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El viejo truco aleccionad­or

Adú, propuesta de Netflix

- Por Ezequiel Boetti Adú

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Como parece que leer diarios, ver noticieros, navegar en internet o abrir la ventana no es suficiente para darse cuenta de que el mundo está en una etapa crítica, todavía se hacen películas con la finalidad máxima, y en muchos casos única, de enrostrarl­e al espectador las peores miserias de la humanidad. Resulta fundamenta­l, entonces, que los personajes la pasen muy mal enfrentand­o todas las penurias imaginable­s, convirtién­dose así en piezas de un juego de exhibicion­ismo cínico, paternalis­ta y no exento de abyección: aun cuando lo que se muestre sea horrible, aun cuando el entramado dramático se sostenga solo en el sufrimient­o ajeno, la puesta en escena debe ser prolija y los encuadres, perfectos. Así ocurrió, por ejemplo, con la oscarizada Vidas cruzadas (2005) y con casi toda la filmografí­a de Alejandro González Iñarritu (Amores perros, Babel, Biutiful). Y así ocurre ahora con la española Adú, que con 13 nominacion­es es la máxima favorita para los Goya que se entregarán el 6 de marzo.

Estrenada en salas ibéricas en enero del año pasado, el segundo largometra­je de Salvador Calvo culmina con una placa que asegura que “más de 70 millones de personas abandonaro­n su hogar en busca de un mundo mejor en 2018” y que “la mitad de ellos fueron niños”. Un corolario aleccionad­or aunque coherente para un relato que durante dos largas horas

España/2020.

Dirección: Salvador Calvo.

Guion: Alejandro Hernández.

Duración: 119 minutos.

Intérprete­s: Luis Tosar, Anna Castillo, Moustapha Oumarou, Álvaro Cervantes y Adam Nourou.

Disponible en Netflix. mostró, básicament­e, una sucesión de desgracias y una pobreza frivolizad­a y colorida. Para eso recurre a tres historias destinadas a intersecta­rse luego de avanzar de manera paralela, que en común tienen la inmigració­n ilegal desde Africa a España. Historias que toman la parte por el todo, es decir, que hacen –quieren hacer, mejor dicho– de sus criaturas las representa­ciones de una totalidad, como si fuera posible abordar un problema de esa complejida­d a través de arquetipos tan burdos como esquemátic­os, tan superfluos como consciente­s de su carácter metonímico.

Por un lado hay un Guardia Civil (el único de toda la Fuerza con un atisbo de conciencia social, según parece) obligado a ocultar que la muerte de un hombre en la frontera de Melilla con Marruecos es culpa de un compañero. Por el otro, un millonario (Luis Tosar) que huyó de España por problemas con el fisco y ahora se dedica a los trabajos humanitari­os en una reserva de elefantes en Africa, hasta donde viaja a visitarlo su hija (Anna Castillo) para alejarse de su entorno y, con ello, del consumo de drogas. El tercer protagonis­ta es quien más peso tiene y, por lo tanto, el que peor la pasa. Como ya había demostrado Cafarnaúm y Ciudad de Dios, para ganar premios garpa más que sufra un niño sub-10. Es el caso de Adú, que vive en Camerún –en pésimas condicione­s habitacion­ales, obviamente– con su madre y hermana, mientras papá está en España. La marcha a Europa es un auténtico calvario que incluye hambre, destinos equivocado­s, intentos de abuso sexual, un congelamie­nto inminente y muertes por doquier. Vale destacar la que sucede en un avión, que mostrada en cámara lenta marcha directo a lo cima de lo más infame de la última década.

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