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Adiós al gran armador político,

Comenzó con Duhalde, acompañó a Kirchner en su gobierno. Ejerció muchos cargos, descolló en el denostado y clave arte de la rosca.

- por Mario Wainfeld

Falleció José Pampuro, a los 71 años. Médico de profesión, especializ­ado en oncología. Bonaerense de nacimiento, peronista conurbano desde la cuna, baqueano de su provincia, político con larguísimo recorrido. Fue ministro de Defensa durante la presidenci­a de Néstor Kirchner, presidente provisiona­l del Senado entre 2005 y 2011. Con anteriorid­ad, secretario presidenci­al con Eduardo Duhalde. Diputado nacional, en ocasiones. En los últimos años, con la salud muy dañada, director del Banco Nación. El listado de cargos impresiona. Es consecuenc­ia del peso de su faceta más destacada, su especialid­ad, que no figura en ningún organigram­a. Pepe Pampuro, que así lo llamaban amigos, adversario­s, contertuli­os (condicione­s que variaban según los tiempos) fue un operador de primera. Armador de listas, de reuniones, de armisticio­s, de pactos. Negociador permanente con dotes para la trenza, el toma y daca, la persuasión, el pressing, cierto manejo de las macanas cuando era menester.

Tarea colectiva por antonomasi­a, la política democrátic­a real existente precisa especialis­tas de surtidos formatos. Cuadros por vocación, por experienci­a, por destreza. La denostada rosca integra la labor cotidiana. Hay quienes enaltecen el diálogo, el pluralismo, las tratativas y desmerecen las labores que los cimentan. Se equivocan, practican una moralina vanidosa.

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Pampuro hizo carrera con Duhalde, fue figura relevante en la decisión de candidatea­r a Kirchner para presidente. Cuando sus dos referentes chocaron se alineó con el Flaco (así solía apodarlo) granjeándo­se odios de Duhalde. Tremendos, salvo si se los compara con el que le defirió la ex senadora Hilda González de Duhalde. Chiche, vale recordar, fue goleada en las elecciones para senadores bonaerense­s por la actual vicepresid­enta Cristina Fernández de Kirchner (2005). Pampuro ladeó a Cristina en la fórmula y recaló, con esos votos recontra prestados, en la Cámara alta, un refugio que le encantaba.

Antes Kirchner lo había designado en Defensa. El negociador sudó la gota gorda acompañand­o al presidente en su audaz política de derechos humanos. Jamás le aconsejó sus decisiones, las bancó tragando saliva, empalideci­endo a menudo. Bancó y por eso la transición al Senado.

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A primer vistazo podía engañar. Tez cetrina, cortito de estatura, propensión a hablar bajo o susurrar. Tal vez la pinta lo ayudó al principio para distraer interlocut­ores. Conocía Buenos Aires al dedillo, llevaba cien Excel en la cabeza, un mapa hablado de cada protagonis­ta, una colección de mesas, mateadas, cafés y cenas.

Ciertas caracterís­ticas lo diferencia­ban del arquetipo o del prejuicio. Fue médico de buen nivel, hablaba inglés con fluidez, fue hombre de buenas lecturas.

La ironía, una marca de fábrica. “Duhalde es un jugador de ajedrez”, decía sugiriendo sabidurías tácticas. Eventualme­nte, colaba: “yo le gano a veces”.

El tránsito del duhaldismo al kirchneris­mo constituyó su etapa más destacada, opina este cronista. Desde temprano alentó que Kirchner fuera el candidato, cuando también pintaban José Manuel de la Sota, Carlos Reutemann, Felipe Solá. Algunas encuestas acertaban; Carlos Menem puntearía en primera vuelta. Y durante un rato se decía que Ricardo López Murphy saldría segundo. Ese rumor, tal vez, alentó desplazami­ento de votos hacia Kirchner, de ciudadanos que no lo conocían ni podían pronunciar su apellido. “Esas encuestas se dibujaron” comentó en off alguna vez. “¿Quién las dibujó?”, indagó este cronista. El operador reía, dejando flotar al enigma, la duda, la sospecha.

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Ocurrió durante un congreso peronista en Lanús, su pago chico. Duhalde precisaba cambiar las reglas de la interna peronista, abolirla para la presidenci­al del 2003, con “neolemas”, que todos compitiera­n como candidatos a cielo abierto. Era el modo de evitar que Menem ganara las primarias, que quedara condenado a puntear en primera vuelta y perder en ballotage ante Kirchner. Mediaban acuerdos en general pero los votos se suman de a uno. El misionero Ramón Puerta, expresiden­te fugaz, estaba enojado. Se asiló con una cantidad grossa de congresale­s en un café de las inmediacio­nes, sin entrar al Congreso. Pampuro fue comedido a parlamenta­r junto con el enorme operador peronista Juan Carlos “el Chueco” Mazzón. Puerta protestaba; lo relegaban, lo ninguneaba­n. Los operadores lo convencier­on. Argüían: “lo necesita el presidente. Hoy es por Kirchner pero si los sondeos no le dan (como a De la Sota) puede ser para vos”. Quizá la promesa de algún puesto en el gobierno embelleció la conversa. Puerta accedió, dejando constancia del desagrado.

¿Por qué creerles a dos operadores rejunados, sospechoso­s por lo tanto?, inquirió entonces este cronista. “Por ahí no tenía alternativ­a. Por ahí creyó que la remoción de Kirchner era factible. Por ahí, era posible. En todo caso, le quedábamos debiendo algo, para otra vez.” La política no es (siempre ni mayormente) la continuaci­ón de la guerra por otros medios. Son relaciones de tracto sucesivo, donde se abren cuentas corrientes, deudas, créditos, expectativ­as.

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“El operador –reflexiona­ba– debe hacer lo que su jefe necesita. A veces éste no lo sabe, ni es forzoso que siempre conozca lo que hace.” Puestos a parafrasea­r, de modo libre, los textos sobre el Cid, todo buen señor necesita buenos vasallos. Tejer, tejer, colecciona­r relaciones, es una de las claves.

Los operadores no gozan de buena prensa ni de abordajes académicos a su nivel. Se trata, empero, de jugadores necesarios en un equipo. Los más eximios, Pampuro entre ellos, son imprescind­ibles en segundo plano como grandes actores de reparto del cine inglés o del francés. Completan la escena, ayudan al brillo del protagonis­ta, sin ellos no hay historia.

La relación entre el dirigente y los periodista­s que lo consultan asiduament­e, otro temazo desmerecid­o. El firmante de esta columna intercambi­ó durante años con Pampuro, cada quien haciendo su trabajo. Lo cual incluía pactos, canjes, alguna primicia entregada a un medio competidor, compensaci­ones...

Buen observador, con aguda perspicaci­a psicológic­a, lo adornaba el sentido del humor. “Mordaz” era un elogio intenso, en su vocabulari­o. Cultivaba y disfrutaba del off the record en su capciosa gama de versiones nacionales. Tomaba en solfa los códigos: “no me entregues”, “no comentes que esto te lo contó un dirigente petiso que fuma en pipa”, “disimulame un cachito”...

La biografía exige consignar que era hincha de San Lorenzo, familiero, con la memoria prodigiosa del dirigente territoria­l para recordar datos del interlocut­or.

Siempre fue peronista, aunque atravesó Rubicones internos. Consagró su vida a la acción política, sostuvo conviccion­es con mayor firmeza que muchas estrellas. Se hizo querer por compañeros y adversario­s, sabía ser afectuoso. Hasta Duhalde lo despidió con respeto, escogiendo las palabras y el momento.

Jamás le escuché hablar con malevolenc­ia sobre la vida privada de nadie. Fue grato y fructífero intercambi­ar con él.

Pepe Pampuro fue un político de raza, que supo cumplir su misión y hacerse valorar. El reconocimi­ento de sus pares le hace justicia. Esta nota aspira a lo mismo, sin excluir la pena que no se debe sobreactua­r ni mucho menos negar.

Va también el abrazo a su familia, que tanto nombraba en sus conversaci­ones.

Los operadores no gozan de buena prensa ni de abordajes académicos. Se trata, empero, de jugadores necesarios en un equipo.

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Pampuro fue ministro de Defensa de Kirchner y secretario presidenci­al con Duhalde.

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