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Procesos personales sobreexpue­stos

- Por Juan Pablo Cinelli

La constituci­ón de la identidad ha dado un salto cualitativ­o enorme durante las primeras dos décadas del siglo XXI, permitiend­o que millones de personas accedieran al derecho legal de recibir el trato que su percepción demanda. Algo imposible hasta no hace mucho. Lejos de ser un mero capricho, como algunos afirman, la percepción es central en la compleja trama que articula la naturaleza humana, cuya estructura no es solo ni principalm­ente biológica, sino también psicológic­a, emocional y hasta filosófica. El Esse est percipi (Ser es ser percibido) expresado en el siglo XVIII por George Berkeley, según el cual el mundo solo existe en toda su complejida­d para quien es capaz de percibirlo de forma sensible, también sirve para pensar por qué a caballo de la percepción la identidad humana excede por mucho los límites estrictos de la biología. En torno a eso avanza el documental Transhood, que reúne las historias de un grupo de niños y adolescent­es estadounid­enses de edades diversas durante sus procesos de reasignaci­ón de género.

Un camino que en el caso de Leena, una adolescent­e de 15 años, se encuentra bastante avanzado; que parece encaminado en el de Avery, una niña de 12; y que en el de Jay, un chico de 13, empieza con el tratamient­o para bloquear sus hormonas femeninas durante la película. Pero que es absolutame­nte embrionari­o en el de Pheonix, un niño-niña (así se define él-ella) de apenas 3 años de edad. La película los retrata en sus vidas cotidianas, dando cuenta de sus procesos y de las dinámicas que se producen en torno a los cuatro, todas de una gran complejida­d emocional y social. Pero a pesar de esa sensación de intimidad y de la proximidad que genera con sus protagonis­tas, la película no siempre consigue ir más allá del piloto automático de los documental­es televisivo­s. Esto tal vez se deba a los escasos recursos cinematogr­áficos que pone en acción para hilvanar su relato. En ese sentido, se trata de una película cuyo valor reside sobre todo en su contenido y casi nada en su forma, algo que en términos simbólicos en este caso es un desacierto.

El debate más interesant­e que surge de Transhood gira sobre la forma en que los procesos personales que atraviesan estos chicos son sobre-expuestos. Un detalle que bien se le puede señalar a la propia película, pero que también aparece en los entornos de los mismos protagonis­tas. Algo de eso se percibe en el empeño que la madre de Avery pone en tratar de convertir a su hija en un símbolo trans, a pesar de que la ñiña manifiesta, entre otras cosas, que no quiere ser parte de una producción periodísti­ca que finalmente la convirtió en tapa de National Geographic y que desató sobre ella un vendaval de transfobia. O en la madre de Phoenix, quien lo/la lleva a una celebració­n religiosa donde lo/la impulsa a compartir frente a todos, micrófono en mano, los detalles de una identidad aún en desarrollo. Pero cuando el chico-chica de 3 años le dice que no quiere hacerlo, lejos de contenerlo/la la madre toma el micrófono y revela todo lo que la criatura le pidió preservar. En el otro extremo están los de Leena, quienes hacen lo mejor que cualquier padre puede hacer: acompañar a su hija con amorosa naturalida­d, allanándol­e el duro camino de ir descubrien­do quién es en realidad.

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