“Corrompen la verdad para prostituirla”
Prólogo del nuevo libro de Víctor Hugo Morales La batalla cultural se llama el trabajo escrito por el periodista uruguayo junto a Alberto Mahr y publicado por la editorial Colihue. Aborda el modo en que los medios hegemónicos fijan la agenda.
donde ya nada habrá de soñarse. ¿O sí? ¿O acaso hay algo afuera de las perspectivas de narración impuesta? ¿Alguien ve en el horizonte un rayo de sol que se filtra y se confunde, pensando en el crepúsculo? Hay atardecer eterno, la melancolía del hombre que sabe cómo deberían ser los hechos y de qué manera hay que aceptarlos en la realidad. No se vislumbra, salvo cuando el hombre se entrega a la lucha, a los cantos de la plaza, a la guerrilla individual de las ideas, que haya una salida. Y pese a esas certidumbres, millones siguen de pie, abasteciendo una indómita esperanza.
Es en nombre de ellos, de los que somos, que se escriben libros y diarios aporreados por el imperio de las ideas dominantes. La fortaleza en la derrota tiene una cuota de empecinamiento casi demencial, pero que en su locura da razón y sentido a la existencia. Hay poesía en ello. Cada día, millones disimulan lo inaceptable del mundo capitalista. Y mutuamente, como duelistas que se hieren al mismo tiempo, se penetran el goce y el dolor. El sistema vence cuando mata, pero también cuando seduce. De la contraparte intelectual se siente el triunfo de las ideas colectivistas y se padece la pertenencia inexorable a las propuestas del monstruo.
Una arpía que roba la comida de los hambrientos del mundo, un animal estrafalario que sobrevuela las vidas en un saqueo a perpetuidad. Un sádico mitológico horrendo y bello, sordo a las súplicas, creador de una religión implacable a cuyos dioses se odia, pero que en sus altares recibe la ofrenda que a los minotauros calma.
Inventa la democracia y desde el origen la condena. Se apropia de ella o la reduce a un error indicándola como la precursora de los horrores que oscurecen la vida. Hegemoniza el poder y deglute a los opositores. Los aplasta bajo un cielo espeso y gris y, cuando consigue debilitarlos, como ocurre en América Latina, da el zarpazo.
Ricardo Forster menciona en su libro La sociedad invernadero que la batalla por el sentido común es una parte de la guerra total. Un látigo que cae sobre la espalda de los esclavos no ha provocado igual tormento y pérdida de sangre que las vacuas definiciones de la cultura vencedora. El filósofo no renuncia al esfuerzo de alguien que sostiene la puerta desde adentro ante la embestida de un elefante y en cada línea hay tantos argumentos que el lector va irguiéndose apoyado en una fortaleza que lo dignifica. Pero a Forster, a Berger y Bauman, a Dubet, a Kempf y Gorz, se les deja sobre la repisa y el escenario recobra su escenografía y los personajes y las herramientas vencedoras. Basta mirar por la ventana o encender la televisión.
El neoliberalismo esta allí. Con su sentido común como estandarte. Amable y desconsiderada invención del poder que asfixia a la inteligencia, arrasa con la discusión y sirve a la política más que las armas con las que se peleaba por el dominio. Ese perro de tres cabezas con la cola de una serpiente, el cancerbero mitológico, el kraken nórdico de los mares, la arpía saqueadora, son leyendas, bravatas de los inventores de los mitos, cultura que rebotaba ante la pared invencible y oscura de cuanto se ignoraba entonces.
Pero los nuevos monstruos entran a tallar la realidad y la veracidad, los sutiles y devastadores esperpentos son los que corrompen la verdad para prostituirla.
Alberdi consideraba que hablar de la prensa es “hablar de la política, del gobierno, de la vida misma de la República, pues la prensa es su expresión, su agente, su órgano. Si la prensa es un poder público, la causa de la libertad se interesa en que ese poder sea contrapesado por sí mismo”. El juicio que encontró su espacio y razón una centuria y media atrás intuía el infausto y desventurado intento de dominación que, como en toda actividad humana, prosperaba entonces en el periodismo. Todo despotismo, así fuera el de la prensa “es aciago para la prosperidad de la República”. El hombre que habla de la prensa de guerra cuando ya la guerra había terminado, se expresaba así en tiempos candorosos, iniciáticos. Son ingenuas aquellas expresiones si se las coteja ante la luz cegadora con la que marean a la gente quienes expresan esa forma de periodismo en el presente.
Alberdi se incorporaba entonces
“El neoliberalismo (...) arrasa con la discusión y sirve a la política más que las armas con las que se peleaba por el dominio.”
a la acalorada discusión entre liberales, pero la misma concernía a esa élite intelectual que él integraba. Su denuncia de la lucha por la hegemonía no concebía que se lanzaba hacia los tiempos una supremacía definitiva de las ideas liberales, de la consumación de un capitalismo que tomaba a la prensa como su ariete más agresivo.
Acaso por admirarlo, podría decirse que Alberdi sería hoy un enemigo preclaro de toda esa prensa que, con sus matices, trabajó para la construcción del ideario que aplasta culturalmente. En aquellos años, surgían en el mundo otras concepciones, sueños de mundos más justos, igualitarios y su generación les anteponía un dique insalvable que nunca fue realmente rebalsado.
En lo que sí llevaba razón era en anticipar que la concentración, la pérdida de los contrapesos, sería funesta para la República. Ciento cincuenta años más tarde, los hechos están a la vista.