distinto a lo que pasó desde las ocho de la mañana, cuando miles de argentinos -tras más de ocho horas de esperarpas­aron cerca del féretro y en no más de 15 segundos le dijeron lo que sentían.

Los primeros en llegar, cerca de la 1.20 de la madrugada, fueron Chiqui Tapia, Martín Palermo y Sergio Goycochea, todos con sus parejas: ahí fue el primer abrazo con Claudia, Dalma y Gianinna. Nunca se dio una aglomeraci­ón de gente, más allá de que después fueron arribando casi todos los campeones del 86 y muchas personas más.

Pero había una idea clara: se entraba solo en grupos de a tres para poder tener cierta intimidad con la familia, para que cada uno de los presentes tuviera ese ratito al lado del superhéroe que se quedó sin fuerza. Fue el momento en que Daniel Angelici, visiblemen­te emocionado, se sacó un prendedor de Boca que tenía en el saco y se lo dejó como una última ofrenda. Ahí estaba el Negro Enrique, con una remera que teníá una foto con Diego y con la cara desencajad­a por no entender cómo se habíá ido el ídolo, el compañero y el amigo. Ahí estaba también Guillermo Coppola, devastado, que no se animaba a acercarse al cajón hasta que pudo romper esa barrera y despedirse del Diez con el que tantas situacione­s increíbles vivieron en esa relación de manager-jugador. Ahí estaba el Loco, que adentro se mantuvo entero pero cuando salió al playón no podía parar de llorar, se apoyaba en las paredes y seguía sin entender de dónde iba a sacar fuerzas para viajar a Chile a hacerse cargo de Curicó Unido. Ahí estaba Maxi Rodríguez, que no podía contener tanta angustia. Ahí estaban Carlitos Tevez, Wanchope Ábila, el Gringo Heinze, el Kily González, Dani Osvaldo y tantos más, conmociona­dos...

A casi todos los presentes, lo comentaban en voz baja, les pasó lo mismo cuando se saludaban en el estacionam­iento de la Casa Rosada: pensaban cómo ese Dios del fútbol, que parecía inmortal, terminó igual que todos. El shock general y esa sensación de que, por primera vez, Maradona es igual que cada uno de los que fueron a despedirlo.

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