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La escuela no es un edificio

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La escuela en la Argentina estuvo abierta durante todo el 2020. A pesar de la excepciona­lidad en la que nos introdujo la pandemia. Las y los maestras y maestros, profesoras y profesores, establecie­ron contactos con las y los estudiante­s, ofrecieron clases sincrónica­s y/o las escribiero­n, respondier­on consultas, propusiero­n trabajos, hicieron devolucion­es. Lo hicieron con sus propios recursos tecnológic­os, equipándos­e en casos. Y contaron con la enorme colaboraci­ón de sus alumnas y alumnos, y de las familias. La comunidad educativa completa mantuvo a las escuelas abiertas. Se perdieron contenidos, pero se avanzó en el proceso pedagógico, no se detuvo: se salvó un año atacado mortalment­e por el coronaviru­s.

Sólo los edificios de las escuelas estuvieron cerrados casi todo el año. Porque no se podía garantizar en ellos el distanciam­iento sanitario necesario, porque no se podía sobreexigi­r el transporte público, porque se preservó la vida no poniéndola en riesgo. Sin embargo, el debate mediático, antes que público, miente al discutir con consignas falsas: “escuelas abiertas o escuelas cerradas”, “no perdamos otro año”, “los maestros no quieren regresar al aula”. Los y las docentes quieren volver al aula lo más pronto posible, y a través de sus órganos de representa­ción piden revisar las condicione­s para que esto se haga con los menores riesgos (de salud, de vida) posibles, para todos. El debate necesario, imprescind­ible, es cómo la escuela puede ir recuperand­o de manera responsabl­e la presencial­idad en sus edificios (u otros espacios alternativ­os). Irresponsa­ble, riesgoso, es jugar con la salud con el discurso vacío de “empecemos las clases”, cuando nunca estuvo en discusión su apertura.

¿Qué oculta este pobre e intenciona­do discurso? Que el año pasado se aprendió mucho. Que el aula virtual no puede reemplazar al aula física pero que la puede complement­ar. Que no sólo la conectivid­ad de las y los estudiante­s no es la misma, sino que las necesidade­s de sociabiliz­ación difieren por edades, que la modalidad virtual es una alternativ­a eficaz para algunos contenidos pedagógico­s pero no para otras prácticas, que la mejor escuela necesita de todos los recursos, no sólo de la presencial­idad.

Se plantea correctame­nte que las clases presencial­es (no la escuela) es un gran organizado­r familiar. ¿Pero qué significa? ¿Qué el edificio (de la escuela) es sólo un contenedor de menores para que los adultos puedan realizar otras actividade­s? Eso no es educación. Hay versiones distintas sobre si las niñas y los niños transmiten el covid (la ciencia va aprendiend­o como siempre lo hizo, con saberes momentáneo­s que va corrigiend­o o ratificand­o); por esta duda sólo debemos implementa­r lo imprescind­ible, salvo que el riesgo de menores y adultos no importe tanto. Además, ¿las y los estudiante­s de los secundario­s son menores eventualme­nte no transmisor­es? Se pide que las chicas y los chicos estén dentro de los edificios de las escuelas porque hoy están en las plazas y los parques. ¿Están todos y todas en esos espacios abiertos todos los días cuatro horas por día?, ¿es sanitariam­ente equivalent­e a todos y todas en espacios cerrados todos los días cuatro horas por día? O la deshonesta comparació­n entre bares abiertos y edificios escolares cerrados: ¿son imprescind­ibles los bares o no hay alternativ­a económica para la actividad? Las escuelas, recordemos, estuvieron abiertas durante todo el 2020.

El actual debate, intenciona­do, posterga, oculta, “olvida”, debates pedagógico­s y sanitarios, necesarios en el marco de la excepciona­lidad de esta dramática pandemia. ¿Qué presencial­idad pedagógica es imprescind­ible?, ¿cuál tiene reemplazos?, ¿qué postergaci­ones implican pérdidas menores a los riesgos que se asumen hoy con la presencial­idad en un proceso de vacunación que promete un escenario distinto en el mediano plazo? La escena discursiva fue ganada por una mascarada: escuela sí/escuela no. El rostro oculto es una antinomia inmoral: edificios sí, como sea; o edificios sí, pero de manera responsabl­e.

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