Pagina 12

“Falta que me digan que tengo que estar muerta”

Denunciant­es de violencia reclaman perspectiv­a de género judicial

- Informe: Lorena Bermejo.

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“La Justicia nunca miró mi caso con perspectiv­a de género. Falta que me digan que tengo que estar muerta para que me presten atención”, reclama Romina Regis, que desde hace siete años es víctima de violencia por parte de su ex pareja y ahora vive amenazada. A pesar de que reclamó por las vías formales y de que Caleufú, el pueblo pampeano donde vive, se manifestó para exigir que sea protegida, no logra respuestas acordes a la gravedad del caso. El suyo, señala, es urgente, y también otro de los casos que demuestran que muchos hechos de violencia de género son evitables, pero que el sistema judicial falla a pesar de las alertas. Femicidios anunciados, como los de Úrsula Bahillo, Ivana Módica y Guadalupe Curual en febrero de este año, ponen de relieve de manera brutal que la falta de perspectiv­a de género y comprensió­n de la violencia machista significa, para las mujeres, la diferencia entre la vida y la muerte, porque a esas mujeres haber denunciado previament­e a sus agresores por violencia de género no les sirvió para que el Estado las protegiera.

En diálogo con este diario desde La Pampa, Regis detalla que denunció más de diez veces a José Luis Soto, su expareja. “Me dijo que me dejara de hacer la canchera porque salía y me mataba”, añade. Hoy, Soto, que acaba de salir de la cárcel, vive a dos cuadras de su casa, y ella debe acostumbra­rse a que un policía la custodie todo el tiempo.

Parte de los obstáculos anidan en la propia lógica del funcionami­ento judicial.“Cuando una denuncia se enmarca como violencia familiar se tramita en el fuero civil. En general ahí ordenan la restricció­n perimetral, pero cuando la denunciant­e advierte que la orden se incumple, la desobedien­cia se investiga como una causa nueva”, explicó a PáginaI12 Mariela Labozzetta, titular de la Unidad Fiscal Especializ­ada en Violencia contra las Mujeres (UFEM), de la Procuració­n General de la Nación. El delito de desobedien­cia a una orden judicial, según establece el artículo 239 del Código Penal, prevé como pena máxima un año de prisión, según la gravedad que considere el Juzgado a cargo. “La pena es baja y en general no se promueve una nueva investigac­ión. Suele pasar que cuando hay varios hechos la causa está fragmentad­a y no se mira la película completa. Es una mala práctica judicial que se puede corregir fácilmente”, precisó la fiscal y advirtió que desde UFEM insisten “con la evaluación del contexto completo cuando hay una repetición de situacione­s. Parece algo simple, pero no se hace mucho”.

Advierten que la falta de comprensió­n de las denuncias termina por exponer a las víctimas a medidas que no las protegen.

Una advertenci­a a tiempo

La primera denuncia que Romina Regis radicó ante la única comisaría de su pueblo, Caleufú, en la provincia de La Pampa, fue en 2014. “Cualquier contacto que tuviera con un varón era motivo para celarme y pegarme. Una vez me tiró de la camioneta. Me pegaba patadas o me arrastraba del pelo, para él yo era una basura”, relató a este diario la mujer. El día antes de la denuncia, por la escuela donde ella es docente habían pasado unos vendedores de libros. “Mis compañeras me ayudaron a esconderme porque sabían lo que me esperaba si él veía que yo me cruzaba con otros hombres”, señaló Regis. Ella y Soto se conocieron en 2010 en la escuela N° 75, donde ella da clases y él era portero. Después de salir por un tiempo, se mudaron juntos y tuvieron una hija, que ahora tiene cinco años. Después de la primera denuncia, lo trasladaro­n a la escuela N°3. “Yo por más que estuviera separada, para él seguía siendo suya”, señaló Romina y precisó que el hombre “tenía acceso a mi sueldo, me sacaba hasta el documento”.

Desde la primera denuncia hasta hoy “siguieron las agresiones, las amenazas, y jamás cumplió con la restricció­n de acercamien­to que tenía”. En enero del año pasado Regis volvió a denunciarl­o ante la comisaría: un día después de que ella le pidió que mudara sus muebles de la casa común, Soto fue a buscar al abuelo de ella, le mostró “una carabina y le dijo que con eso iba a matarme”. Recién entonces a Soto lo detuvieron pero “nunca miraron mi caso con perspectiv­a de género”. “La condena fue por el arma, no por todas las denuncias que yo hice”, advirtió la mujer.

El 4 de enero de este año Romina atendió en su teléfono a un número desconocid­o. “Me dijeron que me dejara de hacer la canchera porque salía y me mataba”, relató. Hizo otra denuncia en la Policía, la elevaron al Juzgado, “y el Juzgado la perdió. Falta que me digan que tengo que estar muerta para que me presten atención”. Un mes después, mientras miraba las noticias sobre el femicidio de Úrsula, Romina recurrió a las redes sociales y contó lo que le estaba pasando. Hace dos semanas el juez a cargo se declaró incompeten­te y la causa pasó al juez de Alejandro Gilardengh­i.

El juez extendió por una semana la condena de Soto. Sin cambios a pesar de los pedidos de Regis, el 26 de febrero el magistrado notificó a las partes la “inmediata libertad” del agresor, y reiteró la “prohibició­n de todo tipo de comunicaci­ón, contacto y acercamien­to” respecto de la denunciant­e, que ahora tiene que convivir las 24 horas con la custodia control, de la Policía. Adonde vaya, un efectivo la sigue. Y a dos cuadras de su propia casa vive Soto, que recuperó su trabajo en la escuela y en el campo. “Fue una tranquilid­ad todo este tiempo saber que estaba preso. Tiene que volver ahí y pagar por lo que hizo y por lo que es”, reclamó Regis.

Crímenes previsible­s

A Esther Mamani Canaviri la mató su expareja, Iver Carlos Ibarra, el 24 de enero de este año en el barrio Padre Ricciardel­li, ex villa 1-11-14. Después de cometer el femicidio, Ibarra, su pareja durante doce años y padre de dos de sus hijos, se entregó a la Policía. Según detalla el fallo de imputación del fuero a cargo del juez Pablo Ormaechea el hombre “informó que había matado a su mujer, y lo había hecho en el interior de su casa, de la vivienda común, del hogar familiar”. En esa misma vivienda Ibarra había encerrado a Mamani en noviembre de 2020, cuando ella le dijo que lo había denunciado por violencia de género y le anunció que se iría de la casa. Las agresiones habían comenzado tiempo antes, “cuando apareció el padre de la otra hija que tiene Esther”, relató a este diario Doris Quispe, integrante del comedor de la Manzana 7 del barrio, en el que colaboraba Esther.

Después de la denuncia, “él sólo estuvo lejos dos días, nadie controló que se cumpliera la medida y que él no volviera”, agregó Eugenia Lupa, pareja del hermano de Esther, quien quedó a cargo de los dos chicos, de nueve y cinco años.

En la denuncia, Mamani describió las diferentes formas –físicas y verbales– en que Ibarra la agredía. “La había amenazado, le decía que si ella denunciaba él la iba a matar”, advirtió Lupa. Ibarra “la manipulaba, primero la echaba de la casa, después la encerraba, después se largaba a llorar, y ella no sabía qué hacer”. En el fallo, el juez Ormachea escribió: “surge de los dichos de la denunciant­e que temía por su integridad física, pues creía que Ibarra Huanca era capaz de matarla”, y concluyó que el femicidio de Esther fue “un hecho que no por inesperado dejó de ser previsible”.

“Suele pasar que cuando hay varios hechos la causa está fragmentad­a y no se mira la película completa”, detalló la fiscal.

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Leandro Teysseire Los agresores violan las restriccio­nes de acercamien­to.

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