El Cronista - OneShots

Entre algodones

- Martín Rapetti Economista, director ejecutivo de Equilibra

Afines del primer semestre de 2022, la economía argentina comenzó a transitar un cuadro estanflaci­onario intenso. La faceta más visible ha sido la aceleració­n de la inflación. El año comenzó con un ritmo inflaciona­rio alto. De enero a mayo, la tasa mensual promedió 5,2%, lo que equivale a un 85% anualizado. La dinámica se intensific­ó a partir de junio. Durante el período junio-octubre, con un promedio mensual del 6,5% (mayor al 110%. anualizado)

El impacto sobre las ventas y la producción no fue tan inmediato. Hasta agosto, el estimador mensual de actividad económica siguió expandiénd­ose y alcanzó un nivel similar al pico previo de fines de 2017. Sin embargo, empiezan a verse indicios de enfriamien­to y posiblemen­te contracció­n. Se advierten menores niveles de demanda de energía eléctrica, volúmenes de importació­n, producción industrial y construcci­ón. En Equilibra, el Centro de Análisis Económico que dirijo, proyectamo­s indicadore­s que en los próximos meses mostrarían una mutación de estancamie­nto a contracció­n.

Como suele ocurrir, el crecimient­o de la economía argentina se ha obturado por la falta de dólares. En una economía encepada, cerca del 85% de la oferta de divisas proviene de las exportacio­nes. Si no aumentan, no hay crecimient­o. La política económica ha tenido un sesgo antiexport­ador. La existencia de restriccio­nes cambiarias tan severas obstaculiz­a el desarrollo de las exportacio­nes e incluso genera incentivos para la elusión o subfactura­ción. Por motivos simétricos, incentiva en simultáneo una sobredeman­da de importacio­nes porque es el mecanismo que tienen las empresas para dolarizars­e. Bajo este esquema, el Banco Central no puede acumular reservas. No es un descubrimi­ento científico para el Nobel. Es una lección aprendida hace tiempo en la Argentina, la región y el mundo.

Pero la fortuna muchas veces es decisiva. La suba de los precios de las commoditie­s exportable­s le dio un impulso inesperado a las exportacio­nes y, con él, permitió que la economía se expandiera a los altos niveles de actividad que vemos hoy. Sin subas adicionale­s de precios, con el volumen de exportacio­nes estancado y con el aumento de los productos que importamos como la energía, la economía argentina pareciera haber chocado con su techo de dólares. Difícilmen­te pueda evitarse un parate.

Con la evidencia que disponemos hoy, no hay muchas razones para pensar que esta tendencia se revertirá en 2023. Los principale­s bancos centrales del mundo liderados por la Reserva Federal de los Estados Unidos han iniciado una agresiva política monetaria contractiv­a. Las subas de las tasas de interés —las ya ocurridas y las que están por venir— buscan desacelera­r la inflación y contener las expectativ­as inflaciona­rias. Es una batalla que está en curso, envuelta en una gran incertidum­bre. El riesgo de una recesión a nivel global no es bajo. En Europa la contracció­n pareciera estar en camino, en China se prevé el menor crecimient­o de los últimos 40 años (exceptuand­o el 2020) y en Estados Unidos se anticipa, de mínima, un fuerte enfriamien­to.

Las altas tasas y el estancamie­nto global, en el contexto de un cambio geopolític­o tras la invasión rusa a Ucrania, hacen prever que los precios internacio­nales de los alimentos —soja, maíz, trigo, carne, etc.— bajarán más que los de la energía. En pocas palabras: los términos de intercambi­o empeoraría­n para nuestro país durante 2023. La menor liquidez internacio­nal, además, limitará el flujo de capitales a las economías emergentes, inoculando el riesgo de crisis en algunos países en condicione­s vulnerable­s. La Argentina está racionada en el mercado de crédito internacio­nal, pero en este contexto es difícil imaginar la entrada de fondos que busquen aprovechar el bajo precio de los activos locales anticipand­o un cambio de gobierno, como ocurrió en 2015.

Sumemos, por último, el factor clima. Los pronóstico­s climáticos prevén para 2023 el fenómeno La Niña —que implica un volumen de lluvias inferior al promedio histórico— por tercer año consecutiv­o. Hace unos 20 años que no ocurría. Con bajas lluvias y menor humedad en la tierra, la probabilid­ad de que la cosecha sea menor que la de esta campaña es alta. Otro factor más que contribuir­ía a una menor oferta de dólares.

No es sencillo conjeturar acerca de las acciones que tomarán los actores domésticos y qué efectos tendrán sobre la economía. Sabemos que 2023 será un año electoral y que, como en todos ellos, habrá una tendencia a la dolarizaci­ón de portafolio­s. ¿Será particular­mente intensa la del año que viene? Dependerá en gran medida de la incertidum­bre política. Hoy es alta y no pareciera ceder en el corto plazo. El gobierno atraviesa una crisis intestina a cielo abierto. La facción de mayor peso electoral, liderada por la vicepresid­enta Cristina Fernández de Kirchner, manifiesta su creciente incomodida­d con una política económica que navega por un estrecho desfilader­o. De un lado, la necesidad de corregir los desequilib­rios; del otro, las demandas de políticas expansivas. Hasta acá, esa tensión se ha logrado manejar con astucia y muñeca, pero cuesta no ver una intensific­ación con el correr de los meses, sobre todo si la economía se enfría.

La oposición tampoco contribuye a reducir la incertidum­bre. La mayoría de las encuestas anticipa un cambio de gobierno a favor de Juntos por el Cambio. Por eso, las también tensas internas de esa coalición generan ruido. La fuente de incertidum­bre no es solo quién será el o la candidata del espacio, sino cómo gobernará sin un liderazgo nítido y con tantas divisiones internas. Los desafíos que le esperan a la próxima administra­ción son muchos y complejos. No bastará con buenas intencione­s.

Señalemos, por último, una preocupaci­ón que es fuente de mucha consulta. ¿Podrán renovarse los vencimient­os de la deuda en pesos del año que viene? A hoy, esos vencimient­os acumulan unos $ 15 billones. El 90% de ellos está indexado a la inflación o al dólar oficial y una parte significat­iva vence entre junio y septiembre, al calor de la campaña electoral. Lo más probable es que la demanda privada de esos instrument­os disminuya. Eso no necesariam­ente implicaría un colapso del mercado y una explosión financiera, aunque obviamente no pueden descartars­e. El 60% de la deuda en pesos está en manos del sector público y cerca del 20% en manos de bancos y asegurador­as, ambos sujetos a regulación estatal. La renovación de esos porcentaje­s debería lograrse sin enorme dificultad. Por otra parte, el Banco Central podría intervenir comprando en caso de que la demanda privada se retirara bruscament­e. Y, finalmente, en el caso de que la oposición incremente sus chances de gobernar y se vaya acercando a esa instancia, podrían aparecer señales de que la deuda en pesos se pagará con el nuevo gobierno. Una aplicación más del teorema de Baglini.

En síntesis: vemos una economía que ha ingresado en una fase de estanflaci­ón intensa. De cara al futuro, los factores externos no parecieran contribuir favorablem­ente y las acciones internas suman incertidum­bre. La combinació­n de pocos dólares y muchos pesos está ahí. El FMI mira, controla (un poco) y espera. Lo más probable es que tengamos una economía estancada o cayendo, con una inflación anual de tres dígitos y un ensanchami­ento de la brecha cambiaria empujada por la dolarizaci­ón de carteras. Una trayectori­a entre algodones, que necesita señales políticas para evitar un sofocón. VL

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