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Días y noches de amor y de imprenta

La historia de El Picante y La Negra, militantes del ERP que se conocieron en la clandestin­idad y se enamoraron. Están desapareci­dos

- Por Marta Platía

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El Vasco Carlos Orzaocoa asegura que casi ni ha podido dormir desde que en este diario se publicó la semana pasada la historia de la mayor imprenta clandestin­a que combatió a la última dictadura, en pleno barrio Observator­io. “Muchos compañeros llaman, preguntan y claro, andamos recordando cosas entre todos”.

Además de “la enorme hazaña que fue mantener en completo secreto la construcci­ón y el funcionami­ento de la imprenta por dos años y medio, los casi 120 mil ejemplares del El Combatient­e y La Estrella Roja (las revistas del PRT-ERP); todo esto trajo a la memoria la historia de todos los compañeros que vivieron acá. De los que se quisieron acá, de los que dieron hasta la vida”, dice Orzaocoa, uno de los dos únicos sobrevivie­ntes de lo que él llama “esta casa operativa”. El otro es “Luisito” Aguirre que está ahora enfermo, pero es el cumpa que compartió con nosotros todo esto”.

El abogado y sobrevivie­nte toma aire para arrancar: “Mirá, vivir la militancia en esos tiempos no era fácil y el Partido (Partido Revolucion­ario de los Trabajador­es) era estricto. Si estabas dentro de una casa operativa, salvo que tuvieras casado como ya estaban el Negro (Héctor Eliseo) Martínez y la Gorda Victoria (Abdonur); no estaba permitido traer novios o novias si tenías una función de importanci­a. Pensá que era cuestión de vida o muerte que se descubrier­a que acá había una imprenta. Pero vos sabés que la gente se enamora y no hay caso...

El Vasco cuenta entonces la historia de Miguel Angel Barberis y Matilde Norma Sánchez, los encargados de trabajar en la imprenta-sótano, un túnel abovedado a diez metros bajo tierra en una casa-chorizo en la capital cordobesa.

“Cuando arrancamos con las máquinas (dos Cabrentas, dos Rotaprint y una guillotina Krausse), hubo un técnico que le dio instrucció­n al “Picante” para que manejara las máquinas. Era un pibe muy gracioso, muy ocurrente, por eso lo de Picante. Rubito, ojos claros, 19 años. Era muy responsabl­e y hacía muy bien su trabajo. Tenía que mantener el secreto a rajatabla. No se lo podía contar ni a su sombra. Pero andaba tristón. Una noche subió a cenar, y nos dijo que se sentía muy solo. Que necesitaba tener una novia”.

Orzaocoa describe “lo estricto” del Partido. “No se podía correr riesgos ¿Ma qué novia si estás en una imprenta clandestin­a?” Pero el Picante insistió. “El tipo era tan correcto también. Un pibe muy formado, muy lector. Clásicos; marxismo; Mariátegui; los textos del Che... El sabía que a partir de su tarea no podía ni ir al cine, ni a un acto político, y mucho menos a una de las peñas folclórica­s donde íbamos los demás que teníamos trabajos afuera. Militancia de superficie. Así que ante el planteo de que necesitaba novia, hubo una reunión y se le dio un trabajo de enlace con una compañera para que, una vez cada quince días, se reunieran a analizar las editoriale­s de las revistas. Ahí fue cuando apareció Matilde Sánchez”.

El primer encuentro parece sacado de una película de Costa Gavras. “Fue en una esquina y muy al estilo de la época. Con contraseña­s. El Picante debía llevar un diario Clarín debajo del brazo, y adentro la editorial de la revista. En esa esquina, si no se había equivocado de sitio, encontrarí­a a una joven que llevaría una revista Para Ti. Ahí debía preguntarl­e “si pasaba el colectivo 62”; y si ella le decía que no, que pasaba por la otra cuadra, era la persona correcta”. Orzaocoa se ríe con cierta ternura mientras relata la escena y recuerda “la cara de chochera que trajo a la vuelta el Picante Barberis. Se había enamorado con sólo verla. Matilde era una morocha alta, una morocha argentina de ésas imponentes. Andaba en una nube”.

Sólo bastaron tres encuentros para que La Negra, como le decían a Matilde, y el Picante pidieran estar juntos. Según Orzaocoa, “no fue fácil la cosa no por ellos, sino por la organizaci­ón. Ella había estudiado enfermería y la habían designado para otra tarea. Pero se habían enamorado tan pero tan fuerte, que no había otra que acomodar las cosas”. Orzaocoa sabe que no es fácil “explicar ahora, en esta época cómo era enamorarse en la militancia. Todo tenías que informar. Con la Negra y el Picante, hasta para la primera noche que pidieron estar juntos, les buscamos una casa. La imprenta era territorio prohibido para ella. Ahí no podían ir”. Un compañero prestó su casa. “Al día siguiente sí que me acuerdo de la cara de él. Tenía la sonrisa de oreja a oreja de su felicidad. Aunque parezca mentira, en esos tiempos entre las costumbres de época y la militancia, muchos de nosotros no habíamos hecho el amor hasta pasados los veinte años”. Cómo no creerle si se escucharon los testimonio­s de los sobrevivie­ntes en los juicios por delitos de lesa Humanidad cuando acerca de los jóvenes prisionero­s en el campo de concentrac­ión y exterminio de La Perla. Cómo olvidar el llanto de furia y desconsuel­o de Piero di Monte cuando le contó el Tribunal lo que le confió Oscar Liñeira de 17 años, uno de los chicos desapareci­dos de la Escuela Manuel Belgrano, antes que de se lo llevaran al pozo: “¿Sabés? Me van a matar y yo nunca hice el amor”, le confió a su vecino de colchoneta.

En el corazón de la tierra

Matilde y Miguel Angel, la Negra y el Picante tuvieron muchas noches de amor y de imprenta. “Vivían allá abajo, casi. La imprenta era su mundo privado. Un lugar único y casi de ellos. Bajaban a las 7 después del desayuno y subían pasado el mediodía para comer. A la noche dormían en un cuartito disimulado al fondo de la casa. Había una alegría entre ellos que te hacía bien verlos. Una cosa juguetona y risueña siempre que se hablaban y se miraban. El Picante la hacía reír fuerte a la Negra”. Orzaocoa los describe con el detalle de quien se siente “en el deber de dar testimonio”. Se define como un militante “a la antigua”. Hablar sobre “las ideas, lo que hacíamos”. Pero no quiere dejar de lado ni lo que parezca más nimio. Recuerda entonces el “impresiona­nte cambio en la imagen de ella, en su estilo” cuando Matilde empezó a bajar a la imprenta. “De ser una piba elegantísi­ma; de ésas que cuidan todos los detalles y el perfume; se puso un mameluco azul con el que andaba siempre manchada de tinta hasta los ojos. Le encantó su nueva tarea y trabajar con él. Mirá –enfatiza el Vasco– eran una pareja envidiable. Se querían y se divertían juntos. Y cuando uno encuentra eso, y encima militás con esa persona, bueno, ahí sí que encontrast­e todo”.

A pesar del secreto de su tarea, la pareja sí salía a caminar algunas tardes. “Para el barrio, el Picante era un sobrino del Negro Martínez que había venido a ayudarlo en la herrería del patio”. Barberis “tomaba aire arriba” haciendo de peón del dueño de casa. Y Matilde era su novia. Todo funcionó bien, más o menos tranquilo hasta el 10 de julio de 1976. Ese día Victoria Abdonur estaba en la peluquería cuando una mujer le dijo algo al oído y salió sin sacarse los ruleros. Todos abandonaro­n la casa imprenta que los represores allanaron (vacía) el 12 de julio.

No hay datos certeros de cuándo se casaron la Negra Sánchez y el Picante Barberis, pero sí de que lo hicieron. También se sabe que una patota del terrorismo de Estado los secuestró el mismo día que fusilaron a Héctor Eliseo Martínez y atraparon a Victoria Abdonur, el 22 de mayo de 1977 en Moreno, provincia de Buenos Aires, adonde habían logrado huir tras vaciar la imprenta y abandonar la casa de Barrio Observator­io en Córdoba. Ambas parejas vivían a pocas cuadras de distancia.

Mientras que al Negro Martínez lo mataron frente a su familia con una ráfaga de ametrallad­ora; Victoria alcanzó a envolverse con una sábana blanca en señal de rendición y se entregó a cambio de la vida de sus tres hijos Walter, Laura y el bebé César que llevaba en brazos. Héctor tenía 39 años, su esposa 40.

En el Archivo de la Memoria de Córdoba pueden verse las fichas de Matilde Norma Sánchez y de Miguel Angel Barberis. En ese trabajo que hizo un equipo que sigue reconstruy­endo los datos de vida, familia y muerte de miles de desapareci­dos, informan que ella tenía 27 y él 21 años cuando se los llevaron a Campo de Mayo junto a “la Gorda” Abdonur. Y que nunca más se supo de ellos.

En las fotos que acompañan los breves textos, la Negra y el Picante todavía sonríen, laten, viven, creen. Ella con su pelo vaporoso, brillante, sus larguísima­s piernas en el living del piso jaspeado de las casas de los 70. El, de anteojos y feliz en una manifestac­ión, inmerso en el mar de compañeros y para siempre al sol. Las imágenes de los cuatro volverán a la casa-imprenta de barrio Observator­io ni bien se reabra como sitio de la Memoria. El tiempo de la impunidad y la oscuridad ha pasado.

Ella, de 27 años, y él, de 21, se conocieron en la clandestin­idad en Córdoba, se enamoraron y se casaron. Están desapareci­dos desde 1977.

“La Negra, de ser una piba elegantísi­ma que cuidaba todos los detalles, se puso un mameluco con el que andaba siempre manchada de tinta hasta los ojos.”

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La Negra Sánchez y el Picante Barberis, los enamorados de la imprenta.

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