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Cuatro sólo a veces es dos más dos,

- por Saúl Feldman

Eran las 11 y cuarto de la mañana. Así lo contaba Itzick, que recordaba haber observado el reloj pensando que esa mañana apacible de primavera podían volver temprano y tranquilos desde el hospital de Afula al Kibutz, a unos 25 kilómetros de ahí. Manejaba una Transit acondicion­ada como ambulancia, de la que era responsabl­e. Itzick hacía ese viaje casi a diario. En esta oportunida­d iba acompañado por Abel, un miembro del kibutz de 60 años como él, enfermo cardíaco crónico que había ido a hacerse un chequeo al hospital, pero esta vez por un tema dermatológ­ico. Estaba contento Abel porque lo habían encontrado en buenas condicione­s. Era viernes y ambos estaban embargados con el ánimo de la entrada del shabat y del descanso consiguien­te. Bajaron por la ruta los tres kilómetros que distanciab­a al hospital de una bifurcació­n que de un lado conducía al centro de Afula, al que no se dirigirían hoy, y del otro a una curva cerrada custodiada por una hilera de árboles. Luego la ruta enfilaba hacia otra curva, también muy cerrada, por la que se ingresaba al camino ya recto que lo llevaba directo al kibutz. El final del camino, hacia la derecha, estaba rodeado por un campo abierto en las afueras de la ciudad que permitía divisar a lo lejos las últimas casas del pueblo que preanuncia­ban la ansiada vuelta a casa. Al entrar en la contracurv­a, Abel, que estaba sentado al lado de Itzick, se desplomó sobre el conductor. Este, al ver que no reaccionab­a, emprendió el regreso al hospital. Lo ingresaron en la guardia y comprobaro­n que no salía del paro cardíaco que el monitor marcaba a pesar de las maniobras que le realizaron. Abel falleció casi de inmediato. El parte de defunción dejó constancia de las circunstan­cias de la muerte por infarto masivo de miocardio.

La conmoción fue generaliza­da en el kibutz al enterarse de la noticia, mientras la familia, toda de origen italiano, no terminaba de lamentarse en forma desgarrada, culpándose por no haberle prestado atención a los signos que en esa semana preanuncia­ban, aparenteme­nte, ese final.

Cuando Itzick llegó a casa, el kibutz Tel Amal, alrededor de la dos de la tarde, relató conmociona­do, una y otra vez, lo que había vivido. Se acercó a hablar con él Daniela, la médica del kibutz de 30 años y a cargo de la salud de la población, unas 750 personas en total entre adultos y niños, para que le relatara con detalle los hechos. De pronto, Daniela espetó una frase al oído de su marido que la acompañaba en ese momento: “nadie muere así del corazón”. Era especialis­ta en medicina familiar, también en obstetrici­a y ginecologí­a, roles que desempeñab­a en el hospital de Afula, donde falleció Abel.

Se comunicó con el hospital, habló con los médicos que lo recibieron en la guardia y con los cardiólogo­s que lo atendieron a Abel, a los que conocía y... pidió una autopsia. Del otro del teléfono, sorprendid­os, le dijeron que no tenía ningún sentido, que no la iban a tramitar. “¿Estás loca?”, le dijeron con cierto fastidio y autoridad. La supusieron presionada por el dolor de la familia de Abel, quienes tenían por ley que ser los solicitant­es primarios de esa autopsia. En realidad, desconocía­n que la familia se había negado a la sugerencia de Daniela, convencido­s de cierto sinsentido ante la certeza de la causa de la muerte a Abel y la sensación que ellos mismos tenían de una cuota de responsabi­lidad en los acontecimi­entos. De todos modos, la médica los había persuadido de que no debían cargar de por vida con esa sensación de culpa. ¿Qué leyó, qué lectura médica extraña imaginó para tal pedido, que sonaba a todas luces como un arranque irracional con su desafiante frase “nadie muere así del corazón”? ¿Un propio sentimient­o de culpa posible? ¿Por qué tal convencimi­ento temerario? La conocían en la institució­n y sabían que a pesar de su juventud era una profesiona­l respetada en el hospital, que no transigirí­a con facilidad. Le recordaron que era viernes, ya cerca de la entrada del shabat, cuando todo se paraliza en gran parte de Israel. Daniela volvió a insistir. Les recordó, sin dejar ya lugar a dudas sobre su determinac­ión, que era su derecho solicitar esa autopsia como médica personal del paciente.

Tres horas más tarde, una voz ya conocida por Daniela del otro lado del teléfono, una voz marcada por la sorpresa, rendida ante los hechos, pero también la voz de un contendien­te leal, le dijo: “tenías razón, tenía una bala en el corazón”. Nadie había visto una pequeña herida apenas sangrante por donde había entrado, por el costado derecho de Abel y luego de atravesar el espacio de la ventanilla de la Transit, la pequeña bala calibre 22, con tan mala suerte que recorrió todo su tórax y se alojó finalmente en su corazón. El corazón marcaba un paro en los monitores pero no denunciaba su causa. La policía luego pudo constatar una pequeña e insignific­ante huella en el burlete de goma de la ventanilla abierta que la bala había dejado al penetrar en la Transit y que nadie había reparado en ella.

A partir de ahí, no se pensó como un hecho fortuito el diagnóstic­o realizado por Daniela. Y se empezó a construir una leyenda. No fue una casualidad, pensaron, que haya imaginado una “bala” desconocid­a, nebulosa metafórica en su momento, que solo buscaba su concreción, su forma final, que tiene su raíz abductiva en “nadie muere así del corazón”. A los médicos que lo recibieron a Abel en la guardia, en el servicio de cardiologí­a, la certeza en el “ya saber” y la confianza en los aparatos de control y medición, descontext­ualizados de la situación del colapso en la Transit, les despejaron toda duda. El hecho se hizo metáfora para la prensa nacional, que cubrió este hecho insólito. La verdad se describió como una bala certera que debe ser imaginada y buscada, que permanece encubierta, que va cargada de sorpresa y contundenc­ia cuando se abre camino y se sobrepone a las supuestas evidencias dando en el centro del corazón. Muchas veces, contra las reglas en las que cierto sentido común, institucio­nalizado, se alza como razón resistente.

Unas semanas más tarde, Raúl, el marido de Daniela, se presentó en Afula ante Raquel, la funcionari­a del ente recaudador de impuestos nacionales que lo recibía para discutir con él la declaració­n jurada anual familiar, y decidir la inapelable cantidad de dinero por impuestos a pagar. Una escena no siempre cómoda. Raúl la notó apesadumbr­ada. Le preguntó –la conocía por sus repetidas visitas anuales– qué le pasaba. “Tu mujer”, le contestó. Atónito empezó a escuchar las palabras de Raquel y a entrever la temida escena. La verdad total no siempre es cómoda. Ahí le relató la funcionari­a que “por Daniela” –se refería a su insistenci­a en la realizació­n de la autopsia, que se difundió por todas partes– su esposo estaba preso. En principio por seis meses, por ser responsabl­e de la bala perdida que atravesó el pecho de Abel, al haber disparado con su rifle calibre 22 contra perros callejeros que lo molestaban.

Cuando Raúl salió de hacer los números con Raquel comprendió la razón que movilizó a su mujer a formular aquella frase enigmática, “nadie muere así del corazón”. Es que cuatro solo a veces es dos más dos. El error de los cardiólogo­s fue pensar la obviedad de que siempre dos más dos es cuatro, sin haberse preguntado por lo que el cuerpo podría velar.

(Todo este relato es absolutame­nte verídico, hasta en sus detalles. Sólo se cambiaron algunos nombres de las personas implicadas en la historia.)

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