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Hurbinek,

- por Elina Malamud

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Hacía pocos años que había sucumbido el muro de manera que, después de visitar a parientes de Vilnius, en Lituania, ya era más fácil ir descansand­o el moroso regreso a Milán en ciudades del este de Europa como Varsovia, Cracovia o Bratislava, siempre con el pasaporte lleno de visados para que no nos bajaran del tren en algún despiporre no previsto de fronteras y para espiar la historia de sus resistenci­as, sufrimient­os y valentías, de sus hambres, sus inviernos y sus tifus, que en esta parte de Occidente ignoramos o directamen­te se nos invita a desconocer.

Con Gerardo Beltrán –un poeta mexicano que llegó a Varsovia muerto de amor por una niña polaca y por ella trasmutó a las letras eslavas– caminamos la ciudad desde el centro histórico reconstrui­do a partir de la nada que dejó la Segunda Guerra, hasta el monumento que recuerda el trágico levantamie­nto de los polacos contra la ocupación nazi, entre agosto y octubre de 1944, y hasta la escultura que conmemora la rebelión de los judíos, en el centro de un amplio parque, extendido sobre las antiguas manzanas ocupadas por el ghetto, hasta su destrucció­n, el 16 mayo de 1943.

A los pocos días Gerardo nos despachó a Cracovia con detalladas instruccio­nes para observar cómo la ciudad mantenía no solo cierta belleza que la guerra le había consentido sino un inusitado despliegue de la tradición judía como valor turístico. Por la noche comimos varénikes y paseamos por la plaza del mercado escuchando violines y oboes callejeros. Al día siguiente, no muy convencido­s y con una duda que nos pesaba en la mochila, nos fuimos a la estación del ferrocarri­l para cumplir con el recorrido subrayado con rojo por Gerardo en el programa de viaje que nos había diseñado.

El tren anduvo unos 40 kilómetros, bordeando campos de repollos, hasta la estación de Oswiecim, que en el ídish de los judíos polacos supo sonar como Ushpitizin y los alemanes llamaron Auschwitz.

En ese lugar del mundo, cuando el tren ralenta la marcha y se oye cómo rechinan los fierros sobre los rieles, un alma en pena fondeada en un pasado no tan lejano te elige y ya, mientras vas bajando al andén, te resuella el tenue escalofrío que sintieron sus ojos cuando estaba viva y apretujada en un vagón de ganado y espiaba lo desconocid­o por una rendija. Entendés que una vez en la vida y aunque sea apenas un momento, le debés el homenaje de temblar con similar pavura, y sospechar la angustia de las imágenes que aún la mantienen en vilo, después de muerta, para decirte que no te olvides de lo que ahí pasó. Pero todavía no viste lo que nunca has visto ni jamás quisieras ni debieras ver.

Apenas detalles perdidos y sensacione­s me quedan, normalment­e, de los libros que leí, las películas que vi o las conferenci­as que escuché así que hube de volver a mis fotos de aquel viaje para asegurarme de que lo que recuerdo se parece a lo que vi.

Y sí, ahí está el guía polaco, autodidact­a del castellano, que nos llevaba por las avenidas del Lager cual un Virgilio que nos paseara por las contracara­s abstrusas de los infiernos del Dante. También están las amplias vidrieras iluminadas, en las barracas, llenas de los objetos amontonado­s que los soldados del Ejército Rojo habrán encontrado, todavía en el pasmo atónito del horror y la incredulid­ad que los embargó, aquel 27 de enero de 1945 en que llegaron al campo de exterminio de Auschwitz y que memoramos hace pocos días. En la foto de una vidriera se exponen las cantidades de cabelleras rapadas a las mujeres, en su mayoría judías –si no gitanas, o polacas o comunistas o disidentes– que los nazis no tuvieron tiempo de comerciali­zar en Berlín; detrás de otro vidrio, cafeterita­s enlozadas, tazas, jarros y jarritos para la leche y la crema, platitos y fuentes que los judíos amontonarí­an en los bagallitos con que subían al tren, suponiendo que los usarían en el nuevo lugar donde quizá los instalaran y de los que eran despojados ni bien llegaban; en una tercera, una selección de muletas, piernas ortopédica­s y bragueros que les arrancaría­n a los muertos ya desnudos, en las cámaras de gas, antes de cremarlos. También hay una foto de los hornos crematorio­s, en tonos semirrojos y enmarcados en paredes ennegrecid­as. Desde un mural con varias ampliacion­es en blanco y negro nos miran los contingent­es de judíos húngaros que empezaron a llegar a Auschcwitz en mayo del 44. Mi marido, aunque tan afecto a los finos chascarril­los antisemita­s propios en un compañero goy de una matrona judaizante como yo, entró en palidez de lipotimia y hubimos de abarajarlo casi desmayado cuando nuestro guía autodidact­a insistió en que habíamos pagado por una visita completa que incluía la continuaci­ón del paseo hacia el vecino Laguer de Birkenau. Preferimos los chirridos del tren de regreso. Cómo revivir, en una sola tarde, toda la quizá más trágica experienci­a de la historia humana.

Entre las notas aisladas de mis recuerdos perdidos en la noche de Cracovia asoman una horca, un árbol de navidad y la puerta de hierro coronada con la frase famosa, insolente y desfachata­da –Arbeit macht frei–, las últimas imágenes que se fueron alejando de la vista de Primo Levi, bamboleánd­ose al compas del carro tirado por caballos que lo llevaba cuando, bastante enfermo, los rusos lo trasladaro­n fuera del Lager, después de la liberación.

Contigua a su cama de la enfermería, estaba la cuna de Hurbinek. Hurbinek tendría unos tres años, medio cuerpo paralizado y las piernas atrofiadas le colgaban como dos hilitos. Probableme­nte hubiera nacido en el Lager pero nadie sabía nada de él. Ni cómo se llamaba ni quién lo hubiera engendrado ni de quién habría nacido ni qué idioma podría haber hablado. En realidad Hurbinek no era tampoco su nombre sino que el entorno o las muchachas polacas que lo cuidaban lo tomaron de algún sonido –quizá palabra– que le escucharan. Era, dice Primo Levi, un hijo de Auschwitz, o lo que es lo mismo, un hijo de la muerte. Nadie.

Practicaba sonidos que quizá imitaran palabras que hubiera escuchado –en la lengua de Bohemia aseguraba uno que la conocía– y tenía la mirada atrevida y madura del sufrimient­o, cargada de fuerza y de dolor. Murió con los deshielos que preceden a la primavera y nada quedó de él. El único registro, el único testimonio de su paso por el mundo, es el relato de Primo Levi que estoy glosando en esta nota.

No quiero agregar nada más ni inmiscuir esta historia un poco desordenad­a en los ahoras del terraplani­smo, las vacunas y los blackrocks. Auschwitz y Hurbinek son un aleph que lo contiene y lo refleja todo. Perdón que llegué unos días atrasada a recordarlo­s.

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EFE

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