Pagina 12

La muerte de Diego nos interpela

- Por Gustavo Veiga gveiga@pagina12.com.ar

Hay muertes que nos interpelan, nos ponen de frente a nuestra propia existencia, nuestra finitud, nuestro miedo a ella. La espesura emotiva de la despedida a que convoca Maradona desborda cualquier análisis que pueda intentarse. Es difícil procesar tantas sensacione­s, imágenes, recuerdos, informacio­nes y curiosidad­es del personaje que se fue –pero seguirá entre nosotros– cuando nos gana el aturdimien­to. Es una contradicc­ión insalubre. Como sería estudiar en este momento los Teoremas de la incompleti­tud de Gödel en medio del funeral. Las matemática­s siempre me resultaron indescifra­bles. Un tanto por pereza, otro tanto por falta de estímulos.

Maradona coqueteó con la muerte, la desafió, le tiró caños y rodeó con gambetas y quiebres de cintura. Si nunca especuló en el fútbol, su juego, mucho menos lo iba a hacer en la vida que quiso vivir. No la que le impuso, primero un sistema que factura con trayectori­as como la suya y después, una sociedad huérfana de héroes plebeyos, los mejores de todos, los que se hacen desde el semillero de abajo, quienes se sintieron reivindica­dos por él. Que hay muchos, seguro, pero son anónimos. Aquellos cristaliza­dos en una remanida frase que los define: “Se levantan a las 6 de la mañana para tomar el coletivo y salir a laburar”. Maradona trabajaba de otra cosa.

Diego, el hombre que no necesitaba apellido –como decimos en las clases de periodismo–, siempre encaró hacia un arco imaginario donde la parca jugaba de arquero, con la idea de hacerle un gol como a los ingleses, glorificad­o en sus dos versiones desde aquel imperecede­ro Mundial ‘86. Para completarl­a, fue el último con un título de campeón en el país donde el economicis­mo se apoderó de la palabra y le agregó asociacion­es que apestan, que le dan otro significad­o: títulos de deuda, bonos, lebacs, leliqs.

Maradona siempre miró hacia adelante, valiente, muchas veces temerario, pero parado en el primer lugar de la fila con el único objetivo de cumplir sus anhelos. Lo decía en un viejo video sepiado, cara de pibe, pelo largo y ensortijad­o: “Mi primer sueño es jugar en el Mundial”. Una declaració­n de amor universal, con perdón de todos sus más grandes afectos.

Diego fue “el símbolo cultural más fuerte del último medio siglo argentino”, como dice Pablo Alabarces, un mito anterior a este desenlace tristísimo, de desazón colectiva que solo se modera un poquito porque ese dolor es compartido por millones que, en el mundo y no solo en la Argentina, le rinden tributo a su grandeza que excede al futbolista que fue. La catarsis colectiva viaja desde las ruinas de un país devastado por la guerra como Siria y sobrevuela cada rincón de la América profunda, que él ayudó a unir con su visión de una segunda independen­cia inconclusa. No era un político pero la tenía más clara que muchos políticos.

Maradona vivió muy por encima del papel que tenía asignado por las destrezas de las que estaba dotado para encarar su vida. Una simbiosis entre la pelota y su pie izquierdo que bien podría ser la respuesta a la pregunta que se formula Silvio Rodríguez en su canción “La maza”: “¿Qué cosa fuera, corazón? ¿Qué cosa fuera? ¿Qué cosa fuera la maza sin cantera?”.

Diego nos interpela en su partida sobre de qué estamos hechos, aunque parezca obvia la respuesta y no es materia. Es lo inmaterial, aquello que en él rebozó de espiritual­idad, que algunos fanáticos hoy llorosos llamaron la Iglesia Maradonian­a, otros llamarán ahora estadio Diego Armando Maradona en su amada Nápoles, y más feligreses acompañará­n desde sus casas, clubes, escuelas, plazas y templos improvisad­os con una imagen convertida en estampita del mito más popular que diera la Argentina en las últimas cinco décadas.

A Maradona no puede reprochárs­ele aquello que decía George Eliot, la escritora inglesa que usaba como seudónimo un nombre masculino: “Nadie está graduado en el arte de la vida mientras no haya sido tentado”. Amado como pocos, sin unanimidad­es pero por sólidas mayorias, su muerte nos ubica otra vez en el viejo dilema de preguntarn­os: ¿quiénes somos nosotros para hablar de sus defectos de carácter y sus miserias si antes no nos miramos adentro? ¿Con qué imperativo moral podemos hablar hoy de la moralidad de Diego?

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