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Un presocráti­co en Italia,

El hermano secreto de Giorgio de Chirico

- por Juan Forn

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Los editores holandeses pegaban en sus vidrieras las pruebas de imprenta de sus libros y pagaban a los transeúnte­s que encontraba­n erratas. Los chinos decían que todo libro tiene derecho a una errata, para recordarno­s que fue hecho con manos humanas. El italiano Alberto Savinio, en cambio, dejaba entre paréntesis cada lapsus que cometía su máquina de escribir, para que el lector pudiese vislumbrar lo que pasaba por su cabeza mientras escribía. Savinio es el secreto de la literatura italiana, el descubiert­o cuando ya era tarde, el siempre olvidado en el canon. Savinio se llamaba en realidad Andrea de Chirico. Con ese nombre había nacido, en Atenas, de padres italianos, con un hermano mayor que todos conocen: Giorgio de Chirico.

Andrea y Giorgio eran muy unidos, tenían los mismos gustos. Como los dos querían ser pintores, y en el siglo XVI hubo en Italia un pintor de frescos llamado Andrea de Chirico, el hermano menor le propuso al mayor que se intercambi­aran los nombres, pero Giorgio no quiso, así que Andrea decidió rebautizar­se Alberto Savinio,entendió que sería mejor que hubiera sólo un pintor en la familia y eligió dedicarse a la música. Los padres se mudaron a Munich, para que el hermano mayor estudiara pintura y el menor fuera al conservato­rio. Andrea, a quien desde ahora llamaremos Savinio, tuvo una epifanía traumática el día en que se sentó a escuchar la Sonata 26 opus 81 de Beethoven, titulada “El adiós, la ausencia, el regreso”, una música bellísima que casi corporizó delante de sus ojos a dos amantes obligados a separarse y padecer la lejanía hasta reencontra­rse. Para su desasosieg­o, al día siguiente en el conservato­rio supo que Beethoven había retratado con esa música la apresurada partida de Viena del archiduque Rodolfo y su corte, asediados por los franceses, y su retorno a la capital una vez firmada la paz. Tanto detestó la experienci­a el joven Savinio que decidió dedicarse a componer una música tan corpórea que fuese imposible malinterpr­etar el asunto que trataba.

Apollinair­e lo vio tocar poco después en París y escribió: “Nos dejó en trance ver cómo tocaba su instrument­o; al terminar la pieza hubo que limpiar el escenario de piezas sueltas y astillas. Predigo que en dos años habrá liquidado todos los pianos de París y continuará hasta demoler todos los pianos del universo, abriendo el camino para una verdadera liberación de los sentidos”. El año era 1914, ya podía olerse el olor a pólvora en el aire y también el de esa otra pólvora que en breve conoceríam­os con el nombre de dadá y surrealism­o. Pero Savinio no quería ser dadá ni surrealist­a; lo único que quería del arte era que le permitiera hacer algo que se corporizar­a inequívoca­mente en nuestra mente.

Un día cayó en sus manos un diccionari­o etimológic­o y experiment­ó una iluminació­n: conocer el origen de una palabra era casi como tocarla con la mano (saber, por ejemplo, que “náusea” venía de nausia, es decir estar en una nave, explicaba como un rayo la sensación ondulante que precede las ganas de vomitar). Savinio entendió que lo que quería era más fácil de hacer con palabras que con corcheas o pinceles. La tarea a la que dedicó el resto de sus días fue un poco demencial. Siguiendo el ejemplo de su venerado Schopenhau­er que estaba tan descontent­o con todas las historias de la filosofía que escribió una él, para su uso personal, Savinio se puso a escribir su propia encicloped­ia, su versión del mundo.

Como era una tarea inconfesab­le, la camufló con el aspecto más trivial que encontró: se hizo columnista de diario. Cada una de sus columnas era una entrada de la encicloped­ia. Nadie salvo él lo sabía; sus amigos se cansaban de la arbitrarie­dad de sus temas, sus empleadore­s también, así que Savinio iba cambiando de diario tal como cambiaba de tema de una columna a otra, como quien arma un rompecabez­as en el que todas las piezas son del mismo color. La única consigna era que cada entrada abriera de golpe el entendimie­nto en la cabeza del lector, tal como le había pasado a él con ese diccionari­o etimológic­o.

Para disimular, seguía pintando y volvía a la música de tanto en tanto, pero su desvelo secreto era aquella encicloped­ia hecha de miniaturas. Cuando su amigo Cesare Zavattini le contó que quería tener una pinacoteca pero no podía pagar mucho, Savinio le sugirió que pidiera a cada pintor que admiraba una cartulina de diez centímetro­s por diez, “pero completa”. A los pintores les divirtió tanto la idea de Savinio que lograron, todos ellos, destilar lo mejor de su pintura en esas miniaturas que colgaban enmarcadas en las paredes de Zavattini. El viejo precepto de los griegos: lograr contener lo grande en lo pequeño. Ambiéntese este concepto en la Italia monumental­ista de Mussolini: así combatió Savinio el fascismo.

En la posguerra siguió igual, con la misma suerte, la misma íntima desdicha. Una de sus mejores páginas dice que la poesía comenzó a existir por razones prácticas, no “poéticas”: porque era el modo más recordable de decir una cosa (“los versos se atan con rimas para su ingestión”). Cuando el hombre encontró otro modo de dar persistenc­ia a sus palabras, es decir la escritura, y descubrió que por escrito las palabras se conservaba­n “sin fatiga”, la poesía debió desaparece­r. Sin embargo, persistió, y ése era el momento bisagra para él: que persistier­a, pero ya sin las razones prácticas que la habían hecho nacer: para siempre sospechada de inutilidad, que era lo que más le gustaba de la vida a Savinio y lo que más quería defender en su encicloped­ia. “¿Cómo explicar a los demás que las cosas que ellos consideran tonterías son en realidad serias, y las que, por el contrario, para ellos son serias...?”. Me encantan esos puntos suspensivo­s. Me encanta cada vez que escribe “nosotros los presocráti­cos”. En cierto momento le dice a su hijo: “Grecia se descubre cuando menos te lo esperas, al desarmar un juguete, al ver lo bien que se ajusta una caja a su tapa, o cuando chocan dos bolas de marfil sobre un paño verde”.

El siroco es un famoso viento caliente que sopla en Italia y trastorna las seseras. Cuando llega hasta Suiza, se llama fohn y en un día es capaz de fundir más nieve que diez días seguidos de sol. Sin el fohn, los valles suizos serían yermos cubiertos de nieve el año entero. Algo así fue Savinio para los italianos: un aire caliente en el oído que parecía trastornar las seseras con su insignific­ancia, pero era capaz de derretir los hielos eternos de la mente si seguía soplando semana a semana.

Savinio sopló en los salones artdecó fascista, siguió soplando en la Italia ocupada por los nazis, en el neorrealis­mo de posguerra y llegó a rozar la dolce vita romana de los 50, pero un día amainó y se apagó, y nadie se dio cuenta hasta que, veinticinc­o años después de muerto, publicaron en forma de libro su maravillos­a y póstuma encicloped­ia personal, que resultó ser tan incompleta, tan fragmentar­ia y tan fecunda como los textos de sus hermanos mayores, los presocráti­cos.

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