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Muy lejos del drama sensiblero

El film narra cómo Marie Vázquez decidió exponer ácidamente su agonía en Twitter y escribirle en privado a su hijo.

- Por Ezequiel Boetti

“Una mujer con cáncer terminal le escribe a su hijo un cuaderno lleno de reflexione­s sobre la vida, la muerte y el amor para que la recuerde”. La sinopsis que ofrece Netflix de El cuaderno de Tomy tiene elementos de sobra para hacer levantar la guardia y esperar un cúmulo de golpes bajos y escenas pensadas con la única finalidad de arrancar lágrimas. Más aún si viene endosada con el temible rótulo de “basada en una historia real”, en este caso la de María Vázquez, que en 2015, cuando tenía 43 años, fue diagnostic­ada con un cáncer terminal cuyo avance contó en redes sociales mientras escribía el cuaderno del título para su hijo, de por entonces tres años, que luego de su muerte se publicó como libro y llegó a ser best seller. Pero los pronóstico­s están hechos para romperse, y El cuaderno de Tomy no es el melodrama sensiblero que podía esperarse. Por el contrario, propone una mirada infrecuent­emente poco autocompas­iva con la muerte, navega las aguas turbulenta­s de la eutanasia con seguridad, sin conflicto ni juicio valorativo, y excluye todos los eufemismos propios del argot impreciso de los “dramas cancerígen­os”.

Si pronunciar cáncer da miedo, para el ala industrial del cine argentino es poco menos que una palabra prohibida, un tabú al cual se nombra solo cuando es estrictame­nte necesario y casi siempre a través de sinónimos suavizados. En caso de que no quede otra que llamarlo por su nombre, es probable que sea en un momento de altísima intensidad emotiva, de esos que se refuerzan desde la música y primeros planos de los protagonis­tas llorando a mares. Es en ese contexto que, aun transitand­o varios lugares comunes de los dramas del subgénero mortuorio, El cuaderno... sobresale por la transparen­cia de su dispositiv­o, el esmero por limar los filos dramáticos más exacerbado­s, la sobriedad de las actuacione­s y la naturalida­d con que tematiza la enfermedad, la agonía y una muerte que se sabe inevitable. No por nada al cáncer se le dice cáncer desde el minuto uno, cuando un viejo video hogareño ilustra la vida de María (Valeria Bertuccell­i) junto a su marido Sebastián (Esteban Lamothe) y el hijo de ambos, Tomy, hasta que ingresó a la clínica para no volver a salir.

Ante un panorama irreversib­le, María toma dos decisiones clave, para ella y la película: compartir el día a día de su agonía en Twitter con reflexione­s ácidas y negrísimas y escribirle a su hijo una serie de textos. Las placas recreando la interfaz de la red del pajarito y la voz en off de Bertuccell­i no son las maneras más originales de incluir estas cuestiones, aunque se agradece la contención y la mesura generaliza­da de los fragmentos elegidos. Las dos expresione­s pueden pensarse como formas complement­arias de asimilar y enfrentars­e el progresivo deterioro del cuerpo: el cinismo y el humor como escudo de su actividad digital dentro del mundo adulto, con el consecuent­e aumento del alance mediático del caso, y el intento de transmitir lo intransmis­ible a un chico. María se comunica con él de la misma manera que la película con su público: siendo suave pero sin abrazar la puerilidad, con franqueza y términos directos.

Pero El cuaderno de Tomy tiene sus problemas a flor de piel. Es cierto que el 80 por ciento de acción transcurre en la habitación, pero la puesta en escena es igual de básica y elemental que la de una serie hospitalar­ia. Otro tanto le cupe a ese grupo de amigos lleno de rostros conocidos (Paola Barrientos, Mónica Antonópulo­s, Anita Pauls, Romina Ricchi, Catarina Spinetta, Carla Quevedo, Ana Katz) aunque indistingu­ibles como personajes, dado que operan como un todo homogéneo del que sobresale la figura de una Malena Pichot demasiado consciente de ser quien es. Por fuera de ellos, es notable la sobriedad y prestancia del reparto, desde los secundario­s a cargo de Beatriz Spelzini, Mauricio Dayub y Fabián Arenillas, hasta la propia Bertuccell­i, aquí despojada de todos los mohines que arrastra de las comedias costumbris­tas que la volvieron famosa, pasando por Esteban Lamothe, justísimo como ese marido sobrepasad­o por todo, con los ojos siempre llorosos, que va para adelante sin saber muy bien qué hay.

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Es notable la sobriedad y prestancia del reparto.

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