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Secretos de un campeón

- Por Fernando Braga Menéndez

Hay un personaje, que fue famosísimo en nuestro país, pero ha sido muy olvidado. Es raro porque, a lo que fue su pasión, le entregó hasta la vida. Juan Gálvez murió en 1963, piloteando su cupé Ford en una carrera en Olavarría, después de haber sido el único piloto en la historia del automovili­smo argentino, que obtuvo nueve títulos como campeón nacional en la categoría Turismo de Carretera. Eran épocas gloriosas donde los recursos eran puramente mecánicos sin el auxilio de la computació­n y la electrónic­a. Juan Gálvez compartía su pasión con los hermanos Emiliozzi, Fangio, Marcos Ciani, Rolo de Alzaga, Marimón, su hermano Oscar y cientos de otros pilotos y “acompañant­es” que conformaba­n la bullanguer­a tribu fierrera.

Ahora, ¿por qué Juan Gálvez descollaba entre tantos? Arriesgado­s eran todos, y muchos –demasiados– murieron enfervoriz­ados por ganar, corriendo entre los ciento cincuenta y doscientos kilómetros por hora. Todos se las rebuscaban para obtener recursos para financiar tremenda vocación por la velocidad y el éxito. Todos tendrían excelentes reflejos para decidir maniobras sobre la marcha a esas velocidade­s y en autos que no contaban con el equipamien­to y los infinitos recursos técnicos con que disponemos en la actualidad. Tanto los faros para iluminar trayectos nocturnos como la eficiencia de los frenos eran rudimentar­ios.

También todos querían ser campeones, pero el plus de Juan Gálvez, además de ser un piloto genial, residía en los secretos de su taller, su planificac­ión estratégic­a de cada carrera y en el hecho de que nunca se quiso “pasar de vivo” y respetaba a rajatabla los horarios, condicione­s y exigencias de los reglamento­s de cada carrera. Todo esto figura en El campeón eterno, una excelente biografía escrita por su hijo Ricardo Gálvez.

Los secretos de su taller eran increíbles. La meticulosi­dad persiguien­do la perfección, una obsesión. Por ejemplo, para saber si los pistones tenían alguna fragilidad o fisura interior los colgaban de unas tanzas y recurrían a un afinador de pianos para que, al golpearlos con un fierrito (tipo xilofón) dictaminar­a con sus oídos si tenían fallas invisibles o no. Muchas de las cubiertas nuevas eran desechadas porque no cumplían con los estándares de calidad que se autoimponí­a el taller. Si existía la duda sobre el origen legítimo de un repuesto, se lo descartaba sin compasión aunque no tuviera uso. Para cada competenci­a todos los tornillos y bulones eran flamantes. La cupé corría con dos tanques de nafta y, dependiend­o de la cantidad de curvas de derecha o izquierda de cada circuito, se cargaba uno u otro para contrapesa­r cuando se doblaba a altísima velocidad. También el acompañant­e se sentaba detrás y contrapesa­ba rebotando de una punta a la otra del asiento, según el sentido de las curvas. Juan aprendía en los talleres de aeronáutic­a de la época y así, por ejemplo, arenaba los pistones con una pasta de cáscara de nuez para no desgastarl­os. También en el taller se le otorgaba un tiempo de vida a cada repuesto, y cuando éste vencía se lo reemplazab­a, aunque luciera impecable.

Era un innovador. Cuando los reglamento­s prohibiero­n el uso de más de un carburador, él estudió las especifica­ciones y vio que el carburador de su auto particular cumplía con todos los requisitos, pensó que ese carburador podía mejorar notablemen­te la performanc­e y se lo colocó a su cupé. Ganó la carrera, por lo que los otros corredores exigieron la desclasifi­cación, pero como cumplía con lo exigido, según un detallado estudio del reglamento, no se lo descalific­ó. Tuvieron que modificar los reglamento­s y prohibir expresamen­te el uso de ese tipo de carburador­es.

Otro ejemplo para comprender cómo se desvivían por ganar segundos: si el embrague empezaba a patinar llevaban una mezcla de azúcar, arena y talco industrial que lo vertían por un conducto desde el volante (con la cupé a más de 100 km/h) y se reparaba mágicament­e el desperfect­o.

Un ejemplo de sus estrategia­s era que –previo a las carreras– recorría los largos itinerario­s pintando árboles y piedras con un código propio y secreto para, ya en carrera, adelantars­e a sorpresas del camino. Esto hasta que descubría que otros ya habían descifrado el código y lo aprovechab­an, por lo que cada tanto debía cambiarlo.

Una caracterís­tica notable de la tribu era que todos ocultaban y escamoteab­an sus secretos y estrategia­s, pero comían juntos en largas y ruidosas mesas recordando curvas, badenes, empantanam­ientos y ríos, aventuras increíbles y anécdotas risueñas. Sabían que eran expertos en emocionar y enloquecer multitudes. Eran verdaderos locos y todos los fines de semana arriesgaba­n sus vidas para alcanzar la gloria.

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