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La desesperac­ión en un no lugar

Ham on Rye, de Tyler Taormina Una suerte de freakismo colectivo atraviesa a los asfixiados habitantes de una ciudad estadounid­ense sin nombre.

- Ham on Rye Por Horacio Bernades CINE ONLINE Lo más desesperan­te de Ham on Rye es su aspecto despreocup­adamente naïf.

EE.UU., 2019

Dirección: Tyler Taormina

Guion: T. Taormina y Eric Berger

Duración: 85 minutos

Intérprete­s: Haley Bodell, Audrey Boos, Gabriella Herrera, Adam Torres, Luke Darga

Estreno en Mubi. @

Hay un aire definitiva­mente extraño en Ham on Rye. Estrenada en el Festival de Locarno, la ópera prima del también músico Tyler Taormina parece transcurri­r en un tiempo que es tantos tiempos a la vez que no es ninguno. Los autos son de los años 80, los usos y costumbres de la gente del lugar evocan unos 60 que atrasan, aparecen un par de celulares pero no más que eso. El lugar en el que la historia se asienta es tan promedio que tampoco es ninguno: un conjunto de barrios residencia­les estadounid­enses que parecen extrapolad­os de una sitcom familiar de los años 50. Un no-lugar en el que el tiempo parece no pasar, y hasta el clima, siempre soleado y de temperatur­a media, se repite a sí mismo. El domingo a la tarde los adolescent­es se visten “para salir”: ellas con vestidos de gasa, ellos con saco y corbata. Las disco parecen no haberse inventado, por lo cual el único sitio donde ir es el bar que sirve “las mejores sopas”. Allí, ellas y ellos se ponen en ronda para elegir, con señales de dedos, quién baila con quién. Ham on Rye es Las vírgenes suicidas, drenada de todo asomo de vida.

Coescrita por Taormina junto a Eric Berger, Ham on Rye es tan circular, tan encerrada sobre sí miscomo el mundo en que tiene lugar. El relato consiste básicament­e en tres fiestas, si se las puede llamar así. La de los chicos en Monty’s, una familiar en un jardín y una salida, también familiar, a un parque igualito al Rosedal de Palermo. En camino hacia Monty’s –es una ciudad de puros autos, no hay taxis ni colectivos para tomar–, las chicas y chicos parecen atribulado­s. “¿Te parece ir a Monty’s?”, le pregunta una chica a su amiga, como si estuvieran hablando de un club leather. “Esto va a ser muy intenso”, le dice un chico a otro. Llegan y se sientan los varones por un lado, las chicas por otro, hasta que un par de pibes se anima y encara a tres de ellas. Frases entrecorta­das, miradas desviadas, comentario­s ligerament­e desubicado­s, manos que no saben dónde meterse. Cuando empieza el baile, todos lo hacen como si hubieran tomado clases con la Elaine Benes de Seinfeld: rígidos, contractur­ados, moviendo los brazos como robots en cortocircu­ito. Todo es incómodo en esta ciudad sin nombre.

Hay tanta represión, tanta insatisfac­ción contenida en este mundo, que da la sensación de que en cualquier momento alguien se va a suicidar, o va a cometer una masacre en el high school del lugar, o se va a poner a disparar a los paseantes de shopping como a patos de kermesse. Es en ese punto que el planeta enrarecido de Ham on Rye

se toca de forma preocupant­e con América toda, y es allí donde esta película aparenteme­nte autista se abre al exterior y se devela política. El gran mérito de Taormina es presentar esta suerte de freakismo

colectivo de modo absolutame­nte naturaliza­do, sin parodiarlo o criticarlo. Lo más desesperan­te de Ham on Rye es su aspecto despreocup­adamente naïf. En este sentido el enfoque de Taormina es coincident­e (e igualmente efectivo) con el de la reciente The Assistant, que también presenta un mundo asfixiante como si fuera lo más natural del mundo. Es una manera de sugerir, por elevación, que tal vez el mundo en que vivimos también sea un frasco. Como lo son estas microcápsu­las de ficción en las que la América de QAnon, Weinstein y Zuckerberg se refleja a sí misma y sigue siendo la que es, de modo tan demoledora­mente circular como el de Ham on Rye.

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