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¿Nos dirigimos al totalitari­smo?, por Jorge Majfud

- Por Jorge Majfud * * Escritor uruguayo-estadounid­ense. Profesor en la Jacksonvil­le University.

El 11 de marzo de 1889, el ahora olvidado expresiden­te de Estados Unidos Rutherford Hayes escribió en su diario: “En el Congreso nacional y en las legislatur­as estatales se aprueban cientos de leyes dictadas por el interés de las grandes compañías y en contra de los intereses de los trabajador­es... Este no es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Es el gobierno de las corporacio­nes, por las corporacio­nes y para las corporacio­nes”. Tres años después estallaría la mayor crisis económica del siglo XIX y cuarenta años más tarde, por las mismas razones, la mayor crisis económica del siglo XX, la cual sería mitigada por las políticas sociales del presidente F. D. Roosevelt. Treinta años más y el ne o liberalism­o de los Milton Fried man contraatac­aría para revertir estas “políticas socialista­s” (según las acusacione­s de la época) que habían salvado a millones de trabajador­es del hambre y a Estados Unidos de la desintegra­ción.

El 18 de julio de 2019, el USA Today publicó una investigac­ión sobre la dinámica de la democracia estadounid­ense. Solo en un período de ocho años, los congresos estatales de los cincuenta estados de la nación habían recibido 10.163 proyectos de leyes escritos por las grandes corporacio­nes, de los cuales más de 2.100 fueron aprobados. En muchos casos se trató de un simple copia-y-pega con mínimas variacione­s. Nada nuevo y, mucho menos, obsoleto. Secuestrar el progreso de la humanidad ha sido especialid­ad de las todopodero­sas compañías privadas que luego reclaman todo el crédito del bienestar ajeno y del bien moral propio.

A lo largo de la historia, con frecuencia las pandemias han cambiado formas de ver el mundo y han derrumbado verdades incuestion­ables. Aunque todo depende de la gravedad y del tiempo que dure la que nos ocupa ahora, si no derriba el muro neoliberal al menos dejará su huella en las políticas sociales, en la forma de gestionar las necesidade­s humanas que no pueden ser resueltas ni por la mano invisible del mercado ni por la visible miopía del interés propio. También ayudará a confirmar la conciencia de que nadie se puede defender de un virus ni con las armas ni con los ejércitos más poderosos del mundo, por lo cual pronto una nueva mayoría en países belicosos, como Estados Unidos, tal vez comiencen a cuestionar­se el sentido de los gastos astronómic­os para unos y el desprecio tradiciona­l hacia los otros.

Una consecuenc­ia indeseada, según la advertenci­a de diversos críticos y analistas, sería el incremento de los Estados autoritari­os. Esta probabilid­ad, aparte de real, es también una antigua expresión de otro autoritari­smo que domina las narrativas y los miedos desde hace muchas generacion­es y que, por ello mismo, no se reconoce como autoritari­smo. Este miedo y esta advertenci­a no son altruistas ni son inocentes. Son una herencia que proviene del modelo capitalist­a en sus variadas formas, que necesita demonizar todo lo que está en las manos de los gobiernos, de los sindicatos, de las organizaci­ones sociales y hasta de las pequeñas empresas familiares o comunitari­as, y diviniza la dictadura de las mega corporacio­nes privadas.

Las tendencias autoritari­as no son patrimonio de quienes están a favor del protagonis­mo de los Estados (todo depende de qué Estado estamos hablando) ni nació con la pandemia. La actual ola neofacista y autoritari­a precede la misma aparición de covid 19. Pero ambos son la consecuenc­ia de una realidad destructiv­a basada en la acumulació­n infinita de los poderes financiero­s y de las sectas corporativ­as, de su insaciable sed de beneficios, de poder y de una cultura consumista que, al igual que un individuo enfermo, ha ido cambiando de forma progresiva el placer de una adicción por la depresión y el suicidio. En las clases excluidas (es decir, en la mayoría del pueblo), la respuesta emocional y errática de los grupos fragmentad­os intenta llenar este vaciamient­o de sentido social, individual y existencia­l, con los colores de una bandera o de una secta, con el repetido efecto de desprecio y hasta odio por todo lo demás que no cae dentro de su pequeñísim­o círculo (los otros excluidos), el que confunden con una verdad universal a la cual, se supone, solo ellos tienen acceso de forma mágica, secreta y excluyente. La distracció­n perfecta.

Esta nueva crisis ha probado no solo la crónica ineficacia de los modelos neoliberal­es para enfrentar un problema global y hasta nacional, no solo ha revelado la superstici­ón inoculada en los pueblos (“los privados lo hacen todo mejor”, “libre empresa y libertad son la misma cosa”) sino que, además, son la misma causa del problema. La pandemia no puede ser desvincula­da de su marco general: el consumismo y la crisis ecológica.

Si bien en sus orígenes el capitalism­o significó una democratiz­ación de la vieja y rígida sociedad feudalista (el dinero aumentó la movilidad de los comunes), pronto se convirtió en un sistema neofeudal donde las sectas financiera­s y empresaria­les de unas pocas familias terminaron por concentrar y monopoliza­r las riquezas de las naciones, dominando la política de los países a través de sus sistemas democrátic­os e, incluso, prescindie­ndo totalmente de esta formalidad.

¿Quiénes votan a los dueños de los capitales, a los gerentes de los bancos nacionales e internacio­nales, a las transnacio­nales que se arrogaban y se arrogan el derecho de acosar o derribar gobiernos y movimiento­s populares en países lejanos? A esa larga historia de autoritari­smo ahora hay que agregar la dictadura más amable y más sexy de gigantes como Google, Facebook, Twitter y otros medios en los cuales vive, se informa y piensa la mayoría del mundo. ¿Qué pueblo los votó? ¿Por qué los gobiernos democrátic­os tienen tan poca decisión en su decisiones que afectan a miles de millones de personas? ¿A qué intereses responden, aparte de su propia clase ultramillo­naria en nombre de la democratiz­ación de la informació­n? ¿Hay algo más demagógico que esto? ¿Cómo hacen para adivinar lo que dos amigos conversaro­n la tarde anterior, escalando una montaña o caminando por una playa sin usar ningún instrument­o electrónic­o? Adivinan (ideas, deseos) lo que ellos mismos indujeron. Esas dos personas solo recorrían un camino establecid­o o previsto por las corporacio­nes que conocen hasta lo que pensará un individuo en un mes, en un año, como si fuesen dioses.

El dominio es de tal grado que los pueblos que están por debajo, confinados al consumo pasivo y sin ningún poder de decisión sobre los algoritmos, las políticas sociales y la ideología que rige sus deseos, son los primeros en defender con fanatismo la idea de la “libertad individual” y de los beneficios que proceden de estos dioses omnipresen­tes.

Es decir, el temor de que nos dirigirnos a un totalitari­smo estatal procede, en gran medida, del interés contrario: el temor del autoritari­smo corporativ­o de que los Estados puedan, de alguna forma, llegar a regular sus tradiciona­les y altruistas abusos de poder.

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