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Un relato tenso y realista

South Terminal, del cineasta argelino Rabah Ameur-Zaïmeche

- Por Horacio Bernades Por Diego Brodersen South Terminal

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“Un vano millonario acumula estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, diamantes, vehículos, biblioteca­s, hombres y mujeres”, enumera Borges las posesiones terrenales de Charles Foster Kane en El ciudadano. Francisco Piria tuvo la vanidad de inventar de la nada una ciudad cuyo nombre es un autohomena­je. También construyó un palacio, un hotel que en su momento estuvo entre los más lujosos de Sudamérica y un ferrocarri­l propio. Poseyó una cantera que producía ciento veinte mil adoquines al mes y una bodega que proveía 360 mil litros de vino por año. Como Charles Foster Kane, fue dueño de un periódico y enfrentó a políticos poderosos, aunque no llegó a inventar una guerra en su propio beneficio. A diferencia del magnate wellesiano, a quien no se le conocieron intereses que no fueran materiales, este uruguayo hijo de genoveses no se conformó con el mundo visible y buscó en la alquimia –y según dicen también la magia, la masonería, el hermetismo y el rosacrucis­mo– un modo de trascenden­cia. Francisco Piria, fundador del balneario de Piriápolis, es el self made man rioplatens­e, capitalist­a autor de un libro llamado El socialismo triunfante y “hombre infinito” cuya verdad busca develar El mundo entero. Como el reportero de El ciudadano, lo que el realizador Sebastián Martínez encuentra a cambio es un rompecabez­as de hechos, versiones e interpreta­ciones cuya inmensidad parecería desafiar la razón.

Hombre emprendedo­r nacido en 1847, tras quedar huérfano y perder poco más tarde esposa e hijo, Piria, por entonces un muchachito de 20 años, se conchaba como rematador en el Mercado Viejo de Montevideo. No se conforma con cuadros despintado­s o vajilla usada. Vende algunos de los primeros relojes pulsera, comerciali­za joyas y diamantes “garantidam­ente falsas” y se dedica al teñido de perros, vendiéndol­os azules, rojos y amarillos. Recomponie­ndo un poco la línea de tiempo (Martínez la presenta de modo acronoló@

“Estás hecho un desastre. Una persona que es tan... neutral. Tan poco comprometi­da”, le dice el director del hospital –interpreta­do por el veterano actor y realizador Jacques Nolot– a uno de los cirujanos más importante­s de su staff. Lo primero, al menos, es bastante cierto: en los últimos tiempos, el protagonis­ta de South Terminal, un médico al cual la película prefiere no bautizar con un nombre, anda tomando demasiado alcohol, durmiendo poco y estirando la agonía de un matrimonio resquebraj­ado. La coyuntura de su país lo tiene preocupado, lo cual es lógico si se tiene en cuenta la escalada de violencias entre dos bandos: el accionar cada vez más virulento de grupos anti gobierno y un aparato estatal al cual se la ha dado por secuestrar, torturar y asesinar ciudadanos. Ya en el comienzo del sexto largometra­je del franco argelino Rabah Ameur-Zaïmeche la situación muestra todos los dientes de su complejida­d: ¿quién detiene esa combi en medio de la ruta y se queda con todas las valijas de los pasajeros? ¿Soldados reales, infrancesa

Terminal Sud; Francia/Argelia, 2019.

Dirección y guion:

Duración: 96 minutos.

Intérprete­s: Ramzy Bedia, Amel Brahim-Djelloul, Slimane Dazi, Salim Ameur-Zaïmeche.

Estreno: en Mubi.

Rabah AmeurZaïme­che. surgentes disfrazado­s de tales simples bandidos de la ruta?

Luego llegará el asesinato de su cuñado, un periodista que se anima a poner el dedo en la llaga, y la aparición de una carta anónima con el dibujo de un ataúd y la frase “te tenemos en la mira”. Más allá de las obvias referencia­s a su país natal, en particular durante los aciagos años de la guerra civil argelina, Ameur-Zaïmeche ubica la historia en un país imaginario (el film fue rodado en gran medida en el sur de Francia) y en un tiempo indetermin­ado. De esa manera, su relato de dolores colectivos y personales adopta una cualidad abstracta, si no universal, al menos amplia en sentido geográfico. La nación del médico –interpreta­do por el comediante Ramzy Bedia, alejado aquí de sus roles habituales– encarna un pasado colonialis­ta bajo bandera

oy un presente de terrores políticos y sociales donde parece obligatori­o tomar posición y escoger un bando. Algo que el médico no parece dispuesto a hacer, cumpliendo a rajatabla el juramento hipocrátic­o y salvando vidas de uno y otro lado, muchas veces bajo la presión de un fusil apuntándol­e a la cabeza. South Terminal adopta desde temprano algunos de los rasgos del thriller político de los años 70, aunque nunca deja de lado la mirada humanista concentrad­a en su héroe, zarandeado por una realidad que lo supera y una serie de condiciona­mientos éticos que ya no parecen tener relevancia alguna en el mundo que lo rodea. Cuando el protagonis­ta es finalmente “chupado”, todo el poder destructor del estado represivo se evidencia en una escena tan brutal como pudorosa. El director de La historia de Judas y Dernier maquis conjura un relato tenso y realista en el cual el sol del mediterrán­eo, lejos de ofrecer un panorama ideal para el remanso, ilumina y desnuda las aristas más oscuras del ser humano y las institucio­nes en tiempos convulsos. gico), del mercado Piria pasa a la ciudad, que por entonces se hallaba a medio camino entre la colonial y la moderna. Proyecta la construcci­ón de 200 manzanas con la intención de lotearlas, con líneas de crédito que extendía hasta 150 cuentas, 12 años de pago sin intereses. Al gobierno no le gusta nada, le bloquean el proyecto y el emprendedo­r encuentra en una tierra desolada, entre los montes y el mar, el lugar soñado, que levanta como los griegos sus pirámides y corona, ya pasados los 70 años (murió a los 86) con la mole del Hotel Argentino, para la cual se hace traer mármoles de Carrara, vitrales franceses, estatuas, vinos, porcelana de Limoge, gárgolas, herrería y ornamentos. Administra­do por el Estado, El Hotel Argentino (más precisamen­te, Argentino Hotel) sobrevive orondo hasta el día de hoy, con la marca de la excentrici­dad de su creador: sin que se sepa por qué, en todos los pisos falta una habitación, de modo que la numeración salta. Al balneario le iba a poner Heliopólis, Ciudad del Sol. Pero el Sol era poco, así que le puso Piriápolis.

Desde la propia presentaci­ón del personaje en voice over, Sebastián Martínez –que tiene dos excelentes documental­es previos, París-Marsella (2007) y Centro (2012)– deja ver su admiración por el personaje, y los hechos narrados parecen darle la razón. Piria aparece como una fuerza de la naturaleza, capaz de sobreponer­se a orfandades, muerte de seres queridos, incendios, pérdidas enteras de capital, enemigos enquistado­s en el Estado y en la Iglesia, proyectos mal pensados (cuatro columnas en medio del salón de baile del Hotel Argentino, cuya única función parecería ser obstruir la vista). A cada calamidad Piria respondía más enchufado que nunca. Fue, sin duda, una clase de criatura que no suele abundar en las tierras del sur: un bigger tan life, un tipo que parecería más grande que la vida misma. Estos personajes suelen ocultar un rincón oscuro o más, y allí está para certificar­lo Charles Foster Kane, que a veces se comportaba como un hijo de puta, y otras como un grandísimo hijo de puta. Tal como la transcribe El mundo entero, la figura de Piria parecería elevarse hacia el cielo, tal como él mismo pretendía hacer desde el último piso del hotel, desde el cual tomaban vuelo las proyeccion­es astrales.

Francisco Piria tuvo la vanidad de inventar de la nada una ciudad cuyo nombre es un autohomena­je y el film busca armar el puzzle de ese personaje visionario y contradict­orio.

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El Argentino Hotel sobrevive hasta el día de hoy, con la marca de la excentrici­dad de su creador.
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