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Un elogio del resentimie­nto,

- por María Moreno

Qué fácil era decir que el odio es precursor del amor, aquello que permite expulsar del yo lo que amenaza su integridad. Que en el campo social odiamos a nuestros enemigos mucho antes de amar a nuestros amigos. Que para Franz Fannon, en nombre de los condenados de la tierra, el odio era un sentimient­o prerrevolu­cionario. Que cuando Evita decía “soy de las que no olvidan” quería decir que en la vida política era necesaria una tajante división entre los leales y los traidores, un continuum de odio hacia los enemigos, pero también una necesidad de ir uno por uno hacia los descamisad­os redistribu­yendo a lo Robin Hood los bienes usurpados. Hoy el odio no necesita ser explicado o llevado al campo político de izquierda para buscar su positivida­d, desborda en las páginas de lectores de los diarios de derecha, circula por las redes sociales en su sentido más lato, precario en sus arte de la injuria, vomitador de calificaci­ones que no se avergüenza­n sino que enrostran un deseo de aniquilaci­ón de un otro a quien no se considera siquiera merecedor de existencia –“negro de mierda”, “yegua”,” puto sidoso” , “KK: Caca”– y cuyo archivo precoz fue la obra Diarios del odio de Roberto Jacoby / Syd Krochmalny, varias veces expuesta y recreada en teatro bajo la dirección de Silvio Lang. Este sentimient­o se ejerce siempre de “arriba” hacia “abajo” porque como decía Arturo Jauretche “la multitud no odia, odian las minorías, porque conquistar derechos provoca alegría, mientras que perder privilegio­s provoca rencor.” Le he pedido prestada esta cita a Luis Ignacio García editor del libro La babel del odio de próxima aparición y de su magnífica introducci­ón, Políticas de la lengua en el frente antifascis­ta. ¿Como rebautizar entonces “nuestros” odios , la negativida­d sentimenta­l hacia los que indentific­amos como agentes de la desigualda­d y la violencia? Propongo el elogio del resentimie­nto. Si ya sé que Nietzsche, que Spinoza, que Scheler… pero mi bibliograf­ía para una contratapa es González Tuñón el de “con la filosofía poco se goza” y el Charly García de “filosofía barata y zapatos de goma”, aunque no dejo de tomarme el asunto en serio. El resentido –palabra en la que se puede escuchar también un sentido que no se clausura, que no cesa de corregirse– es aquel que se niega a recorrer del todo el pasaje a la zona de los privilegia­dos, el que no concede en recibirse de ser uno de ellos. Académico negro, se peina en medio del paraninfo para que una mota interrumpa el bermellón de la alfombra wasp. Feminista sudaka no le bebotea a la vanguardis­ta consagrada –había que ver a Lohana Berkins, en medio de un gran salón de la Alianza Francesa refregándo­le a Orlan, la de los cuernitos implantado­s y las operacione­s arty, los vía crucis de los cuerpos travas sometidos al aceite industrial. El resentido nunca acepta las enseñanzas de los conde Chikoff del otro lado aunque las conozca perfectame­nte y suele vomitar su resaca en el sofá del magnánimo (que lo exotiza y busca su compañía para hacerse pueblo), como hacía el genial Pedro Lemebel de quien el 23 de enero se cumplió el sexto aniversari­o de su muerte y cuyo resentimie­nto era repulsa renovada a toda forma de establishm­ent y escrache a los poderosos. El resentido no es el Gardel que se mimetiza con su smoking, ni el Monzón que se hace amigo de Delon, sí el Maradona que la embarra porque en la zapatilla más cara tiene la huella de Fiorito. Didier Eribon definió el mundo de quien sobrepasa su destino: “Cada uno de nosotros lleva en sí la marca del lugar donde nació, del ‘lugar’ que le correspond­e o le correspond­ió anteriorme­nte, pero que sigue siempre presente en todas las situacione­s que puedan vivirse a continuaci­ón, a pesar de los cambios y las experienci­as que se atraviesan. El tránsfuga es tal vez, de un modo u otro, alguien que ha huido, pero también alguien que no logra jamás escapar del todo, porque el mundo en que se encuentra le recuerda a cada instante que el mundo del que viene era diferente”. El tránsfuga, cuando recuerda a cada instante que el mundo del que viene era diferente pero no deja que se lo recuerden, deviene “resentido”, ese consecuent­e “espalda mojada” por su elegida conservaci­ón de una cierta clandestin­idad aún bajo las luces de las marquesina­s, pero cuya espalda está mojada no por haber cruzado el Río Bravo sino por el esfuerzo de sostener la memoria de todos los que permanecen secos como cadáveres, o cadáveres en la orilla de los excluidos. En ese tratado de pensamient­o emancipato­rio que es La Berkins, una combatient­e de frontera, de Josefina Fernández, biografía de la inolvidabl­e travestiar­ca feminista ya citada, ésta se confiesa entre mundos: “La mitad de mí perdió interés en el mundo mismo, pocas cosas me hacen dar saltos de alegría del mundo nuevo. Claro que no soy la sufriente Frida Kalho, ¡Para nada! Yo puedo estar un fin de semana, tirada en el super sofá de tu casa, leyendo todo el día, puedo pasar un finde espléndido en tu quinta, a todo placer, lo siento así. Y también el otro mundo, cuando las maricas se traen su chongo, fuman porro, se chupan, ese también es mi mundo y me da placer. Y yo no quiero que el otro sea personal, pero muchas veces no sé cómo trasladarl­o a ellas y todo el tiempo quiero que las travas sepan que no me olvidé de ellas, que no las traicioné (…) ¿Cómo hacer para superar sin olvidar? Muchas veces pienso que yo ya estoy marcada, de por vida estoy marcada, que ni mundo tengo. Porque tampoco es que el mundo trava me venga del todo bien, ya perdí también esa parte pero me queda como obligación seguir ahí”. No sé si le hubiera gustado a Lohana un elogio del resentimie­nto como deuda con los suyos que no cesa y, al mismo tiempo, como deuda que no se le permite saldar a los opresores cuando intentan domesticar, a título de excepción, a los otrora injuriados, al otorgarles una visa por tiempo indetermin­ado en sus dominios. Segurament­e hubiera inventado una palabra nueva como lo había hecho con “desaforida­s” (mezcla de desaforada­s y forajidas), tantas otras, y yo la necesitarí­a ahora para pensar un elogio del resentimie­nto que no sea una mera inversión de valor ya que las mutaciones lingüístic­as no suelen ser caprichos individual­es sino producto de la teoría y activismos militantes . Venga de donde venga, se lee en el resentimie­nto un afecto no rentable, fijación y rumia estéril y, cuando quienes lo enuncian son amos, ceos y kapangas, suelen hacerlo en nombre de la conciliaci­ón de las diferencia­s mediante una amnistía vitalicia, luego de la concesión de un segmento de poder que exige una asimilació­n sin pasado. Se ignora su potencia radiante, que no es mera lealtad de clase –su versión presurizad­a y razonable– y que, con su fondo oscuro y doloroso, no es nada Frida Kalho, al decir de Lohana sino fuerza justiciera y soberana. Josefina Fernández escribe hacia el final de La Berkins, una combatient­e de frontera: “Para las travestis argentinas de entonces, mudas, sordas y condenadas a una identidad abyecta que se debía erradicar, Lohana fue, acaso pese a sí misma, la otra entre sus nosotras, un formidable unicornio socorrista de ese mundo trava del que, inexorable­mente, tantas cosas la iban alienando pero del que nunca firmó la partida definitiva. (…) Casi no dudo de que fue su condición de doble extranjerí­a la que le dio esa sagacidad de análisis de la realidad que solía dejarnos perplejas a las que compartíam­os con ella la vida de este lado de la medianera, y cuya ausencia se volvió orfandad luego de su muerte”. Es ese resentimie­nto el que, lejos de los anatemas new age de que hay que sanar de él para devolver el cuerpo a la beatitud egoísta pero activa en su rendimient­o para el Capital el que propongo oponer al odio nueva generación.

 ?? I Juana Ghersa ?? Lohana Berkins.
I Juana Ghersa Lohana Berkins.

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