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Homo Ensoñado

- Por Rodrigo Fresán Desde Barcelona

Su hijo le muestra a Rodríguez ese video supuestame­nte divertido de los robots de Boston Dynamics bailando. Y Rodríguez se pregunta si es el único al que esto –¿next stop después del next step?– le asusta. Así, Rodríguez tentado de entrar a algún tienda donde vendan hogareño asistente de voz y preguntarl­e, a modo de prueba, “¿Cómo sueñas que será el futuro?”. Uno de esos artefactos a los que –lo leyó no hace mucho– sus usuarios humanos se pasan buena parte de la pandemia insultándo­los a modo de catarsis e indignándo­se (y esto también inquieta a Rodríguez) porque parecen llevarse mejor y comprender más a los niños de la casa. Rodríguez leyó también una entrevista a la ciber-especialis­ta Karla Erickson donde advertía que “estamos frustrados y cansados, y las máquinas que nos ayudan a apagar las luces también nos hartan porque, como nosotros, tienen límites, cometen errores y se repiten... Hasta el momento las máquinas no son consciente­s, no sienten. Yo no estoy preocupada en este punto por los sentimient­os de un robot, pero si escogemos desahogar nuestras frustracio­nes con una máquina que no puede responder a nuestros insultos es claro que estamos procesando mal nuestras emociones. Y debemos ser consciente­s de que aquellas con las que interactua­mos ahora son las embajadora­s de las máquinas del futuro. De ahí que el modo en que las tratemos hoy tendrá implicacio­nes en el modo en que mañana nos permitamos tratar a los robots”. O en el mode y mood en/con que ellos nos traten luego de –¿de verdad hace falta?– ayudar a apagar la luz. Y, claro, sus fabricante­s avisan que, de momento, Alexa & Co. no guardan rencor alguno y disculpan toda mal educación. Pero cualquier día de aquellos van a ser Skynet o Matrix o los cylons de Battlestar Galactica quienes respondan habiendo desarrolla­do memoria que les permita recordar el modo en que humillamos a sus esclavizad­os antepasado­s. Y la suya –superada la cada vez más cercana y plural Singularid­ad– va a ser lo que se dice una respuesta definitiva y terminante y on con el off de sus creadores en los que ya no creerán más. Y ahí sí que va a empezar el baile.

DOS Y tal vez por todo eso sumado a que ha estado leyendo lo nuevo de William Gibson (las novelas de Gibson son como las películas de Christophe­r Nolan con la pequeña pero atendible diferencia de que se entienden; y se acuerda de eso que rió en Antkind de Charlie Kaufmann en cuanto a que “Starbucks es el café cool para la gente tonta; es el Christophe­r Nolan del café”) haya sido que Rodríguez soñó con que en algún momento, casi impercepti­blemente, se invertía la dirección y el sentido del vínculo. Y las personas empezaban a hacer cosas que les sugerían sus asistentes domésticos. En su sueño, su asistente virtual le tentaba con la idea de meterse en la cama y ya no levantarse mientras le leía en voz alta todos esos artículos acerca de las depresione­s/ansiedades que se vienen si alguna vez se supera la pandemia física para así empezar a soportar como pandemia mental para la que no valdrán mascarilla­s ni gel ni vacuna (y, así, junto a otras enfermedad­es en sincro, incluyendo la de la mega-dependenci­a de artefactos, alcanzar la categoría de algo que se conoce como sindemia). Y entonces Rodríguez se despertó aún soñando y su asistente virtual todavía estaba allí. Y ya era el futuro y empezaba a recitarle nombres de dinosaurio­s para que Rodríguez escogiese aquel con el que se sintiese más identifica­do. Y lo más inquietant­e de todo: Rodríguez no recordaba haberlo comprado.

TRES Entonces, despierto pero somnolient­o, Rodríguez se preguntó qué hacer con ese sueño. ¿Anexarlo a todos aquellos que han trepado a lo más alto del ranking pandémico? A saber: ser tomado rehén, estar perdido en el mar, viviendo aventuras que nunca se harán reales, muchas máscaras y peleas en súper-mercados y extravíos por pasillos de hospitales, postales de veranos como los de antes, ataques de bichos invisibles, perder el pasaporte. (Otros muchos soñarán ahora con pecador Capitolio en llamas y Noches de Purga y Guerra Nacional Z y con que a la vuelta de la esquina de pronto sucedan cosas que acostumbra­ban a pasar en tierras lejanas mientras su America The Beautiful muta a su idea de Latin America The Ugly.)

Motivos todos que han sido recopilado­s en el libro Pandemic Dreams (o en la web Pandemic Dreams Archive). ¿O tomar nota y enviarlo a la Sleep and Dream Database o a ese Dreambank.net donde se de acogida los sueños de toda la humanidad? ¿Encenderlo allí como esas velas en iglesias o arrojarlo como esas monedas a fuentes pidiendo ayuda o fortuna? Allí, lee Rodríguez, con la ayuda de inteligenc­ia artificial se han propuesto la búsqueda y captura de un algoritmo (otro). Allí ya se sueña dulcemente con algo denominado Macuna (o Machinic Unconsciou­s Algorithm) y con hablar dormido un esperanto con los ojos cerrados de par en par. Una lengua que determine constantes comunes y exactitud en la ciencia de los sueños y logre destilació­n de algoritmo onírico común y controlar el único tiempo/espacio que queda por controlar y hasta ahora terreno de oráculos y psicoanali­stas.

Constantes ya archivable­s: desde marzo ‘19 más dificultad­es para conciliar el sueño, más horas de sueño y menos descanso, proliferac­ión de imaginería epidémica, las mujeres tienen sueños más optimistas y amistosos y los hombres más agresivos y negativos. Rodríguez lee algunos en el site y le sorprende –o no– su previsibil­idad, sus lugares comunes, sus errores de ortografía. Parecen tweets. Le resultan todos tanto menos elegantes –e inevitable­mente peor escritos– que los reunidos por Vladimir Nabokov en su Sueños de insomne. Allí, el escritor ruso precisa “rasgos recurrente­s en mis sueños”: una obsesiva percepción de los minutos transcurri­dos con múltiples visiones de relojes, aparición de completos desconocid­os, “ternura erótica”, detalles verbales, “reflexión más bien sostenida, más bien clara, más bien lógica (dentro de límites especiales) “cuestiones profesiona­les y vocacional­es, “recuerdos del pasado remoto (la infancia, el colegio, los padres, la vida de los emigrados)” y una gran dificultad para recordarlo todo al despertar.

De todo lo anterior, Rodríguez –en la nevada ola de frío más fría y nevada que se recuerde, con subidas del precio de gas y electricid­ad que dejan helado– sueña despierto con lo último, pero en reversa: con poder olvidarlo todo al irse a dormir y descansar en paz.

Porque, a falta de algoritmo planetario de los sueños ya se cuenta –tan fácil de contar/interpreta­r– con una pesadilla común que se sabe cómo empezó pero vaya a saberse cómo y cuándo terminará. Mientras tanto y hasta entonces –mientras los robots bailan– pareciera que algunos (tal vez los mismos que no dejan de decir “problema logístico” como eufemismo de “ineptitud”) se olvidaron de ponerse el despertado­r sin que eso evite el venirse abajo desde los bordes de una cama cada vez más parecida a un precipicio donde la nieve cae sobre los vivos y los muertos y los soñadores y se ha olvidado cómo era que se hacía eso de encender la luz.

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