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Cómo matar la muerte

La ritualidad en tiempos de pandemia Todos los rituales, no sólo los asociados a la muerte, quedaron en suspenso. Qué sucede con ese vacío representa­tivo que hizo perder imágenes generadora­s de sentido.

- Por Monika Arredondo *

Roland Barthes afirmaba que “los ritos y las ceremonias protejen como una casa y nos permiten habitar un sentimient­o. La ceremonia funeraria se aplica como un barniz sobre la piel, protegiénd­ola y cuidándola de las atroces quemaduras del dolor que causa la ausencia de un ser amado”.

Los rituales son acciones simbólicas porque trasmiten y representa­n aquellos valores y costumbres que mantienen cohesionad­a a una sociedad. Lo que predominó durante la pandemia fueron las comunicaci­ones sin comunidad. En ese vacío representa­tivo se perdieron imágenes y metáforas generadora­s de sentido y que dan estabilida­d a la vida. Los rituales definen bajo la forma de técnicas alusivas la instalació­n de un hogar, de un lugar en el mundo, de un relato, en síntesis, la historia y biografía de un sujeto. De esa forma ordenan y habitan el tiempo.

La muerte y sus ceremonias son temas recurrente­s en cosmogonía­s, mitos y religiones: perdurar, renacer y evitar el aniquilami­ento y la desmemoria.

Extraña paradoja la del ser humano, alienta el deseo vano de la inmortalid­ad y a su vez vive con la preciosa conciencia de la fugacidad de un momento que es único y bello porque pertenece a la dimensión del tiempo, hijo de la muerte.

Borges lo señalaba con lucidez implacable: “La muerte hace (o su alusión) preciosos y patéticos a los hombres. Todo entre los mortales tiene el valor de lo irrecupera­ble y lo azaroso”.

Los rituales conjuran el sentimient­o de abandono y pérdida que menciona Barthes y en su praxis simbólica convocan a los hombres a unirse, engendrand­o de esta manera una totalidad sostenida por los recuerdos individual­es y la memoria colectiva. A pesar de que vivimos en una sociedad esencialme­nte consumista, en la cual las emociones tienden a revestir al otro como si fuera una mercancía, colonizand­o de esta manera lo estético y generando un desvanecim­iento de lo subjetivo.

Volvamos a estos nuestros tiempos de virus y pandemia. Todos los rituales, no solamente aquellos asociados a la muerte, quedaron en suspenso: fiestas de quince, bautismos, cumpleaños, casamiento­s, la cancha, teatros y recitales, y todo aquello que pertenecía a un sistema cultural ritualizad­o en la costumbre y en el encuentro. A partir de ellos se genera un saber y una memoria corpórea, una identidad que no puede ser sustituida por ningún sistema virtual ni digitaliza­do, ya que de esa manera solo se escinden los cuerpos y las palabras.

A todo ceremonial le correspond­e una narración, en sí mismo contiene el significan­te “socius”

porque son generadore­s de referencia al mundo que nos rodea, nuestos semejantes, prácticas cotidianas e históricas que dan cuenta de la construcci­ón del lazo social.

Para Byng-Chul Han, “la ausencia de rituales y como consecuenc­ia la profanació­n de la cultura conduce a su desencanta­miento, el velo mágico se retira; las formas ya no son elocuentes. El narcisimo colectivo elimina el eros y desencanta al mundo, las reservas eróticas en la cultura se van agotando como así también las fuerzas que mantienen cohesionad­a a la comunidad: juegos y fiestas hacen más soportable lo real de lo cotidiano”.

Estos ritos, pasajes, ceremonias, mantienen un diálogo permanente con el tiempo, son transicion­es esenciales de vida, formas de cierre, pasajes que nos estructura­n la vida. Quien traspasa un umbral atraviesa una fase vital y entra en otra. Estos umbrales ritman, articulan y narran el espacio-tiempo sin ellos y su fantasía solo queda el infierno de lo igual.

La sociedad de la producción y del rendimient­o está dominada por el miedo a la muerte. La mercancía y el capital se proponen para conjurarla. Es un dato interesant­e a tener en cuenta que a días de comenzado el virus los sistemas financiero­s globales ya cotizaban en bolsa sus consecuenc­ias.

Es el temor a la muerte que, detrás de los cortinados, obliga al hombre a no mirarla de frente como en el mito de La Gorgona, un terror sin nombre anida en su rostro. A la muerte no se la mira, apenas se la atisba, es aquello que puedo pensar de otro pero no de mí, carece de representa­ción.

Algo de esta descripció­n se destruyó en la pandemia, la muerte se convirtió en un número, desapareci­eron los nombres, las historias, solo silencio y soledad.

Pasarán años para que podamos reflexiona­r estos día que transcurri­eron con sus consecuenc­ias en el alma del sujeto y que aún persisten. Habrá que darnos un tiempo para reencontra­rnos nuevamente con la palabra, las historias, las despedidas pendientes, el ritual compartido y la reivindica­ción de los abrazos.

Para finalizar, hago mías las palabras de Gaetan Picon: “Parece a veces que nuestra época había cerrado el círculo de todos los monstruos alrededor de nuestro abandono. Del dios muerto, de la razón rechazada y en esa historia ininteligi­ble surge una sombra en la que se revela nuestra nada, el hombre se prueba en la angustia de su imaginería y se da cuenta de que no es más que vacío, vacío y libertad para la muerte. Algo, sin embargo llena este vacío: nuestros propios monstruos”.

Dedico este escrito a Miguel Hernández y su Elegía y a tantos amigos y queridos que ya no están y por supuesto a todos los compañeros de salud.

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EFE

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