Elve a brillar
con un molino en un paisaje colorido.
García también avisa de alegrías como que se está licitando la restauración de la cocina histórica del primer piso, una increíble caja de mayólica blanca poblada de equipamientos de 1915. Y que ya el mes que viene, si lo permite la pandemia, se va a poder ver también la planta baja del edifico y espiar la confitería desde afuera.
Y el 9 de julio, el día en que El Molino cumpe 105 años, se podrá visitar el célebre local. Los restauradores de la comisión ya están tratando las columnas interiores y la idea es que todo esté restaurado, listo para que un concesionario bajo un contrato feroz en lo patrimonial, reabra el tesoro que extrañamos.
Una historia
La confitería que vemos hoy es una de esas aventuras de la inmigración clásica a estas pampas, y una prueba de la exuberancia de estar lejos del pago propio y perder ciertos límites. El panadero Cayetano Brenna tenía su local en esa misma esquina, una casa simple e italianizante con vivienda arriba del local, y acababa de hacer la inversión clásica de su generación, un edificio de renta justo al lado sobre Callao. Pero en el verano de 1915, en un asado de la colectividad, le presentaron a un pibe de oro, un joven arquitecto que ya la estaba rompiendo construyendo el edificio más alto de la América del sur, las Galerías Güemes.
Francesco Gianotti había recién pasado los treinta y ya era figura, trayendo de Italia una mezcla de tecnología constructiva de avanzada –lo que en la época era una de las vanguardias italianas– y explosiva creatividad. Cuenta la leyenda que los dos tanos se sentaron a soñar una nueva confitería y que Gianotti le dibujó a Brenna lo que podía ser el local más espectacular de la ciudad. El panadero, talvez para asombro del arquitecto, le dijo que sí y le puso dos condiciones: que la obra no cerrara la confitería y que estuviera lista para el 9 de julio de 1916, centenario de la independencia. Gianotti dijo que sí.
Con lo que el edificio que vemos hoy es un triple edificio. Desde la esquina de enfrente se ve a la derecha, sobre Callao, el edificio que ya había terminado Gianotti para vivir con su familia en el primer piso y alquilar el resto. En la esquina está lo que surgió por arriba de la vieja confitería. Y a la izquierda, sobre Rivadavia, un pequeño volumen construido por encima de un ranchito de adobe comprado especialmente para demolerlo y dar un acceso de obra. Todo esto fue unificado por la fachada creada por Gianotti, un gran fachadista, encintada por la robusta línea de tejuelas doradas y protagonizada por la increíble torre.
La historia explica las tremendas diferencias de los interiores. Quien entre por Rivadavia entra en un Gianotti decadentista, un interior de opio y ennui, con ascensores dobles con cerramientos de acero naval y una escultura de bronce hermosa. Quien entre por Callao se encuentra en un viejo edificio de alturas interiores tremendas pero secón, utilitario. Lo único que tienen en común las dos entradas son los fuertes portones que les dio el nuevo arquitecto, parte del proyecto de la fachada. Y quien entre a uno de los muchos departamentos se va a encontrar con interiores absolutamente predecibles, simplemente a la moda del momento, casi anti-Gianottis.
Y el nueve de julio de 1916, la nueva confitería estuvo lista para lucirse, aunque sea por afuera. El Molino le empardó en luminosidad a su vecino Congreso, con su cúpula brillando y la fachada dibujada con lamparitas, como para festejar la todavía novedosa electricidad. Las fotos de época siempre incluyen a los dos edificios así iluminados, como para mostrar la modernidad de esta Buenos Aires. Gianotti nos dejó una pieza que sigue siendo considerada única, un diseño que no se parece a nada ni copia a ninguno. Brenna nos dejó una confitería que hizo historia en el corazón de la ciudad.
Nada mal para dos que comían un asado.
Ya el mes que viene, si lo permite la pandemia, se va a poder ver también la planta baja del edifico y espiar la confitería.