La escuela en tiempos de coronavirus
Allá por el comienzo de esta era, en los lejanos primeros meses de
2020, muchos filósofos y pensadores discutían sobre los efectos que la pandemia traería en nuestros modos de percepción y organización como sociedad. ¿Saldríamos mejores o peores de todo esto? Aunque estemos en medio del río, ya se vislumbra que esta crisis sanitaria global podrá hacer más nítidos los contornos de las desigualdades que ya existían, pero para revertirlas hará falta algo más que un virus. Se necesitarán avances de las fuerzas populares, elecciones democráticas y acciones colectivas que modifiquen las relaciones de fuerza en la sociedad.
La educación no escapa a esta descripción general. Apenas está un poco oculta por una parafernalia discursiva que los voceros del poder más concentrado diseñaron para adueñarse del tema. Del mismo modo que se apropiaron del concepto de “libertad” encorsetando su sentido en el más estricto individualismo y desgajándolo de toda idea de bienestar general; así como se han hechos dueños absolutos de un discurso punitivo sobre la cuestión de la seguridad ciudadana; ahora buscan extender su dominio discursivo sobre la idea de la educación.
Desde ya que no es un “problema argentino”, como pretenden hacernos creer estos voceros. Todos los países ensayan soluciones con marchas y contramarchas para hacer frente al desafío de mantener los sistemas educativos en medio de la pandemia. No todos parten de las mismas condiciones para hacerlo. Aquellos con mayor inversión estatal en educación, más recursos tecnológicos, mejores edificios escolares y mejores salarios docentes están en mejor forma para afrontar los cambios. Los estados que vienen de desfinanciar el sistema educativo, reducir los presupuestos al punto extremo de no garantizar ni la vida de los trabajadores de la educación, parten de condiciones mucho más adversas.
¿Qué se discute en torno a la “vuelta a clases presenciales” en este comienzo de 2021? Es evidente que, a pesar del enorme esfuerzo realizado por docentes, estudiantes y familias, la presencialidad educativa es irremplazable. En términos de igualación de las oportunidades de aprendizaje, de ámbito privilegiado de socialización y, también claro, hay que asumirlo, como espacio físico donde millones y millones de niños, niñas y adolescentes pasan largas horas de cada jornada al cuidado de adultos, mientras sus familiares cumplen con sus obligaciones laborales, nada puede sustituirla. Pero esto no se soluciona declamando contra los docentes y sus representantes gremiales, como intentan inculcar en el sentido común los opinadores mediáticos que se embanderan en la consigna “abran las escuelas sí o sí”. Resulta paradójico ver a quienes trataron con desprecio a los docentes y a la educación pública convocar a marchas que, mientras invocan a Sarmiento, sólo obedecen al más básico oportunismo electoral.
Sin embargo, mientras la superficie mediática se llena de titulares que venden la confrontación y el escándalo, por debajo, los sindicatos docentes, las familias y también las gestiones que eligen el diálogo y el trabajo por sobre el marketing, construyen protocolos y condiciones para retomar formas de presencia física en las escuelas. Se combina la presencialidad con la educación a distancia, se establecen condiciones edilicias apropiadas, grupos reducidos de estudiantes, más cargos docentes y no docentes, nuevas formas de organización. Probablemente ese trabajo subterráneo no sea zócalo de TV ni tapa de diarios. No obstante, requiere de todo nuestro esfuerzo y dedicación.
La imaginación institucional y la voluntad política para implementar estos cambios son imprescindibles porque cuando baje la espuma del reality, maestros y maestras, profesores y profesoras, seguiremos en cada escuela peleando para que la educación sea un derecho y no una mercancía, como pretenden los que quieren petrificar la desigualdad social.